Hernández retrocedió hacia la puerta con la desesperación pintada en el rostro.
—¡No quiero morir! —exclamó—. Decidle a Legazpi que me entregaré si me concede el perdón.
—Así lo haremos, descuidad.
El hambre obligó a Hernández a robar comida de las chozas de los indígenas. Éstos, ya sobre aviso, estuvieron en varias ocasiones a punto de prenderle, aunque no se atrevieron a herirle por miedo a contravenir las disposiciones de Legazpi. Sin embargo, pudieron llevar a éste la espada y la daga que habían conseguido quitar al perseguido.
Este suceso sirvió para poner de manifiesto el auténtico carácter del capitán general. Mandó que cuando viesen a Hernández otra vez, si no podían prenderlo, lo matasen. El cabecilla de la frustrada sublevación debía ser conducido, vivo o muerto, al fuerte.
Hernández se sentía cada vez más acosado, apenas encontraba nada para comer en la selva y los nativos habían puesto centinelas de noche para evitar sus robos y para intentar atraparle. Angustiado, decidió acudir de nuevo a los agustinos para encargarles una última gestión de indulto cerca de Legazpi. Pero, aunque éstos pusieron de su parte el máximo interés en cumplir los deseos de Hernández y movieron, además, a la consecución de este empeño a todas las personas que tenían alguna influencia cerca de Legazpi, todo resultó inútil.
Legazpi continuó implacable.
—Lo siento, hijo — tuvo que decirle fray Diego de Herrera—. Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero el capitán general no está dispuesto a perdonarte. Todo lo que podemos hacer por ti es confesarte y darte la absolución de tus pecados.
El fugitivo dejó caer la cabeza en actitud de total desesperación. Se mordió los labios con nerviosismo, mientras lágrimas de impotencia le inundaban los ojos. El cerco se estaba cerrando a su alrededor. No encontraba ya ninguna salida.
—Bueno... —balbuceó—, acompañadme ante Legazpi...
—Por supuesto, hijo. Consuélate pensando que todos tenemos que morir. Te prepararemos para hacerlo con dignidad. Debes ponerte a bien con tu creador.
Poco después, Pablo Hernández se presentó ante Legazpi acompañado de los tres agustinos. El capitán general miró sin inmutarse al responsable de la sublevación que hubiera dado al traste con toda la expedición.
—¿Venís a entregaros? —preguntó.
El cabo de escuadra asintió levemente, pues un nudo en la garganta le impedía hablar.
—Nos ha pedido que le concedáis un día para prepararse a bien morir —dijo fray Pedro de Gamboa.
—Está bien —concedió Legazpi—. Disponéis hasta mañana al mediodía para poneros a bien con Dios.
Las veinticuatro horas de que disponía el reo no solamente fueron aprovechadas para limpiar su alma de pecado, sino también para que el maestre de campo le tomara amplia declaración.
Al mediodía siguiente, se repitió la escena que había tenido lugar unos pocos días antes, esta vez con el responsable principal de la revuelta como protagonista. Después de ser ahorcado, Hernández fue decapitado y su cabeza puesta en la picota para «memoria y escarmiento de otros».
Aunque las declaraciones del acusado habían descubierto muchas cosas, Legazpi, atendiendo esta vez a las apremiantes súplicas de los agustinos y los jefes principales, dictó amnistía general. Con este motivo tuvo lugar un acto de gran solemnidad en la iglesia de Cebú, tras el cual Legazpi se dirigió a los expedicionarios:
—Todos sabéis perfectamente lo que ha ocurrido estos días —dijo con voz serena—. Tres hombres han sido ajusticiados por fraguar un motín que podría haber supuesto la muerte de todos los demás. En las declaraciones de estos tres hombres consta que hay muchos de vosotros que estabais involucrados en la conjura, y esto es muy grave. Tengo los nombres de todos los que, de una forma o de otra, pensaban tomar parte en el motín. Mi primer impulso fue de hacer ajusticiar a todos, pero los padres agustinos y algunos de mis capitanes me han pedido clemencia una y otra vez, y he decidido hacerles caso y dictar amnistía general. Solamente hay una cosa que tendréis que hacer: declarar, con la garantía del secreto más absoluto, vuestra participación en el fracasado motín. Quiero conocer todos los detalles para que una situación así nunca vuelva a repetirse.
»Esta misma mañana, el maestre de campo empezará a entrevistar uno por uno a los sospechosos.
Los conjurados eran unos cuarenta, más de la mitad no castellanos. En vista de la gran proporción de comprometidos extranjeros, Legazpi prohibió en adelante hablar a nadie en otro idioma que no fuese el castellano.
A cubierto de la amnistía, las confidencias aclararon muchas de las cosas que habían ocurrido anteriormente. La huida del patache
San Lucas
estaba convenida, y no sólo la de esta embarcación, sino incluso la de la nao almirante.
El intento de desderrotar esta nao lo había descubierto el maestre de campo, que había amenazado con colgar a los pilotos de las vergas si perdían de vista a la capitana.
