Legazpi, que hasta este momento había mostrado una paciencia sin límites y una benevolencia mucho más allá de lo razonable, en este caso se mostró inflexible. Todos los que habían tomado parte activa en la sublevación fueron ajusticiados tras un juicio sumarísimo. Al día siguiente, Legazpi llamó al joven capitán Goiti a su despacho. Por un momento, el capitán general se quedó mirando al joven vizcaíno.
—¿Cuántos años tienes, Martín?
—Veintidós años.
—Pardiez que eres joven, y, sin embargo, más de uno a tu edad llevó a cabo grandes hazañas.
—Estáis pensando en Andrés de Urdaneta, ¿no?
Legazpi sonrió a la sagacidad del joven capitán.
—Sí, en él estaba pensando.
—Fue amigo vuestro, si no me equivoco.
—Sí, fuimos buenos amigos.
—¿Qué noticias trajeron de él los tripulantes de la
San Jerónimo
?
—No muchas. Debe de andar por tierras castellanas. Recuerda que tenía que entregar al rey nuestros informes.
Goiti guardó silencio, permitiendo que el anciano capitán dejara vagar sus pensamientos libremente. Por fin, el de Zumárraga volvió a levantar los ojos y los fijó en Martín de Goiti.
—Te he mandado llamar porque alguien tiene que cubrir el hueco dejado por Mateo del Saz, y he pensado en ti.
El joven bilbaíno respiró profundamente, aunque sin demostrar sorpresa.
—Me hacéis un gran honor al confiar en mí, capitán. Espero no defraudaros, aunque debo reconocer que no me será fácil sustituir a Mateo.
—Así es —concedió Legazpi—, pero tú también nos has prestado valiosos servicios. No sé qué hubiéramos hecho sin los bastimentos que nos has procurado durante estos meses.
—¿Habéis pensado en promocionar a algún alférez?
—Sí, Andrés de Ibarra ocupará tu cargo.
—Bien, se lo comunicaré.
Urdaneta había vaticinado que los portugueses no se conformarían tan fácilmente con la pérdida de un archipiélago que, según ellos, les correspondía en justicia. El tiempo vino a dar la razón al agustino. En el mes de noviembre de 1566, el nuevo maestre de campo Martín de Goiti regresaba a Cebú de una de tantas expediciones de avituallamiento efectuada al mando de la nao
San Juan
y una fragata pequeña.
Goiti había alcanzado durante el viaje la costa de Mindanao cuando se cruzaron con una fusta portuguesa. El contramaestre, Pedro Juan Moreto, se acercó a Goiti.
—Parece que los portugueses quieren hablar con nosotros, capitán.
—Eso creo, Pedro Juan, eso creo. Y no me gustan nada las maniobras que están haciendo, parece que quieren ganar el barlovento. Preparad los cañones, por si acaso.
—Se me antoja que ellos están haciendo lo propio —masculló el contramaestre—. ¡Todo el mundo a cubierta!, ¡sacad los cañones! ¡A ver esa pólvora, ya debería estar en cubierta!
Mientras tanto, la pequeña fragata al mando del piloto Jaime Fortún hacía maniobras para colocarse a favor del viento al otro lado de la fusta. En caso de lucha, sus dos pequeños cañones podían barrer la cubierta de los portugueses con metralla.
Cuando la fusta llegó a la altura de la
San Juan
, el capitán dio órdenes de mantener las velas al pairo. Goiti hizo lo propio a una distancia prudencial. El capitán portugués fue el primero en dirigir la palabra a su homólogo.
—¿Quiénes sois?
—Me llamo Martín de Goiti, capitán de esta nave al servicio de su majestad el rey Felipe II. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
—Antonio Sequeira. Tengo órdenes de localizar a Miguel López de Legazpi e invitarle, de parte del virrey de Portugal, a abandonar estas islas.
—¿Con qué derecho os atrevéis a amenazar a un representante de su majestad el rey de Castilla de semejante manera?
