Una enorme ola cogió la pequeña embarcación como si fuera un palillo y la lanzó tierra adentro. Un sobrecogedor crujido anunció que las costillas del buque habían saltado en pedazos.
—¡A tierra! ¡Todo el mundo a tierra!
Se lanzaron las escalas por la proa, que era la parte que había quedado más alejada del mar, mientras las olas seguían azotando la embarcación sin misericordia.
Casi toda la dotación se había ya encaramado en las rocas, fuera del alcance del oleaje, cuando un grito se elevó por encima de la furia del mar embravecido.
—¿Quién ha sido ése? —indagó Serrao.
—Es el negro; vuestro esclavo. Se lo lleva la resaca.
Serrao quiso hacer algo por su esclavo malayo, pero era inútil, el pobre diablo había desaparecido ya de la vista en un remolino de burbujeantes aguas.
Los treinta tripulantes, a salvo ya de las aguas, aunque agotados y empapados, sólo podían contemplar cómo su barco era destrozado sistemáticamente por las olas. Lejos, muy lejos quedaba el puerto de San Julián, donde el resto de sus compañeros les aguardaban con impaciencia.
EL PASO
Según transcurrían los días, la impaciencia que embargaba al capitán general se mezclaba con la angustia de un temor que no quería ni mencionar: la pérdida de uno de sus barcos. Tenía que poner en juego toda la enorme fuerza de su voluntad para no exteriorizar lo que pasaba por su mente.
—¡Por todos los santos! ¡Mirad!
Los marineros que siguieron la mirada del que hablaba no podían dar crédito a sus ojos. Dos hombres se acercaban al campamento con paso vacilante.
Aunque todavía estaban lejos, se podía ver que estaban cubiertos de harapos, con los pies ensangrentados, los ojos hundidos en sus órbitas y no había una sola parte de sus cuerpos que no estuviera cubierta de heridas, rasguños y moratones.
—¡Dios bendito! ¡Parecen espectros!
—Pues no lo son —replicó otro—; si mucho no me equivoco, se trata de Luis Martínez y Bartolomé García, de la
Santiago
.
—Eso significa que han naufragado. Hay que avisar a Magallanes.
No fue necesario, el portugués había salido corriendo al oír los gritos.
—¡Dos parihuelas y ropa de abrigo, rápido!
Los dos hombres apenas podían hablar.
—¡Naufragio...! —balbuceó Martínez—. ¡Once... días... andando...!
—¿Qué ha sido de los demás? —preguntó Magallanes.
—¡Viven...!
El portugués vio que aquellos hombres no estaban en condiciones de contarle nada coherente, así que decidió esperar unas horas.
—Dadles algo caliente para tomar y dejadles descansar. Luego hablaré con ellos.
La confirmación de la pérdida de la
Santiago
suponía un duro revés para los planes de Magallanes. La pequeña nave era la más apropiada de las cinco para el tipo de exploración que debía llevar a cabo. Afortunadamente, la tripulación parecía haberse salvado, y eso, al menos, suponía un alivio.
Después de dejarles dormir varias horas seguidas, Magallanes despertó a los dos marineros.
—Contadme lo que pasó —preguntó impaciente.
Luis Martínez era el que más se había recuperado.
—Tuvimos un tiempo espantoso, señor —informó—. A una borrasca le sucedía otra. En dieciséis días sólo avanzamos unas sesenta millas. Por fin encontramos un refugio en la desembocadura de un río, que bautizamos el Santa Cruz.
»Cuando parecía que se había calmado la tempestad, salimos con tal mala fortuna que al poco tiempo nos cogió un viento del este que formaba olas enormes. Una de ellas golpeó la nave de través y rompió el timón. El capitán Serrao nos mandó largar la vela del trinquete y tirando de ella conseguimos dirigir la nave a una playa, donde embarrancamos. Nos salvamos todos menos el esclavo negro de Serrao, al que se llevó la resaca.
»La situación era crítica, pues nos encontrábamos en la playa sin armas y sólo con lo puesto, calados de agua. Pudimos salvar yesca y un pedernal, lo que nos permitió encender una gran hoguera, pero toda la carga y las provisiones del barco se perdieron.
»Alguien tenía que pedir ayuda, así que Bartolomé y yo nos ofrecimos voluntarios para venir hasta aquí. Tuvimos que cruzar en un madero la desembocadura del río Santa Cruz. Luego empezamos a caminar hacia el norte.
Al principio, pensábamos avanzar cercanos a la costa, donde podríamos encontrar moluscos comestibles, pero pronto se interpusieron grandes marismas intransitables y no nos quedó otro remedio que adentrarnos en tierra.
»En el interior nos tropezamos con cantidad de guanacos, avestruces, conejos y otros animales, pero no teníamos ni armas ni modo de cazarlos, así que tuvimos que resignarnos a verlos huir una y otra vez, mientras pasábamos un hambre atroz. Hemos estado once días comiendo raíces y hojas y durmiendo en un hoyo para guarecernos del viento helado.