El día 3 de junio a medianoche, Lope Martín dio la orden de apoderarse de la
San Jerónimo
. El sargento mayor Ortiz de Mosquera y otros conjurados mataron a puñaladas al capitán Sánchez Pericón y a su hijo en el mismo camarote donde dormían.
Inmediatamente, Ortiz de Mosquera dirigió en cubierta la palabra a marineros y soldados. Apoyado en el pasamanos del puente de mando, iluminado por linternas, Mosquera pretendió justificar el doble asesinato.
—Compañeros —dijo—: Hemos tenido que ajusticiar al tirano Sánchez Pericón, adelantándonos a la orden que iba a dar de ahorcarnos a varios de nosotros por supuesta confabulación. El mando de la nave recaerá sobre mí a partir de este momento. Todos los que tengan armas deberán entregarlas o morirán.
Sin embargo, la apetencia del mando disgregó inmediatamente al bloque de conjurados. Lo que hasta ese momento había sido una piña para planear el crimen, pronto se convirtió en un infierno de intrigas y rencillas.
Felipe del Campo y Lope Martín eran los que más descontentos estaban con los resultados que hasta ese momento había dado el doble asesinato.
—Hay muchas murmuraciones entre la tripulación sobre la matanza —
apuntó Felipe del Campo—. ¿Por qué no sometemos a Mosquera a juicio?
—¿A juicio?, ¿qué quieres decir con «un juicio»? ¿En qué nos beneficia eso a nosotros?
—Imagínate que conseguimos convencer a Mosquera para que se preste a una parodia de proceso con el fin de acallar las murmuraciones originadas por nuestra acción. Daríamos un aspecto de legalidad a la sublevación.
—Sigue.
—Preparamos una buena comida con abundante vino. Una vez convencido Mosquera de la bondad del planteamiento, le ponemos los grilletes medio en broma.
—¿Y?
—Pues que luego no se los quitamos. Le juzgamos por el delito, pero esta vez en serio. Después le colgamos del palo mayor y lo arrojamos al mar.
—Eres un genio —sentenció Lope Martín maravillado—. ¿Cómo se te ocurren cosas tan inteligentes?
Del Campo sonrió complacido.
—¡Listo que es uno!
—Me parece fantástico. Hay que poner ese plan en acción hoy mismo.
A petición de Lope Martín, todos los principales conjurados se reunieron ese mismo mediodía en el camarote del capitán a celebrar su triunfo. Ya en la sobremesa, después de beber abundantemente, se le planteó a Mosquera la idea de la parodia.
—¿Para qué necesito yo un juicio? —dijo éste con voz pastosa.
—Hay que dar una apariencia de legalidad a todo este asunto —dijo Del Campo—. Mucha gente entre la tripulación no parece dispuesta a aceptar que un hombre que ha matado a dos personas esté al mando de una nave.
—Sí —insistió Lope Martín—. Tiene razón Felipe. Tienes que aparecer como exonerado del delito de asesinato. Se te juzgará y serás absuelto de toda culpa, con lo cual no tendrás problemas con la justicia cuando desembarques.
—No me gusta...
Lope llenó el vaso de Mosquera hasta el borde.
—Bebe —le animó—. Esto hay que celebrarlo.
Al cabo de un rato, y según iba haciendo efecto el alcohol, la visión de Mosquera del juicio fue cambiando paulatinamente.
—Bueno —exclamó encogiéndose de hombros—, podría resultar...
Del Campo produjo con increíble rapidez unos grilletes y se los aplicó a Mosquera con la ayuda de dos hombres, mientras se reía a mandíbula batiente.
—Eh, que yo no he dicho nada todavía —se quejó Mosquera—. Dejaos de niñerías...
Cuando Lope Martín vio que los grilletes estaban bien cerrados cambió de semblante. La sonrisa desapareció de su rostro y el gesto se nubló de repente.
—Se te dejará cuando se haga justicia por el doble asesinato —dijo secamente.
Los vapores del alcohol parecieron esfumarse de los ojos de Mosquera.
—¿Qué significa esto?, ¿qué pretendéis?
—Juzgarte —repitió el piloto—. En este mismo momento.
Ante la sorpresa de los marineros de guardia, los confabulados aparecieron en cubierta arrastrando al desgraciado Mosquera.
—¡Escuchad todos! —gritó Lope Martín—. Mosquera ha confesado que es culpable del asesinato del capitán y su hijo, por lo tanto vamos a hacer justicia.
En ese momento apareció el capellán de la nave, don Juan de Vivero.
—Deteneos —exclamó—. En el nombre de Dios, ¿qué pretendéis hacer?,
¿no os basta con asesinar a dos personas, que ahora queréis matar a una tercera?
—Apartaos, padre, y dejad que la justicia siga su curso —gritó Martín.
—¡Dejadle al menos que se confiese...!
Pero a Martín le importaba muy poco la salvación eterna del alma de Mosquera.
—Arriba con él —ordenó.