—Con el derecho de la justicia.
—¡Justicia!, ¿qué justicia?
—Sabéis de sobra que estas tierras pertenecen a la Corona de Portugal por el Tratado de Tordesillas.
—Nunca se probó semejante cosa. Antes bien, Juan Sebastián Elcano demostró que se encontraban dentro de la demarcación castellana.
—Eso no es verdad, y vos lo sabéis. Si no atendéis a razones, tendremos que recurrir a la fuerza.
—Como queráis —replicó Goiti—. Estamos dispuestos a aceptar la batalla.
Durante un momento, el combate pareció inminente. Las mechas estaban encendidas, la pólvora a punto y las balas introducidas en los cañones. Ambas naves se apuntaban con el mismo número de lombardas, cuatro. Sin embargo, la presencia irritante de la pequeña fragata a barlovento pareció decidir al capitán Sequeira por la prudencia.
—¡Está bien! —tronó el capitán portugués—, pero os aseguro que esto no terminará así.
Goiti no contestó, pero vio con alivio cómo la fusta enderezaba sus velas y seguía su camino a favor del viento. Aunque no había terminado su avituallamiento, el joven vizcaíno se apresuró a virar en redondo y regresar a Cebú.
Legazpi vio con extrañeza cómo las dos naves volvían a puerto antes de lo previsto. Preocupado, salió a recibirlas a la playa.
—Tenemos problemas, capitán. Esta vez con los portugueses.
Legazpi suspiró resignado. Era algo que tenía que ocurrir. Ya se lo había advertido su amigo Urdaneta.
—¡Cuéntame lo que ha pasado!
Mientras caminaban hacia el fuerte, Goiti le relató lo sucedido en aguas de Mindanao.
—Me temo que no tardarán en aparecer por aquí —dijo al terminar su relato.
—O sea, que nos quieren echar, ¿no es eso?
—Me temo que volverán, y no sólo con una fusta.
—Está bien —dijo Legazpi pensativo—, haz el favor de llamar a los oficiales y pilotos.
No tardaron en presentarse los pilotos Jaime Fortún y Diego Martín, el maestre Juan María y el contramaestre Pedro Juan Moreto, Juan de la Isla, Rodrigo de la Isla, Julián Felipe y Nicolás Rodríguez. En cuanto a los oficiales de infantería y artillería, se presentaron Andrés de Ibarra, Luis de Haya, Pedro de Herrera y Juan Morones, así como el alférez Francisco Ramírez y el sargento Gutiérrez. Legazpi les contó a grandes rasgos lo que había sucedido en alta mar y les pidió su parecer sobre la mejor manera de defender el fuerte.
—Gozamos de una posición muy ventajosa —opinó Juan de la Isla—. Los atacantes tendrían que penetrar en la bahía con sus barcos, lo que les dejaría a merced nuestra si colocamos nuestros cañones adecuadamente.
—¿Qué sugerís?
—Coloquemos las cinco naves a barlovento y preparadas para el combate.
—Sí —terció Andrés de Ibarra—, y nosotros podríamos colocar los cañones disimulados entre la espesura al ras del agua a la entrada de la bahía.
—Caballeros —dijo—, me parece una excelente idea. Sírvanse vuestras mercedes hacer tal como se ha sugerido. Y recuerden que el enemigo se puede presentar en cualquier momento.
En realidad, el enemigo se presentó al día siguiente, cuando los preparativos no habían terminado. Afortunadamente, sólo se trataba de dos fustas de reconocimiento.
Los jefes de la fuerza de a bordo debieron de pensar que los castellanos contaban con un número de naves muy superior al que creían y prefirieron retornar a sus bases.
