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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (18 page)

BOOK: Los navegantes
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—Estoy seguro de que por algunas cabezas empieza a cruzar la palabra
traición
. En algunos bulle la idea de falsedad y engaño: falso que exista un paso que comunique los dos mares; y engaño al rey de Castilla y a ellos mismos.

Magallanes miró alrededor de la mesa acariciándose la barba cuidadosamente recortada.

—¿Y qué piensan vuestras mercedes?

El cura se movió inquieto en su asiento.

—Quizá no sería mala idea volver a un clima más benigno para pasar el invierno.

Los otros dos asintieron. Gómes habló por los dos.

—La bahía de Solís podría ser un sitio muy adecuado.

—Eso nos haría perder un tiempo precioso —respondió con calma Magallanes—Pero sí es cierto que debemos encontrar un sitio donde resguardarnos.

En su fuero interno, Magallanes sabía que tenían razón, pero no estaba dispuesto a volver hacia atrás. Seguirían hacia el sur. No obstante, empezaba a dudar. Su loco empeño podía conducirlos a una gravísima situación. Otra tempestad como la que habían soportado hacía unos días podía destruir la armada por completo.

Por lo que, cuando el vigía anunció una brecha en la costa, ordenó enfilar hacia ella resueltamente, tomando rizos a las velas para avanzar con la máxima cautela. Grandes albatros, con las alas desplegadas les sobrevolaban llenos de curiosidad. Él mismo tomó el timón al entrar en un estrecho canal bordeado de arrecifes. En proa y popa se sondeaba sin descanso voceando los resultados; en las cofas los vigías gritaban lo que atisbaban. En cuanto las naves entraron en una angosta caleta donde se arremolinaban las corrientes de la marea, cambió el viento y el mar se calmó. Al sur se abría otro paso que llevaba a otra no muy ancha bahía.

A su alrededor, la tierra se veía cubierta de hielo. Por fin, después de navegar tres millas, Magallanes ordenó fondear.

—Invernaremos aquí —indicó a su maestre y piloto, que se hallaban a su lado—. ¿Qué día es hoy?

—31 de marzo, San Julián —respondió Juan Bautista de Punzorol.

—Pues bien —dijo el navegante contemplando sin ninguna emoción las desoladas tierras a su alrededor—. Llamaremos a este paraje el puerto de San Julián.

La decisión del comandante se propagó como un reguero de pólvora. Los tripulantes empezaron a mostrar inquietantemente su descontento ante tal determinación tomada sin consulta ni consentimiento de nadie. ¡Invernar en una bahía, helada, inhóspita, sin vegetación, en una latitud de 49 grados 30 minutos Sur! Si aquello no era una locura, se le parecía bastante.

Al día siguiente, Domingo de Ramos, Magallanes decidió hablar a la dotación, y después de que el sacerdote Valderrama oficiara la Santa Misa abordo de la
Trinidad
, se encaramó en el castillo de proa y apoyándose en la baranda, paseó la mirada por la dotación completa de las cinco naves.

—Debo felicitaros por la fortaleza de que habéis dado muestra en unas condiciones tan adversas —dijo en un tono de voz que trataba de ser conciliador a la vez que infundía confianza en sus palabras—. Estos últimos tiempos han sido muy duros, durísimos, pero todos sabemos que la gloria de nuevos descubrimientos nunca llega por el camino más fácil.

»El paso que nos permitirá alcanzar las Molucas está cerca. Sin embargo, no podemos seguir navegando con un frío tan intenso, así que he decidido, como ya todos sabéis, que invernaremos aquí, en esta bahía de San Julián. Sé que a algunos no os gustará mi decisión y que la criticaréis, pero yo os aseguro que, cuando encontremos el paso, todos los sufrimientos que ahora estamos padeciendo se darán por bien empleados.

»Construiremos barracas en la costa para disponer de almacenes protegidos contra la humedad y se confeccionarán ropas de abrigo con plumas de aves y pieles de foca. Habrá que carenar los barcos. De momento, tendremos que restringir las raciones diarias de pan y vino, pero pronto dispondremos de caza y pesca, que abunda en estos parajes. Estoy seguro de que todos querréis demostrar al rey de Portugal que no sois inferiores en nada, ni cedéis en bríos a sus vasallos.

Si bien la alocución no consiguió apaciguar completamente los ánimos, y más aún cuando se anunciaba una reducción de las raciones de vino, al menos produjo una momentánea calma, que, aunque no era muy de fiar, permitía al capitán general una libertad de acción para enfrentarse con los oficiales.

Magallanes, siempre audaz y decidido, convocó esa misma tarde una reunión con los capitanes Mendoza, Quesada, Serrao y Mesquita, además de los maestres y pilotos. A Cartagena y Coca, por hallarse degradados, les representó Jerónimo Guerra.

