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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (94 page)

BOOK: Los navegantes
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S.C.R.M.

Desde el puerto de la Navidad, que es en Nueva España, di cuenta a V.M. de mi partida con vuestra Real Armada al descubrimiento de las islas del Poniente, y prosiguiendo el viaje, a trece de febrero de este presente año llegué a una de las islas Filipinas, y después anduve por otras de este archipiélago hasta venir a esta isla de Cebú, de donde despaché una nao a Nueva España a descubrir la vuelta, y dar cuenta a V. M. de lo sucedido en el viaje hasta que la nao partió: la relación de lo cual va juntamente con ésta, y asimismo cierta información, que dice a qué es debido el cambio que los naturales han hecho en la amistad y voluntad que solían tener a los vasallos de V.M. Las posesiones que en nombre de V. M. se han tomado, y las derrotas de los pilotos de esta Armada.

Suplico a V. M. sea servido mandarlo ver y proveer lo que más servido sea. Yo quedo poblando en esta isla de Cebú, hasta ver lo que Vuestra Majestad será servido enviarme mandar, aunque con poca gente, y así envío a pedir socorro de gentes y municiones a la Real Audiencia de Nueva España para poderme sustentar hasta tanto que vistos por Vuestra Majestad todos estos recados, y la memoria de las cosas que se envían a pedir por los oficiales de vuestra Real Hacienda que acá residen, y los capítulos generales y particulares de los que acá quedan, provea y mande lo que más convenga, y sea su Real servicio. Y pues esta empresa es tan grande, y de tan grande importancia para lo espiritual y temporal, y se ha puesto en tan buenos términos, y es tan buena conjuntura, que humildemente suplico a V. M. mande se tenga con ella particular cuenta mandando socorrer y proveer lo que de acá se pide y suplica, sometiéndolo a quien con todo cuidado y diligencia lo provea y ponga en efecto, porque confío en Dios Nuestro Señor que de este principio tan grande sucederán muy grandes bienes en servicio de Dios nuestro Señor, y de Vuestra Majestad, y acrecentamiento de sus reales rentas, y bien universal de sus Reinos y Señoríos, y suplico a Vuestra Majestad que condescendiendo en la grandeza de que siempre usa en hacer merced a sus criados que sirven en negocios de grande importancia, sea servido mandar ver los capítulos que con ésta van a hacerme merced como Vuestra Majestad más servido sea, cuya Sacra Católica Real Majestad guarde nuestro Señor con acrecentamiento de más Reinos y Señoríos por largos y felices tiempos.

De Cebú y de mayo 27 de 1565 años.

De V. S. R. M.

Fiel criado que los Reales pies de Vuestra Majestad besa.

MIGUEL LÓPEZ DE LEGAZPI.

El capitán general contempló la carta pensativo. Había invertido toda su fortuna en la empresa y dudaba mucho que jamás recobrara ni siquiera parte de lo que había gastado. De todas formas, no se arrepentía de lo que había hecho. La conquista para Castilla y para la Iglesia de Jesucristo de estas almas infieles bien merecía el sacrificio no sólo de su fortuna, sino de su vida. Se acordó de su hija pequeña, Elvira. Por ella sí sentía pena. Había sido su consuelo desde que se había quedado viudo, hacía ya diez años, y ahora no podía ofrecerle ni siquiera una dote...

Sacudió la cabeza para alejar los pensamientos negativos y lacró la carta para enviarla con la
San Pedro
.

CAPÍTULO XLV

EL REGRESO

Todavía no había salido el sol cuando la salva de una docena de cañones de la
San Pedro
atronó la tranquila mañana del 1 de junio de 1565, y poco después le respondió otra de los cañones de la fortaleza y demás navíos.

Miles de aves levantaron el vuelo asustadas cubriendo el cielo rosáceo de la mañana con una explosión de color. En un loco revolotear acompañaron ruidosamente durante algún tiempo al barco que perezosamente aproaba hacia el este.

Una veintena de hombres izaban vigorosamente la pesada ancla que un arriesgado marinero trataba de atrapar para cazarla en una de las serviolas, mientras otro marinero «pescaba» una de sus uñas con una cuerda para sujetarla al costado del barco. Empujada por una suave brisa del sudoeste y con la trinqueta ya completamente desplegada, la enorme nave salió lentamente fuera de la bahía.

En el puente de mando el joven capitán Felipe de Salcedo observaba atentamente la maniobra. A la altura de la barra se dirigió al contramaestre.

—¡Arriba la mesana!

Media docena de marineros soltaron los cabos que recogían la vela latina y ésta cayó pesadamente sobre la popa de la embarcación. Casi inmediatamente se infló con el viento, contrarrestando la tendencia de la trinqueta de empujar la proa a sotavento. En el castillo de popa dos hombres contemplaban todo lo que se desarrollaba a su alrededor con encontrados sentimientos.

—¿Estás seguro de que no te falta nada, Andrés?

El agustino sonrió a su viejo amigo, apoyando una mano en su hombro.

—Todo lo que podíamos hacer está hecho. El resto está en manos de Dios.