»Ha sido un verdadero milagro que llegáramos. No nos quedaban fuerzas para seguir adelante. Tenemos los pies destrozados. Los últimos días hemos tenido que caminar descalzos, al deshacerse en las rocas el calzado que traíamos.
—Bien —dijo Magallanes poniéndose en pie—, descansad tranquilos, prepararemos una expedición de auxilio.
Juan Sebastián Elcano, Juan de Acurio y Andrés de San Martín habían contemplado la llegada de los dos náufragos al campamento mientras carenaban el
Trinidad
.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el de Guetaria—. ¡Pobres diablos!
—Por lo que veo, hemos perdido la
Santiago
—comentó San Martín.
—¿Habrán sobrevivido sólo esos dos? —masculló el contramaestre.
—Enseguida lo sabremos —dijo Elcano.
Cuando al día siguiente comenzaron los preparativos para llevar auxilios a los náufragos, corrió la noticia de que casi toda la tripulación de la
Santiago
estaba sana y salva.
—¿Cómo les llevarán auxilio, por mar o por tierra? —preguntó Juan de Acurio.
—Hay mala mar —comentó Elcano—. Apuesto a que mandan una expedición por tierra con víveres y armas.
—¡Cómo estará esa pobre gente! —exclamó el cosmógrafo.
—No peor que nosotros —gruñó Elcano—. Si han podido encender una hoguera donde calentarse, no les faltarán moluscos para, al menos, matar el hambre. Además, seguro que habrán podido salvar cosas del naufragio. Las barricas y objetos flotantes siempre terminan en la playa.
Efectivamente, Elcano tenía razón. Cuando la expedición de auxilio llegó a Santa Cruz, encontraron a los náufragos recuperando los restos de la nave. Las barricas de provisiones que habían podido salvarse se alineaban a un lado, mientras que montañas de mercancías se apilaban en otro. Todavía pasaron cuatro días recogiendo objetos del mar antes de que Serrao decidiera dar por terminado el salvamento e iniciaran la marcha de vuelta.
Cuando salvadores y salvados llegaron a San Julián, los cuarenta condenados por el motín habían terminado de carenar las naves y se hallaban construyendo una gran cruz en lo alto de la colina, por orden de Magallanes, para que sirviera de guía a futuras expediciones. Dos enormes troncos estaban siendo arrastrados colina arriba por varias largas cuerdas para tal efecto. Uno de los condenados, el marinero vasco Joanes de Irún, dirigió la mirada a los recién llegados.
—¡Ya estamos otra vez todos reunidos! —masculló, jadeando por el esfuerzo.
—A ver si con un poco suerte salimos ahora de este agujero —exclamó Juan Sebastián Elcano, dirigiendo la mirada al más cercano de los patíbulos, donde todavía colgaba parte del esqueleto descarnado de los que fueron Gaspar de Quesada y Luis de Mendoza.
Andrés de San Martín estaba tirando de una de las cuerdas a su lado.
—No veo la relación. Pero me imagino que alguna vez tendremos que irnos de aquí.
—Bueno —dijo Elcano secándose el sudor de la frente con la manga—, me imagino que lo que Serrao le va a decir ahora es que en la bahía ésa ha quedado reunido y apilado en la playa todo lo que hayan podido salvar de la
Santiago
. Es de suponer que querrán ir a recogerlo cuanto antes.
—¿Y crees que Magallanes aprovechará para zarpar rumbo sur?
—Dejo de llamarme Elcano si no lo hace.
San Martín se preparó para tirar de la cuerda en el último esfuerzo combinado para subir el tronco a la cima.
—Pues me gustaría tomar la longitud y latitud de este sitio antes de partir.
—Supongo que Magallanes ya lo habrá hecho —dijo Elcano agarrando la cuerda.
—Sí, pero yo quiero tomar la longitud siguiendo el método de Ruy Faleiro, que parece que es mucho más exacto.
—¿Por qué no se lo propones a Magallanes?
—Creo que lo haré —dijo San Martín tirando de la cuerda con todas sus fuerzas.
Elcano había adivinado lo que Serrao le propuso a Magallanes.
—Conseguimos rescatar una gran parte de la mercancía que llevaba el barco y casi la mitad de las provisiones, además de infinidad de herramientas e instrumentos de navegación: astrolabio, cuadrante solar, etcétera. También recuperamos varias velas y muchos metros de cuerda. Queda por sacar la artillería de los restos del naufragio.
—¿Y cómo es la desembocadura del río de Santa Cruz? —preguntó el capitán general.
—Amplia y segura —respondió Serrao—. Tiene varias playas arenosas y abundantes focas y aves marinas.
Magallanes se mesó la espesa barba, un tanto descuidada últimamente; era una buena oportunidad para dar por terminada la estancia en tan tétrico lugar y empezar una nueva singladura en dirección sur, siempre hacia el sur.
—Muy bien —dijo al fin—. Daré la orden de partir en cuanto esté todo listo.
La nueva corrió como un reguero de pólvora por todo el campamento.