Durante unos minutos, el cuerpo del desdichado Mosquera se retorció violentamente en el extremo de una cuerda sostenida por tres marineros. Al cabo de este tiempo, bien fuera por cansancio o por desidia, los marineros soltaron la cuerda y el cuerpo de Mosquera cayó pesadamente sobre cubierta.
—Al mar con él —ordenó Martín.
Todavía retorciéndose, el cuerpo del desgraciado fue arrojado por la borda sin quitarle siquiera los grilletes.
Era evidente el descontento entre una buena parte de la tripulación, por lo que Martín ordenó poner en el cepo, acusados de negligencias en las guardias, a algunos elementos que pudieran estorbar sus planes, y mandó publicar que Mosquera había sido ejecutado por «sodomita».
Este nuevo crimen, que ocurrió el 22 de junio, dio a Lope Martín el tan deseado mando absoluto del galeón. Por fin podía dirigirlo adonde quisiese.
Felipe del Campo fue el encargado de echar un jarro de agua fría a su entusiasmo.
—Hay mucha gente que está tramando algo —le informó—. Si no nos deshacemos de unos cuantos pronto, tarde o temprano tendremos problemas.
Lope Martín miró a su amigo con aire preocupado.
—¿Y qué podemos hacer?, no puedo mandar ajusticiar a cincuenta hombres.
—Pero sí podríamos dejarlos en una isla.
—¡Dejarlos en una isla! —exclamó el piloto—. Ésa podría ser la solución.
Desembarcamos para hacer aguada y, antes de que se den cuenta, nos hemos hecho a la mar.
El plan era tan sencillo como seguro. Al llegar a una isla del archipiélago de los Barbudos, el nuevo capitán dispuso carenar el galeón, que según él era incapaz de seguir navegando. De acuerdo con sus órdenes, el buque fue descargado casi totalmente, incluyendo las «cajas y hato» de los soldados, que levantaron campamento en la playa mientras, supuestamente, la tripulación preparaba el buque para vararlo en la playa. Hubo, sin embargo, quienes adivinaron sus propósitos. El capellán, don Juan de Vivero, se dirigió a Felipe del Campo.
—Os ruego que no llevéis a cabo el plan que proyectáis.
—¿Qué plan? —preguntó del Campo desabrido.
—Sabéis bien a qué me refiero. A nadie se le oculta que pretendéis abandonar a parte de la tripulación en la isla.
—Estáis soñando, padre. Dejadme en paz.
El capellán no insistió. Hasta hacía poco pensaba que todo se arreglaría cuando llegasen a Filipinas, pero ahora veía claro que la nave nunca llegaría a su destino. Decidió jugarse el todo por el todo. Conocía al contramaestre y sabía que era un hombre de fiar.
—Os oiré en confesión como me habéis pedido, maese Del Angle —dijo en voz alta.
El contramaestre, se volvió hacia el capellán sorprendido. Iba a contestar que él no había solicitado ninguna confesión, pero algo en los ojos del capellán, clavados en los suyos, le hizo cambiar de opinión.
—¡Ah, sí!—dijo por fin—. Quisiera confesarme, si tenéis un momento libre.
—Lo tengo, hijo, venid conmigo.
Los dos hombres se sentaron en popa, fuera del alcance de los oídos de los marineros. El capellán adoptó la posición de escucha que tomaba cuando oía en confesión. Sin embargo, fue él quien habló primero:
—Escucha hijo: ha llegado a mis oídos que Lope Martín y sus amigos están planeando dejaros en la isla abandonados. Debéis hacer algo para impedirlo.
—¿Estáis seguro? —preguntó el contramaestre en un susurro.
—Lo estoy. En cuanto hayamos tomado agua, Martín y los suyos largarán velas y os dejarán aquí, muy posiblemente también a mí.
—Estábamos preparando un levantamiento más adelante —confesó Del Angle—, pero parece que habrá que adelantarlo...
El padre Vivero asintió.
—Lo que haya que hacer hay que hacerlo de inmediato. Esta sublevación será justa y en servicio de Dios. Estoy seguro de que Él os ayudará y dará fuerzas para que triunfe el bien. Te voy a dar la absolución ahora, hijo. Arrepiéntete de todos tus pecados.
Apenas el capellán había trazado la señal de la cruz sobre el penitente cuando éste ya estaba en acción. Había que contactar por lo menos con veinte marineros de fiar que le apoyaran en todas sus acciones. El soldado Juan Martínez era uno de ellos. Del Angle sabía también que era el cronista de la expedición. Le había visto tomar nota de todo cuanto había sucedido a bordo.
—Juan —susurró cuando le tuvo al alcance de la voz—, esta gente pretende dejarnos en la isla. Tenemos que adelantar el golpe.
Martínez no hizo preguntas.
—Bien —contestó—. Haré correr la voz de que estén preparados para vuestras órdenes.
El recelo siempre creciente, aunado con los remordimientos, condujo a Lope a espantosos accesos de furor. En uno de esos ataques, durante el cual el piloto prorrumpió en rabiosos juramentos y blasfemias, Lope ordenó desembarcar