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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (50 page)

BOOK: Los navegantes
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Nada interrumpió la navegación de la
Victoria
durante las tres semanas siguientes. Las raciones de arroz y agua se veían cada vez más menguadas y las fuerzas de los hombres eran cada día más escasas. Solamente el hecho de saber que con cada hora que pasaba se aproximaban más a casa, hacía que los hombres siguieran empeñados en mantener aquel despojo de nave a flote. Los turnos de bombeo se sucedían ininterrumpidamente día y noche. Nadie tenía ya fuerzas para subir a la cofa. Sólo había una cosa en la mente de los navegantes: achicar, achicar y achicar. ¡Tenían que conseguir que el barco se mantuviera a flote unos días más! ¡Sólo unos días más!

Sin embargo, para uno de aquellos veintidós hombres el tiempo se estaba terminando. Esteban Villón, de Rodas, miraba con ojos apagados la débil luz que proyectaba la lamparita de aceite que ardía en el sollado. Tumbado en su coy, apenas se dio cuenta de la presencia de Bustamante, que bajaba por la escotilla con un tazón de caldo de arroz.

—¿Cómo estás hoy, Esteban?

El enfermo le miró con unos ojos inexpresivos, sin vida, pero no contestó.

No habría podido hacerlo aunque hubiera querido.

El emeritense acercó la vela para examinar al enfermo, aunque sabía perfectamente lo que vería. Esteban Villón estaba pálido, con los ojos hundidos; las encías, reblandecidas, le habían crecido de tamaño de una forma tan increíble, que le cubrían los dientes. Tenía hemorragias internas y se le habían abierto heridas muy antiguas, ya cicatrizadas desde años antes. Tenía diarrea y desórdenes renales y pulmonares. Le dolían atrozmente todas las articulaciones del cuerpo, y el simple hecho de cambiar de postura en su coy era un suplicio para él.

Con mucha paciencia, Bustamante le dio unas cucharadas de aquel caldo apestoso, que poco podía ayudar a restablecerse a nadie.

—Toma un poco de caldo —le dijo con una sonrisa forzada—. Hoy no te puedo traer nada de pescado. No ha habido suerte en la pesca.

Pocos días había suerte en la pesca, a pesar de tener todos los sedales disponibles colgando por la borda. No había muchos peces en medio del océano, lejos de las plataformas continentales y de las corrientes marinas.

—Ya falta poco para que puedas ver a tu mujer y tus hijos —siguió hablando el emeritense—. Me imagino que tendrás ganas de verlos, ¿no?

La luz que brilló en los ojos del enfermo durante un breve momento indicó que había entendido lo que le decía el cirujano, aunque el brillo se apagó rápidamente dando paso a un velo opaco, lúgubre. Bustamante sabía lo que aquello significaba. Las ganas de lucha por la vida del enfermo le estaban abandonando. Había visto muchos enfermos de la misteriosa «peste del mar»

últimamente, la
Victoria
había ido dejando una estela de cadáveres a lo largo de la costa africana.

Cuando subió a cubierta se acercó a Elcano.

—Esteban Villón está muy mal —informó—, no creo que pase de esta noche.

Elcano estaba de pie en el castillo de popa, aferrado a la pasarela, escudriñando el océano.

—Lo sé —dijo—. Le he visitado hace un rato.

Siguió un silencio incómodo. Bustamante se dejó caer cansinamente sobre un rollo de cuerda y miró a su alrededor. Aparte del enfermo y dos hombres achicando, el resto de la tripulación estaba en cubierta. Los tres nativos, sentados en cuclillas, con rostro inescrutable, en el castillo de proa; un hombre, Juan Rodríguez, a la caña del timón; Acurio y Albo, apoyados en la borda de estribor tenían, como Elcano, la mirada perdida en la distancia; Pigafetta, a solas junto al quebrado palo del trinquete, escribía inacabablemente algo en su diario. Los demás trataban de ahorrar todas sus fuerzas disponibles para su turno de bombeo.

Por el costado de babor, un chorro continuo de agua mostraba que la bomba de achique seguía funcionando bien. Nadie hablaba. Todos eran conscientes de que tenían que ahorrar hasta el más pequeño esfuerzo si querían llegar a su destino.

Bustamante levantó la mirada hacia las velas, que, hinchadas bajo un viento racheado del sudeste, mostraban grandes desgarrones, y algunos obenques, estays y entenas colgaban rotos, flameando al viento. El emeritense no pudo evitar pensar que sería un milagro que el barco llegara a tierra.

Tal como había predicho Bustamante, el marinero Esteban Villón murió aquella noche. Por la mañana del día 6 de agosto, Elcano ofició los mismos funerales que tantas veces llevaba ya repitiendo desde que doblaran el Cabo de las Tormentas. Después, el cuerpo del malogrado marinero fue arrojado por la borda.

Nadie tenía fuerzas para amortajarlo, así que el cadáver fue levantado entre cuatro de sus compañeros y dejado caer sobre un mar que había comenzado a rizarse presagiando una tormenta.

—Esperemos que sea el último —musitó Elcano para sí, volviendo hacia el castillo de popa.

