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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (98 page)

BOOK: Los navegantes
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—¿Y qué hay de nuestro «aliado» Tupas?, ¿no tomará parte activa en la batalla? Al fin y al cabo, es a petición suya que hacemos esto —puntualizó Mateo.

—Le pediré que os acompañe con algunos hombres —concedió Legazpi—.

Quizás os sirvan de ayuda, aunque lo dudo mucho... Lo que sí estoy seguro es de que querrán compartir el botín.

Se acordó que el ataque se produciría dos días más tarde. Los soldados, guiados por un centenar de hombres de Tupas, caminarían todo el día siguiente y descansarían por la noche, para tomar el poblado al alba, después del concertado bombardeo.

El horizonte apenas se había teñido de un ligero color violeta que permitía adivinar la llegada de otro día caluroso, cuando ya las tres fragatas tomaban posiciones frente al poblado. Éste se hallaba situado en lo alto de una loma escarpada de difícil acceso, a una legua del litoral. Incluso con la tenue luz que proporcionaba el astro solar, que estaba a punto de asomarse por la lejana línea del mar, ya se podían ver las casas de los nativos apiñadas entre las rocas. A no mucha distancia, brillaba la línea plateada de un río caudaloso que bajaba directamente al mar. Más arriba, una cinta de agua caía en cascada desde un alto de más de cien codos, perdiéndose entre una profusión de verdor.

La primera andanada de las fragatas hizo añicos el silencio sepulcral que caía sobre el poblado. Una increíble profusión de aves multicolores inundó de repente el cielo, aleteando asustadas al tiempo que prorrumpían en histéricos chillidos de protesta por este inesperado y desagradable despertar.

No menos asustados estaban los habitantes del poblado, que veían así truncada su paz matinal. De los seis proyectiles disparados por las fragatas, uno cayó directamente en el pueblo matando a una cabra y dos cerdos, otros cuatro destrozaron árboles y ramas a poca distancia y el sexto golpeó en una roca produciendo un desprendimiento de pequeñas piedras y tierra.

Los cebuanos nunca habían visto nada parecido, y, aunque sabían que los castellanos poseían armas que arrojaban fuego, no habían podido calibrar hasta qué punto éstas eran mortíferas. El revuelo que se produjo en el pequeño poblado era indescriptible. Todo el mundo trataba de ponerse a salvo, las mujeres protegiendo a sus hijos, los hombres armándose de lanzas y arcos sin saber contra quién pelear.

Sin embargo, no tardaron mucho en averiguarlo. Entre el verdor de la selva brillaban, cada vez más cerca, las corazas de los hombres de hierro que trepaban lenta pero inexorablemente hacia el poblado. Detrás de ellos venían los hombres de Tupas, sus enemigos acérrimos.

A las horribles andanadas de los barcos les sucedieron los disparos de los arcabuces de los expedicionarios. Y aunque éstos no eran tan ensordecedores, sus aciertos eran, sin embargo, más mortíferos.

A pesar del temor que les embargaba, algunos nativos trataron de defender sus hogares e hicieron frente a los hombres acorazados. Arrojaron con rabia sus lanzas, flechas y piedras desde lo alto, pero, ante su desesperación, sus proyectiles causaban poco o ningún efecto en las armaduras de los castellanos.

Los disparos de éstos, en cambio, sí causaban bajas entre los suyos. Poco a poco, la moral de los defensores fue minándose, hasta que llegó un momento en que cada cual sólo pensó en salvar el pellejo. La desbandada fue general.

El maestre de campo, Mateo, se quitó el casco, sudoroso pero satisfecho.

—Reunid todo el botín en el centro del poblado —ordenó a los soldados—.

Traed, también, a los muertos y heridos.

A media mañana, una enorme pila de objetos diversos se amontonaba en la pequeña plaza. A su lado yacían muertos seis nativos y cuatro más se desangraban malheridos. Los heridos menos graves habían escapado con los demás. Entre los castellanos había diez soldados que habían recibido diversas contusiones que no revestían gravedad.

Mateo dio orden de bajar todo a la playa para cargarlo en las fragatas.

—¡Maese Mateo!, ¿habéis visto el enorme parao que hay en el río?

El maestre de campo siguió la mirada del soldado. Al pie de la colina, el río que provenía de las lejanas montañas se amansaba en un ancho estuario que desembocaba en la playa. El intenso follaje, sin embargo, impedía ver la embarcación a la que se refería el militar.

—¿Es muy grande? —inquirió

—¡Grandísima, debe de tener capacidad para más de cien remeros!

—Eso es interesante —dijo el maestre—. Nos la llevaremos con nosotros.

Legazpi recibió a los expedicionarios verdaderamente complacido. La incursión había sido un éxito total. Habían dado una lección a los cebuanos, tanto amigos como enemigos. Ahora sabían de qué eran capaces los soldados castellanos, y del poderío de su armamento.

Esa misma noche mandó llamar a los capitanes que habían tomado parte en el ataque.