Él nos señalará el camino a seguir.

—Y tú ya tienes anotado por anticipado ese camino, ¿no? —respondió Legazpi.

—Sí. En cuanto salgamos de este laberinto de islas nos dirigiremos hacia el nordeste, hasta el paralelo cuarenta. Ahí encontraremos vientos favorables.

—¿Y si no los encontráis?

Urdaneta sonrió, seguro de sí mismo.

—Los encontraremos, Miguel, no te preocupes. Cuanto más se sube hacia el norte más posibilidades hay de encontrar vientos del oeste. Lo he comprobado en muchos de mis viajes por estas islas.

Miguel López de Legazpi contempló la costa que se alejaba lentamente.

Los rostros de los que quedaban se veían ya borrosos en la playa y en el fuerte.

Sus manos y brazos seguían ondeando en una larga despedida. Hizo un gesto con la cabeza señalando el esquife atado a la popa.

—¡Tendré que volverme ya!

Urdaneta asintió.

—Sí. Más vale que os volváis.

Hubo un momento de silencio en el que los dos hombres buscaban en sus mentes algo que decir en aquel momento de despedida.

—¿Te das cuenta, Andrés, de que quizá ya no volvamos a vernos nunca más?

El agustino hizo un ademán con las manos señalando hacia arriba.

—Él es el único que puede saberlo. De todas formas, puedes estar seguro de que nos encontraremos en la otra vida. Aquí quedáis con una labor inmensa que realizar. Yo me voy con la pena de no haber podido realizar una de mis ilusiones, bautizar siquiera a uno de esos indígenas...

Legazpi apretó cariñosamente el brazo de su amigo.

—Piensa que la ruta que vas a abrir hará posible que otras naves puedan venir con otros misioneros. Deja que ellos sean los que bauticen; tú cumple con tu misión, que es abrir camino a los que vengan detrás.

—Lo sé, Miguel, lo sé...

El capitán general se volvió hacia su nieto, que le contemplaba sonriendo.

—Estoy muy orgulloso de ti, hijo. Estoy seguro de que sabrás llevar a buen término el viaje. Sigue los consejos de fray Andrés de Urdaneta, es un gran cosmógrafo.

—Lo haré, abuelo, no te preocupes. Estaremos en Nueva España antes de seis meses.

—Entrega mis cartas a la Real Audiencia para que las manden al rey Felipe.

—Así lo haré, abuelo.

—Y diles a tus padres y tíos que estoy bien y con muchas ganas de servir a Dios y a nuestro emperador.

—Les contaré la gran labor que estás llevando a cabo y lo bien que lo estás haciendo.

El joven y el anciano se fundieron en un fuerte abrazo durante un largo rato. Después, Legazpi hizo lo mismo con Urdaneta. Se volvió hacia fray Andrés de Aguirre y le cogió una mano que se llevó respetuosamente a los labios.

—Adiós, padre. Que tengáis un buen viaje.

—Adiós, hijo —contestó el agustino con una sonrisa—. Cuidaos.

Con un gesto Legazpi se despidió de todos los tripulantes de la nave y, lentamente, casi con pesar, descendió hasta el esquife en el que seis marineros colocaban ya los remos en sus toletes sujetándolos con los estrobos. La pequeña embarcación se separó lentamente de la nave mientras sus siete tripulantes hacían gestos de despedida hacia sus doscientos compañeros que emprendían un viaje incierto.

La
San Pedro
se dirigió lentamente hacia la isla de Mactán atravesando con suma lentitud el largo y angosto canal que separaba las dos islas. En la proa, un marinero metido en un barril atado al costado del barco, a fin de tener más libertad de movimientos, iba desgranando en voz alta la profundidad que le indicaba la sonda.

El piloto mayor Esteban Rodríguez se acercó a Salcedo, que miraba atentamente las rocas que asomaban sobre la marea creciente.

—Veo que estáis mirando el lugar donde murió Magallanes...

El joven capitán asintió señalando los bajíos.

—Debió de ser ahí mismo. Me estaba imaginando la escena: Dos mil indígenas atacando a cincuenta castellanos, mientras los nativos de Cebú contemplaban la lucha cómodamente desde sus paraos.

Rodríguez se encogió de hombros.

—Bueno, así es como lo quiso Magallanes. Creyó que todos los nativos rebeldes escaparían al oír el ruido de los mosquetes, pero no fue así. El Cilapulapu ése debió de ser un gran guerrero.

—Sí. Y encima no quiso devolver el cuerpo del capitán general.

Rodríguez movió la cabeza pensativo.

—Lo que no entiendo es por qué Magallanes no hizo venir a las tres naves para cubrirles con sus cañones. Con un par de andanadas habrían dejado la playa desierta.

—Es evidente que no lo juzgó necesario. He oído decir que los que participaron en la expedición estuvieron la noche anterior celebrando por anticipado la victoria.

—Lo que está claro es que nunca hay que menospreciar al enemigo.