Atrás, bamboleándose en la estela que dejaba la
Victoria
, quedaba el cuerpo de la última de las víctimas de la «peste del mar», contemplando sin ver el abismo infinito del fondo del océano.

La mar gruesa que había acogido el cuerpo de Esteban Villón pronto se convirtió en un oleaje que golpeaba duramente los costados carcomidos del casco.

Y el día 14 estalló una tempestad con vientos huracanados que hacían trizas unas velas que nadie podía recoger; los palos crujían lastimeramente. Parecía que el cielo se había cebado con los navegantes. Era como si un hado maligno se hubiera cernido sobre la nave y quisiera impedir que llevara a buen fin su viaje. Un continuo retumbar de truenos y el centelleo incesante de los relámpagos acompañaron durante tres días y tres interminables noches a los extenuados y desesperanzados expedicionarios.

El esfuerzo que tuvieron que hacer aquellos hombres en condiciones tan adversas fue indescriptible. No hubo un solo momento para el descanso. La bomba tenía que seguir funcionando incesantemente. Los pocos hombres que tenían fuerzas para llevar a cabo una maniobra estaban atentos a las órdenes del capitán. Dos hombres se turnaban cada hora para controlar un timón que daba continuos bandazos con la fuerza de las olas. Durante tres días no hubo tiempo ni siquiera para comer. Aunque de todas formas, hubiera sido imposible encender un fuego para cocer el poco arroz que les quedaba. Durante el día 15 pasaron entre las islas del Fayal y de Flores.

Por fin, el día 18 amainó el temporal, pero parecía que el destino todavía se resistía a dejar que aquellos hombres se salieran con la suya. El viento soplaba justo desde la dirección a la que se dirigían, y durante dos jornadas tuvieron que capear vientos contrarios, y a la capa continuaron obligados a seguir los días 19 y 20.

—Pon rumbo sur-sureste —ordenó Elcano a Albo—. Nos dirigiremos a las Azores.

El día 23 pudieron enmendar el rumbo al este-noreste y al día siguiente cambiaron por fin al este-sureste.

Los días siguientes pasaron lentamente. La nave se hallaba en un estado lamentable, comparable solamente con el de sus tripulantes; la ración de arroz había disminuido hasta convertirse en un líquido negruzco, emponzoñado, y los pocos sedales que les quedaban intactos colgaban por la borda en un desesperado intento de atrapar algún pez, pero, sin cebo, eso era casi imposible.

—¡Ochenta leguas, Juan Sebastián! —Albo recogió el cuadrante solar y el astrolabio con que había calculado su posición y la altura del sol—. ¡Tan sólo ochenta leguas para el Cabo San Vicente!

Elcano hizo un pequeño intento de sonreír sin conseguirlo del todo. Sus manos estaban aferradas a la barandilla del castillo de popa. Miró hacia adelante, a través del destrozado velamen. En línea recta, por la proa, estaba la parte más cercana de la patria, ¡tan sólo a ochenta leguas!

—¡Dios mío! —pensó Elcano—. ¡Tan cerca y tan lejos! ¡Tenemos que llegar! ¡Tenemos que llegar!

El pescador Juan Salaverría, patrón del
Virgen del Amparo
, una pequeña barca dedicada a la pesca de la anchoa, miró atónito la nave que se aproximaba. Según se iba acercando más, pensó que se trataba de los restos de algún naufragio. Los tres pescadores que faenaban con él miraban también con ojos estupefactos la nao que, casi quejumbrosamente, avanzaba hacia ellos.

—¡Dios mío! —exclamó Salaverría—. Recoged las redes. Vamos a acercarnos para ver de quién se trata.

Según se acercaban, pudieron observar la nave detenidamente. El palo del trinquete se había quebrado, al parecer, en alguna tempestad lejana, y un muñón dentado se asomaba hasta unos dos metros por encima de la cubierta. El palo mayor y el de mesana crujían lastimeramente sosteniendo a duras penas un velamen destrozado, hecho jirones. Sobre cubierta parecía reinar el mayor de los desórdenes sin que nadie hiciera nada por remediarlo.

Al poco tiempo pudieron observar que había gente abordo. Al primero que vieron fue a una figura, que más parecía un espectro, aferrada al pasamanos en el castillo de popa. Estaba inmóvil, como petrificado, sus ojos parecían clavados en el horizonte. Otro hombre se aferraba a un timón que no tenía fuerzas para manejar, y por ello el barco avanzaba dando bandazos. Seis o siete figuras se adivinaban tumbados en cubierta sobre el amasijo de cuerdas, trozos de velamen y jarcias destrozadas.

El
Virgen del Amparo
se acercó hasta pocas brazas de distancia. Ahora se podían ver ya los rostros de algunos de los hombres que les miraban con unos ojos sin vida, hundidos en unas cuencas profundas, amoratadas. Largas barbas descuidadas cubrían casi por completo rostros famélicos, macilentos. Sus labios se entreabrían dejando escapar una respiración jadeante, entrecortada.