—Caballeros —dijo exultante—, debo felicitaros por el resultado de la acción. Ha sido todo un éxito.

—Hemos traído, como ordenasteis, todo el botín para repartirlo con los hombres de Tupas —respondió Mateo—. Aunque debo advertiros que ninguno de ellos tomó parte activa en la lucha. Todo el peso de ella cayó sobre nosotros.

—Precisamente de ello quería hablaros —dijo Legazpi gravemente—. Voy a hacer algo que sé que no os va a gustar, pero que, estoy convencido de ello, a la larga nos será muy beneficioso.

Los cuatro oficiales se miraron entre sí perplejos. ¿Había algo peor que repartir el botín con gente que no había movido un dedo para conseguirlo?

—Voy a darle a Tupas todo el botín —sentenció Legazpi a los atónitos oficiales—. Quiero demostrarle que no tenemos apego al botín y que podemos conseguir todo lo que queramos cuando así lo deseemos.

—A los soldados no les va a gustar —exclamó Goitia preocupado—. Quizá tengamos problemas...

—Estoy seguro de que podremos controlar la situación —dijo el capitán general—. Todos tendrán la oportunidad de hacerse ricos una vez nos hayamos aposentado.

—¿Y qué hay del parao que trajimos?, ¿se lo entregamos también a Tupas? —preguntó Mateo.

—Ah, el parao. No, creo que con unos pocos cambios podríamos convertirlo en una cuarta fragata. Nos vendrá bien; Nos lo quedamos.

CAPÍTULO XLVII

LA SAN JERÓNIMO

La Real Audiencia de Nueva España decidió enviar al galeón
San Jerónimo
desde Acapulco en ayuda de Legazpi. Al mando de la nave iría el malagueño Pedro Sánchez Pericón, con Lope Martín como piloto. Éste, recién salido de la cárcel, comprendió desde el primer momento que el servicio que le ordenaban suponía en realidad una condena encubierta, pues, en cuanto llegara a las Filipinas, tendría que comparecer ante Legazpi. Y; éste, por supuesto, no sería tan clemente con él como habían sido los miembros del tribunal de la Real Audiencia.

Legazpi no dejaría sin castigo su delito anterior de deserción de la armada a bordo del patache
San Lucas
.

Una vez confirmado en su cargo, el piloto se ocupó de enrolar a la marinería. Conocía a un individuo, proveedor de su majestad en Acapulco, llamado Rodrigo de Ataguren, que le ayudaría en esa labor.

—Necesito tu ayuda —le confió Martín—. Quiero que enroles a gente de toda «confianza». Este barco no debe llegar a las Filipinas.

—Temes por tu vida, ¿eh? —rió Ataguren—. Seguro que si te agarra Legazpi por los huevos te cuelga del árbol más alto.

—Eso no ocurrirá si tú me ayudas. Recuerda que me debes más de un favor.

Ataguren enseñó unos dientes amarillos en una media sonrisa leonina.

—Favor con favor se paga —dijo—. Tendrás los marineros que te convienen. Lo malo —añadió pensativo— es que ya hay enrolados unos cuantos hombres. Sé de una docena de vizcaínos, paisanos míos, que van a zarpar con el buque, entre ellos un tal Pedro Oliden que va como maestre, y esos cabrones no son fáciles de convencer para una cosa así.

—Pues deshazte de ellos.

—Lo intentaré; de todos modos, no será fácil.

—Hazlo por su bien. Quizá les salves la vida si impides que zarpen en ese barco...

En el transcurso de un mes, Ataguren había conseguido satisfacer los deseos de su amigo Lope Martín. Desenroló a los marineros que no eran de su agrado, en especial a sus paisanos vascos, y enroló a cien individuos de la peor calaña que pudo encontrar por los muelles. A Pedro de Oliden lo sustituyó por un tal Ortiz de Mosquera, hombre mucho más acomodable a los propósitos de Lope Martín. Otro hombre destinado a desempeñar un papel importante en los acontecimientos que iban a tener lugar en la
San Jerónimo
era Felipe del Campo, hombre cauteloso y de pocas palabras. Lope Martín le había conocido en la cárcel y sabía que podía contar con él.

El galeón
San Jerónimo
zarpó del puerto de Acapulco en dirección a las islas Filipinas el día 1 de mayo de 1566.

El capitán Pedro Sánchez Pericón era un hombre de carácter retraído y huraño, lo cual le granjeaba muy pocas simpatías entre sus subordinados. Había aceptado el mando de la expedición a instancias de su hijo Jaime, de dieciséis años, que deseaba acompañarle en el viaje. Desde el puente de mando veía alejarse la costa con preocupación, pues no le gustaba en absoluto la catadura de muchos de los miembros de la marinería. No obstante, confiaba que todo transcurriera con normalidad. Tampoco estaba muy satisfecho con la elección de Lope Martín como piloto por parte de la Real Audiencia, aunque aquel hombre había demostrado ser un piloto excelente al traer la
San Lucas
de vuelta a Nueva España.