Con todo, Legazpi estaba convencido de que sería fuertemente atacado por los lusitanos ahora que conocían su emplazamiento y las fuerzas con que contaban. Al día siguiente, el caudillo guipuzcoano reunió á su abigarrada tropa, que tan propensa había estado a la deslealtad y la traición, y la arengó. Para su sorpresa, aquellos hombres que sólo pensaban en su propia seguridad y a los que parecía importarles poco o nada la Corona de Castilla, prometieron serle fieles hasta la muerte.
Los preparativos para el combate sembraron el pánico entre los cebuanos, a pesar de las seguridades ofrecidas a ellos por Legazpi en cuanto a los ilimitados recursos con que contaba. Muchos de los nativos huyeron al interior, mientras que otros más animosos prefirieron refugiarse dentro del mismo recinto fortificado.
Tal como había previsto Legazpi, al cabo de algunos días volvieron a aparecer dos navíos portugueses que se mostraron indecisos. Legazpi decidió enviar a Goiti al mando de la
San Juan
a averiguar sus intenciones.
—¿Quiénes sois, y qué deseáis? —preguntó el bilbaíno a los portugueses, cuando les tuvo al alcance de su voz.
—Me llamo capitán Enrico Melo y nos encontramos desderrotados.
—Pues sírvanse vuestras mercedes entrar a nuestro puerto y serán bien recibidos.
—Os agradecemos vuestra generosa oferta, pero vamos ya muy retrasados y debemos continuar nuestra ruta.
—Permitidme que insista en mi ofrecimiento de hospitalidad. Hacéis que me sienta ofendido por vuestra negativa.
Mientras el portugués preparaba otras excusas para no penetrar en la boca del lobo, se acercó a la nave portuguesa un parao en el que iba un mensajero de Legazpi portador de algunos barriles de bizcocho, conservas y aceitunas, así como botijas de vino y vinagre.
—Nuestro capitán os ofrece estos pequeños regalos como prueba de su buena fe.
Melo reiteró su gratitud, excusándose por no poder hacerlo por escrito por carecer de papel y tinta.
—Os debo dejar —insistió—. Como he dicho, vamos muy retrasados.
—Bien —dijo Goiti—. Os deseamos un buen viaje.
—Bien. ¿Qué te ha parecido? —consultó Legazpi a Goiti cuando éste llegó a tierra.
—Parecía muy asustado. Le habrán encargado que venga a espiarnos, y al hombre no le cabía la camisa en el cuerpo. Estaba deseando largarse de aquí y ponerse fuera del alcance de nuestros cañones.
—Bueno —reflexionó Legazpi—, veremos cuánto tardan en aparecer de nuevo.
Fueron exactamente dos meses lo que tardaron los portugueses en volver a la carga. De nuevo fueron dos buques los que aparecieron ante el puerto.
—Capitán —le informó Goiti—, tenemos visita otra vez.
—¿Los portugueses?
—Sí.
—¿Cuántos son?
—Sólo dos. No parece que vengan en plan de guerra. Querrán asustarnos.
—Bien, iré yo mismo a hablar con ellos —decidió Legazpi—. A ver quién asusta a quién.
Tal como había sucedido en la visita anterior, Legazpi invitó a los capitanes a entrar en el puerto como sus invitados. Como era de esperar, éstos rechazaron la invitación.
—Os lo agradecemos, maese Legazpi. Pero precisamente nosotros venimos a ofreceros nuestra protección siempre que os trasladéis con nosotros al archipiélago de las Molucas. Allí seréis bien recibidos y contaréis con la ayuda y apoyo de nuestro virrey en vuestro regreso a Castilla.
—No pensamos volver a Castilla —dijo Legazpi cortésmente—, Vamos a establecernos aquí definitivamente. Debo dejar en claro que no nos encontramos aislados de nuestro país, tenemos un enlace directo con Nueva España. En realidad, estamos esperando de un momento a otro la llegada de una nueva flota.
Hubo un silencio incómodo durante el cual el capitán portugués asimilaba las implicaciones que tendría esa noticia para los intereses de Portugal.