—¡Dios mío! —exclamó uno de los pescadores señalando con un dedo la proa de la nao—. Es la
Victoria
, una de las cinco embarcaciones de Magallanes.

—Por todos los cielos. —murmuró Juan Salaverría—. Tienes razón. Vamos a subir a bordo.

El espectáculo que se ofreció a los ojos de los pescadores era dantesco.

Parecía como si una mano gigantesca hubiera estado sacudiendo el barco hasta conseguir que todo estuviera destrozado y en un revoltijo indescriptible. Pero lo más patético eran sus tripulantes, parecían seres salidos de la tumba para tripular un barco fantasma. Nadie les habló aunque les miraban con ojos perdidos, casi sin verlos.

Uno de los pescadores señaló un chorro de agua que bajaba por cubierta.

—¡Juan, mira! Alguien está bombeando agua.

El patrón del
Virgen del Amparo
se hizo rápidamente cargo de la situación.

—Este barco se está hundiendo. ¡Pedro, Andrés!, relevad a esos pobres diablos en la bomba de achique. ¡Antonio! Trae el botijo que tenemos abordo. ¡Estos hombres están medio muertos!

El agua fresca pareció reanimar un tanto a los marinos desfallecidos.

—Comida...

Esta parecía ser la única palabra que aquellos pobres diablos eran capaces de articular.

—¡Antonio! Pon a freír algo de pescado, ¡rápido!

Pronto, fuentes de pescado a medio freír eran izadas desde el pequeño pesquero hasta la destrozada borda de la
Victoria
. Las hogazas de pan y la garrafa de vino que habían llevado los pescadores para su comida desaparecieron como por arte de magia.

Poco a poco, los tripulantes de la
Victoria
fueron cobrando el habla. Juan Sebastián Elcano estaba preocupado por los suyos.

—¿Cómo están los hombres?

Juan Salaverría sonrió.

—Famélicos y hambrientos, pero parece que sobrevivirán.

—¿También los nativos?

—También ellos están bien. Tengo que reconocer —dijo el pescador mirando a su alrededor— que me muero por conocer vuestras peripecias, aunque puedo esperar a que os repongáis. Decidme solamente vuestro nombre y qué ha sido de Magallanes. Voy a mandar a dos de mis hombres por delante a Sanlúcar.

—Me llamo Juan Sebastián Elcano y soy el capitán de la
Victoria
. En cuanto a Magallanes, murió... ¿A qué distancia estamos de Sanlúcar de Barrameda?

—A unas veinticuatro horas en nuestra barca. Vuestra nave, tal como está, tardará el doble.

Dos horas más tarde, velado por la neblina, se perfilaba el macizo del Cabo San Vicente y poco a poco se fueron dibujando sus contornos con mayor precisión. Los ojos de los dieciocho expedicionarios estaban fijos en aquella tierra tan añorada. ¡Cuántas dificultades habían tenido que vencer para conseguir llegar hasta allí! ¡Tres años de navegación en los que habían dado la vuelta al mundo!

¡Habían recorrido más de catorce mil cuatrocientas leguas! ¡Habían descubierto un archipiélago rico en especias y habían hallado un paso que unía a dos mares!

Aferrados a la borda, ninguno de los marinos ocultaba unas lágrimas de emoción que caían sin rubor por sus curtidas mejillas. Un nudo de emoción les impedía hablar.

Era el 4 de septiembre de 1522. Sin embargo, todavía les quedaban por recorrer las últimas leguas, y no fue hasta la madrugada del día 6 cuando la larga cinta plateada del Guadalquivir se reflejó en la niebla matutina ante los ojos de los expedicionarios. Las pequeñas casas del pueblo pesquero se podían ya distinguir entre la bruma. Pequeños puntos, que pronto se convertirían en personas, se adivinaban corriendo por los muelles en medio de un alborozo increíble. A pesar de lo temprano del día, no había un solo habitante de la pequeña localidad gaditana que no hubiera salido a ver aquella inesperada arribada. Nadie se quería perder un momento histórico. Las campanas de la pequeña iglesia del pueblo lanzaron a todos los vientos, en un alegre repicar, la buena nueva de la llegada del barco perdido.

Por fin, a media mañana, Juan Sebastián Elcano dio la orden tanto tiempo esperada:

—¡Echad el ancla!

El destrozado casco del buque pareció dar un suspiro de alivio cuando dejó de cortar las aguas para mecerse suavemente en el pequeño muelle. El crujido de las gavias, de las vergas y de las entenas se convirtió en apenas un susurro imperceptible, como si la atormentada nave se acurrucara para quedarse adormilada después de haber realizado un titánico esfuerzo, una hazaña insuperable.

Los dieciocho expedicionarios no dejaban de contemplar incrédulos aquella tierra que ya habían desesperado de volver a ver. Todo les parecía tan maravilloso, que no podían dar crédito a sus ojos. Junto a ellos, los tres nativos miraban atónitos aquellas casas de ladrillo y piedra, y sobre todo los impresionantes muros de la iglesia, con su alto campanario y el bullicio de sus campanas que lanzaban al cielo azul su alegre repiquetear.

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