La primera semana de navegación transcurrió sin incidentes dignos de mención, pero ya a partir de la segunda, Lope Martín comenzó a planear la sublevación. Habló con Felipe del Campo de sus planes y éste se mostró de acuerdo con él.

—Lo primero que tenemos que hacer —le dijo Martín— es crear entre los marineros un ambiente de antipatía contra el capitán. Esto no será difícil, gracias al carácter irascible y severo del capitán. Ya ha puesto a un hombre en el cepo por dormirse en la guardia.

—Y además ha traído su caballo.

—Eso —exclamó Lope Martín—. No es justo que el capitán se traiga el caballo, ocupando un lugar en la bodega, cuando nosotros apenas tenemos sitio para movernos. Hay que conseguir que la gente llegue a odiar ese caballo y que terminen por apuñalarlo. Y si no lo hacen ellos, lo haremos nosotros...

Los dos hombres, a los que pronto se unió el maestre Ortiz de Mosquera, no tardaron en propagar rumores, la mayoría falsos, contra el capitán. Su caballo pronto se convirtió en un símbolo de prepotencia y abuso de poder.

Apenas unos días después, el marinero Juan Martínez descubrió al animal desangrándose en la bodega, cosido a puñaladas. Rápidamente, subió a cubierta para dar la desagradable noticia al comandante de la nave.

—¡Capitán! ¡Vuestro caballo...!

Sánchez Pericón se volvió hacia el marinero con ojos preocupados.

—¿Qué le pasa a mi caballo?

—Está... malherido.

—¿Malherido? —exclamó el capitán levantándose de un salto—. ¿Cómo, malherido?

—Está... sangrando. Parece que alguien lo ha apuñalado.

El capitán salió del camarote corriendo, seguido de su hijo, y bajó rápidamente por el pañol a la bodega. Al fondo encontraron al caballo, sangrando por múltiples heridas.

—¡Dios mío! ¿Quién puede ser tan cruel como para matar así a un pobre animal indefenso...?

Con lágrimas en los ojos, el capitán se arrodilló y acarició la cabeza del animal, que ya casi no se movía.

Detrás de él, el joven Jaime contemplaba con ojos atónitos la increíble escena.

Cuando, por fin, el animal dejó de moverse, el capitán Sánchez Pericón se volvió al contramaestre, Rodrigo del Angle.

—¿Tenéis alguna idea de quién puede haber sido el culpable?

—Haré algunas investigaciones, pero me temo que nadie soltará prenda.

El marinero Juan Martínez, que había descubierto el salvaje acto, se acercó al capitán.

—Quisiera hablar con vos en vuestro camarote, capitán.

Sánchez Pericón acercó el candil a la cara del joven y le miró a los ojos atentamente. Delante de él tenía a un hombre de unos veinte años, de aspecto delicado y hablar reposado que demostraba tener ciertos estudios.

—Bien —dijo—, acompáñame.

Una vez en el camarote, el capitán se sentó a la mesa de su pequeño despacho y miró al joven, que se mantenía respetuoso a la puerta..

—¿Y bien?

—Capitán —dijo el joven con vacilación—, quería advertiros de que hay gente muy mala abordo de este barco...

—Eso ya lo hemos comprobado —respondió amargamente Sánchez Pericón.

—Sí, pero no es solamente el hecho de que haya mala gente, sino que esta gente está confabulándose contra vos.

—¿Qué quieres decir «confabulándose»?

—Hay unos cuantos marineros que se reúnen en corrillos al anochecer, y que callan cuando alguien se acerca, lo he comprobado varias veces.

—¿Tienes algún nombre que darme?

El joven vaciló un momento antes de contestar. Se daba cuenta de la gravedad de sus acusaciones.

—Yo, en vuestro lugar, tendría cuidado con el maestre y el piloto.

—¿Con Mosquera y Lope Martín?

—Principalmente con ellos, siempre hay uno de los dos en los corrillos.

El capitán se quedó pensativo durante un buen rato.

—¿Y Rodrigo del Angle?

El joven negó con la cabeza.

—El contramaestre no tiene ningún contacto con ellos. Eso os lo puedo asegurar. Es un hombre de toda confianza.

Sánchez Pericón asintió lentamente.

—Dile que venga a verme.

A los pocos minutos de salir el joven marinero, acudió el contramaestre al camarote.

—¿Me habéis mandado llamar, capitán?

—Sí. Quiero que reforcéis la guardia con hombres de confianza. ¿Qué sabéis de Mosquera y Martín?

El contramaestre levantó las palmas de las manos al mismo tiempo que se encogía ligeramente de hombros.

—No les conocía antes de enrolarse.

—¿Y qué me decís sobre su actitud en el barco?

—Cumplen con su deber. Parecen tener un círculo de amistades un poco cerrado, pero eso no es un delito.

—Pero sí lo es matar un caballo —masculló el capitán.

—Los mantendré vigilados, si así lo deseáis.

—Sí, pero sin que sospechen. Si están tramando algo, quiero saberlo antes de que sea demasiado tarde.

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