Durante una semana, la enorme y panzuda nao navegó por entre las islas del archipiélago filipino con lentitud, que, por otra parte, propiciaban los vientos flojos. Durante este tiempo los pilotos tomaban notas continuas sobre la ruta seguida para aviso de navegantes posteriores en medio de aquel intrincado laberinto. La nao se abría paso por entre una infinidad de islas de todos los tamaños, en medio de un paisaje de belleza subyugadora. Por todas partes emergían, brotando del azul intenso de la mar, islas de distintas alturas, unas altas, otras bajas, montañosas unas, cubiertas de espesa vegetación otras. En algunos parajes se extendían feraces sabanas, y en otros la costa descubría acogedoras ensenadas. Las rústicas viviendas de los indígenas, a los que a ratos veían pescando, se adivinaban en las orillas. Ocasionalmente, en alguna isla elevada se veían humear lejanos volcanes.

—Capitán —dijo Rodrigo de Espinosa acercándose a Salcedo—, creo que estamos llegando al límite de las islas Filipinas. No sería mala idea hacer aguada antes de salir definitivamente de ellas.

—¿Creéis que estamos saliendo ya de este laberinto...?

—Sí, las islas están cada vez más espaciadas y, por todo lo que sabemos, no tocaremos tierra durante mucho tiempo.

—De acuerdo —concedió el joven capitán—, buscaremos una isla en la que desembarcar.

La elegida fue una isla alta con un volcán en erupción en una de sus montañas. Al llegar a la isla, la
San Pedro
la circunvaló hasta que percibieron una amplia ensenada donde Salcedo ordenó echar el ancla. Entre los árboles de la orilla se veían claramente las chozas de un poblado, pero nadie salió a recibirles.

—Contramaestre —ordenó Salcedo—, destaque veinte soldados para que protejan a los marineros.

Mientras un grupo de hombres se dedicaba a acarrear agua de un arroyo cercano, otros hombres cortaban leña y un tercer grupo reunía todos los cerdos, cabras y gallinas que los nativos no habían tenido tiempo de llevarse con ellos.

Sin embargo, los indígenas no parecían muy dispuestos a dejarse arrebatar sus pertenencias, y muy pronto un numeroso grupo de ellos apareció blandiendo lanzas de caña y algunos alfanjes.

—Disparen al aire —ordenó Salcedo—. No quiero muertos, a no ser que no haya más remedio.

El ruido producido por los mosquetes y el disparo de una lombarda del barco, que derribó varios árboles de la orilla, persuadieron a los nativos de un ataque en masa. Dando gritos, se escondieron entre los árboles, fuera de la vista de los expedicionarios.

—Maese Rodríguez —llamó Felipe de Salcedo—, dejen en el poblado lo que considere justo en pago de los animales que les cogemos.

A media tarde, las toneles de agua estaban a rebosar; los pañoles de leña a tope y toda la cubierta llena de cerdos, cabras y gallinas.

—No cabe ni una gota más de agua en las pipas, capitán —informó el contramaestre Francisco Astigarribia.

—Pues adelante —exclamó Salcedo—. Todo el mundo a bordo. ¡Leven anclas! ¡Icen las velas!

El día 9 de junio, la
San Pedro
surcaba ya mar abierta. Había llegado la hora de tomar un rumbo. Salcedo invitó a Urdaneta a entrar en su camarote y le mostró los mapas y derroteros de la región.

—Pasad, fray Urdaneta. Tomad asiento.

El agustino señaló los mapas al tiempo que sonreía.

—Veo que estás estudiando la ruta que hemos seguido...

El capitán asintió mientras señalaba una serie de líneas punteadas que zigzagueaban entre las islas que acababan de dejar atrás.

—Y la que tenemos que seguir —puntualizó—. Parece que ya hemos dejado atrás las islas Filipinas.

—Efectivamente, de aquí en adelante nos encontraremos con mar abierta.

El joven capitán parecía preocupado.

—Quería comentar la ruta que proponéis. Si ponemos rumbo nordeste desde este momento nos alejaremos de las islas de los Ladrones.

—Lo sé —asintió Urdaneta—. Esas islas están directamente hacia el este, y si caemos en la tentación de dirigirnos hacia ellas tendremos vientos contrarios, con lo que caeremos en el mismo error que cometieron las expediciones anteriores.

—Pero, por todo lo que sabemos, hacia el norte no hay isla alguna en la que podamos repostar.

—Efectivamente —respondió el agustino—. Por eso llevamos agua y bastimentos para ocho meses.

—¿No sería mejor aproar hacia las islas de los Ladrones y después subir al norte?

—No, perderíamos un tiempo precioso. La ruta que se debe seguir es la que ya hemos comentado otras veces: nordeste hasta el paralelo cuarenta.

—¿Por qué estáis seguro de que en ese paralelo encontraremos vientos favorables?

—Lo he comprobado en mis viajes y he preguntado a otros navegantes. En ese paralelo tendremos no sólo vientos que nos favorecerán, sino corrientes marinas que nos empujarán. Mientras que en la línea ecuatorial hay una fuerte corriente hacia el oeste, treinta grados más al norte hay otra predominantemente en dirección este.

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