Magallanes dio, por fin, la tan largamente esperada orden de liberar a los prisioneros de sus cadenas. Los vascos que no habían tomado parte activa en el levantamiento acudieron en tromba a abrazar a Juan Sebastián Elcano, Joanes de Irún, Juan de Acurio y Andrés de San Martín.
—
Eskerrik asko
—dijo Elcano emocionado—. En cuanto podamos, tenemos que celebrar esto con chacolí de Guetaria.
—Hecho —exclamó el calafate, Antonio Basazábal, de Bermeo—. Pero, mientras tanto, brindaremos esta noche con la ración de vino que todavía nos toca.
—Un buen trago de vino no me vendrá mal después de cuatro meses de abstemia —gruñó Juan de Acurio.
—Pues aprovecha, que poco queda; de todas formas, está tan agriado y aguado que podría pasar por meada de caballo —rió Lorenzo de Iruña.
Lo primero que hizo Juan Sebastián Elcano cuando se vio libre de la pesada cadena fue visitar al malogrado Juan de Elgorriaga. Apenas había tenido noticias de él mientras el despiadado Álvaro de Mesquita les había tenido casi incomunicados del resto de sus compañeros.
Le encontró en la
San Antonio
bajo los cuidados del viejo cirujano Hernando de Bustamante.
—Me alegro de verte, Juan Sebastián —exclamó el emeritense saliendo a la puerta a saludarlo—. Había oído que os habían soltado por fin.
—Por fin lo han hecho —asintió el guipuzcoano, dando una palmada afectuosa en el hombro del cirujano—. ¿Cómo está Elgorriaga?
El viejo movió la cabeza negativamente.
—Mal. No se recupera de la pérdida de sangre y varias de las heridas están supurando.
—¿Está consciente?
—Sí, pero apenas tiene fuerzas para hablar. No durará mucho, me temo.
Elcano movió la cabeza tristemente y se adentró en el pequeño habitáculo. En una litera, cubierto con varias mantas hechas con piel de foca, yacía el irunés, respirando agitadamente.
—¡Hola, Juan!, ¿cómo estás?
—¡Juan Sebastián...! —le saludó el herido moviendo débilmente la cabeza y fijando unos ojos vidriosos en el recién llegado. El de Guetaria se sentó a su lado.
—No te esfuerces en hablar. Yo lo haré por ti.
Elgorriaga negó con la mirada.
—Me queda poco tiempo... Siento no poder llegar a las Molucas...
—Llegarás, Juan, llegarás.
El irunés hizo una pequeña mueca que quería ser una sonrisa.
—Tú sí llegarás... y volverás rico... Cuando vayas a Guetaria, acércate por Irún..., es un pequeño poblado cerca de Fuenterrabía... Mi madre vive junto al río Bidasoa..., al lado de la iglesia del Juncal...
Elcano cogió una de las manos del herido entre las suyas.
—Te prometo que iré a verla. Le contaré lo valiente que fue su hijo.
Elgorriaga se llevó una mano temblorosa al pecho y cogió entre los dedos una pequeña cruz.
—Cógela cuando yo... Llévasela a mi madre... Ella me la dio cuando yo era pequeño...
—Lo haré, te lo prometo.
Antes de la partida, Elgorriaga fue enterrado junto al marinero que había muerto por la flecha envenenada de los patagones.
La marcha de las naves fue una mezcla de alivio y congoja; alivio por perder de vista los patíbulos con sus restos macabros y decir adiós a un lugar con tan siniestros recuerdos, congoja por tener que dejar abandonados a su suerte a dos miembros de la expedición: al Grande de España Juan de Cartagena, y al sacerdote Pedro Sánchez de la Reina. Los dos hombres, que todo este tiempo habían permanecido aislados en una de las naves, fueron llevados a tierra en el esquife, y junto con ellos quedaron provisiones para un mes, herramientas y armas con abundante pólvora para cazar. No hubo despedidas. Los tripulantes de las cuatro naves, de pie en cubierta, contemplaron en silencio las dos figuras que, inmóviles en las inmediaciones de las barracas, parecían estatuas de piedra. Por su parte, los dos condenados contemplaron con angustia lo que en su mente habían visto repetirse una y otra vez durante los últimos meses: la marcha de las cuatro naves. Hasta el último momento, ambos habían mantenido la esperanza de que Magallanes daría marcha atrás en su decisión de abandonarlos. Cuando vieron que lo inevitable estaba ya sucediendo, no fueron capaces de reaccionar. Durante mucho tiempo, incluso cuando ya los barcos habían salido de la bahía y ya no se divisaban los altos mástiles de las naves, los dos hombres se quedaron petrificados, sin atreverse a dar un paso.
—Entremos en la barraca —dijo por fin el sacerdote, tratando de deshacer el nudo que se le había formado en la garganta—. Cuando nos llegue la hora, moriremos; pero hasta entonces, mantengámonos al lado del fuego.
Cartagena no contestó, pero en silencio siguió a su compañero de infortunio al interior de la mayor de las barracas. En el hogar todavía crepitaba un gran tronco y el ambiente era agradable.