—Bien —dijo por fin el portugués—. Comunicaré al virrey vuestras intenciones.
—Hacedlo, os lo ruego.
Aunque lo manifestado por Legazpi no dejaba de ser un farol, resultó, para su sorpresa, cierto a los pocos días. El día 17 de septiembre de 1567 llegaron a Cebú dos navíos mandados por Felipe de Salcedo. El nieto de Legazpi traía consigo doscientos soldados de refuerzo y acompañándole venía su hermano Juan, un muchacho que aún no había cumplido los veinte años.
Con esta llegada el panorama cambiaba radicalmente. Las naves que llegaban a las islas cargadas de soldados podrían volver llenas a rebosar de canela y otras especias. La venta de estos cargamentos financiaría el envío de más soldados y colonos.
Si los portugueses no actuaban pronto, ya nunca podrían echar a los cientos de castellanos, que se extenderían por todas las islas.
La última arremetida portuguesa tuvo lugar unos meses más tarde. Esta vez el propio general Gonzalo de Pereira se presentó ante Legazpi al frente de una poderosa escuadra de seis navíos de guerra. En nombre del rey de Portugal, le requirió a trasladarse junto con todos los expedicionarios a Malaca para ser, desde allí, conducidos a Castilla en navíos lusitanos.
Legazpi se mostró firme.
—Os agradezco vuestro ofrecimiento —dijo—, pero es evidente que estáis en desventaja.
—Debo manifestaros —insistió el portugués— que estáis infringiendo un acuerdo pactado ante el papa Alejandro VI.
—¿Volvemos otra vez a lo de Tordesillas? —preguntó irónico el guipuzcoano—. Pues tenemos con nosotros un agustino, el padre Rada, que es astrónomo. Quizá él nos pueda dar su opinión.
—No necesitamos la opinión de ningún astrónomo castellano —replicó Pereira enojado—. Ya se discutió bastante en su día entre astrónomos y cosmógrafos de ambos países.
—Pues yo poco os puedo ayudar, general —replicó Legazpi con un tono un tanto altanero—. Quizá lo mejor sería dejar que los dos reyes, el de Castilla y el de Portugal, resuelvan este litigio.
Pereira negó con la cabeza violentamente.
—Eso nos llevaría años y no solucionaría nada. Si no os atenéis a razones, esto tendrá que solucionarse por la fuerza de las armas.
Legazpi sintió un repentino vacío en el estómago, pero respondió con serenidad.
—Como queráis, pero recordad que contamos con soldados bien adiestrados y que estamos en contacto directo con Nueva España. Será una empresa imposible echarnos de aquí por la fuerza.
—¡Lo veremos!
La proximidad del combate levantó los ánimos, ansiosos de pelea, de los castellanos. Pero el desembarco portugués no se produjo. Pereira, calculando acertadamente la fuerza y la situación del adversario, comprendió lo aventurado de la empresa y decidió regresar a su base en las Molucas. Esta acción dejaba a los españoles en el libre uso de su soberanía sobre las islas Filipinas. Con esta retirada se daba por concluido el largo período de conflictos hispano-portugueses a propósito de sus derechos respectivos a los territorios de Extremo Oriente.
URDANETA EN LA CORTE
Las noticias del feliz arribo de la
San Pedro
a Nueva España recorrieron los territorios dominados por los españoles como una llamarada de fuego sobre la pólvora.
El paso de Urdaneta y demás tripulantes de la nave por las ciudades de Nueva España de camino hacia la capital resultó una ininterrumpida sucesión de muchedumbres, arcos, gallardetes, cabildos ceremoniosos, misas, tedéums, tañidos clamorosos de campanas, cabalgatas, suculentas colaciones y festines, comedias, mascaradas, fuegos y danzas de indios con plumas multicolores. A su llegada a la capital, la ciudad de México se volcó en un apoteósico recibimiento a los héroes, y en particular a Urdaneta, que había sido el gran artífice del viaje de vuelta.