—Es una locura —exclamó Mendoza justo empezar la reunión— venir a invernar aun lugar tan inhóspito y frío como éste. Y si, como sospecho, tenéis intención de zarpar en cuanto mejore un poco el tiempo, nos veremos otra vez navegando rumbo al sur rodeados de hielos y combatiendo terribles temporales.

Esta es una prueba inhumana a la que no se puede someter a unos hombres ya fatigadísimos.

Quesada, igualmente airado, fue el siguiente en tomar la palabra.

—Estoy de acuerdo con Mendoza —dijo—. Hemos llegado hasta un punto donde ningún hombre ha estado. Volvamos atrás y dejemos que otra expedición mejor preparada venga directamente a este sitio para buscar el paso en verano.

Elcano habló a continuación. Su tono tenía menos acritud que el de los dos capitanes.

—Como dice el capitán Quesada, hemos llegado a una latitud que jamás hombre alguno civilizado ha pisado. También es cierto que tenemos una misión que cumplir. En mi opinión, lo mejor sería volver a invernar a la bahía de Solís, en unas condiciones mucho más soportables que éstas.

Gómes y Carballo también expresaron sus opiniones en términos parecidos. Magallanes escuchó impávido, sin interrumpir a sus oficiales, y cuando todos hubieron terminado, habló él:

—Me extraña oír semejantes comentarios de mis oficiales. No esperaba que os arredrarais tan fácilmente por un poco de frío y de hambre. Bien sabéis que los escandinavos, en pleno invierno, entre tempestades, nieves y hielos, navegan hasta los 65 grados de latitud Norte.

El comentario era tan simplista como indigno de la perspicacia de un navegante experimentado, y encontró una airada réplica en Mendoza:

—Los escandinavos son gente habituada a estos climas. Sus cuerpos están preparados para el frío, y, además, sus viajes no se prolongan más allá de unas cuantas millas de sus costas.

Magallanes sintió una rabia sorda al verse rebatido tan fácilmente y perdió un tanto su serenidad:

—Si los escandinavos están habituados al frío, también nosotros nos habituaremos.

—Hacen falta muchísimos años, incluso generaciones, antes de que el cuerpo se habitúe aun clima extremo.

—Pues nosotros lo haremos. No vamos a volvernos atrás ahora que estamos tan cerca de la meta.

—Nunca hemos estado cerca de ninguna meta —terció agriamente Quesada—. Esa meta nunca ha existido, no hay tal paso, está solamente en vuestra imaginación.

Magallanes se puso lívido.

—¡El paso existe!

—Si existe lo encontraremos —dijo Mendoza controlando el tono de su voz— pero hagámoslo en primavera. Lo mejor que podemos hacer ahora es lo que ha propuesto Elcano. Aprovechemos los vientos dominantes del sur para un regreso al río Solís. Eso no tiene por qué despertar ningún recelo de los portugueses.

Todos los asistentes aprobaron la sugerencia, excepto Serrao y Mesquita.

Sin embargo, el amor propio y el orgullo del lusitano hicieron que se revolviera contra el parecer general, cerrando los oídos a todo cuanto supusiera la más mínima contradicción a sus deseos. Él era la autoridad suprema y todos debían doblegarse a ella, la encontraran razonable o no. Pasarían el invierno en aquel puerto de San Julián, y en primavera, o cuando fuera conveniente, zarparían hasta alcanzar los 75 grados si fuera preciso.

—Señores —dijo con una voz que no admitía discusiones—, invernaremos aquí. Dad las órdenes necesarias para que la dotación salte a tierra para construir las barracas.

Con ello terminó la reunión, y cada uno volvió a su nave con los pensamientos más sombríos y la indignación más exaltada que al dar comienzo aquélla.

Pocos días después, buscando sin duda una reconciliación, Magallanes invitó a todos los capitanes a una comida en la nave capitana después de la misa del Domingo de Pascua. Al santo sacrificio sólo asistió Luis de Mendoza, que, una vez concluido, manifestó tener muchas ocupaciones y volvió a su nave.

Quesada y Coca ni siquiera se tomaron la molestia de dar una disculpa. Y la comida, que Magallanes imaginó iba a ser de aproximación y concordia, se convirtió en desmañado condumio en el cual dos hombres, el capitán general y Mesquita, masticaban en silencio, sin enterarse de lo que comían, concentrados solamente en la negrura de sus pensamientos.

Mientras tanto, en la
Concepción
el ambiente también estaba cargado, aunque los comensales se mostraban mucho más locuaces.

—Quizá no debierais haberos negado a la invitación del capitán —comentó Elcano, tomando un pequeño sorbo de la ración de vino que le correspondía.

Gaspar de Quesada tragó con dificultad la dura carne de foca que había estado masticando.

—Ese hombre está loco —dijo airado—. Nos va a llevar a la muerte a todos.

Hay que hacer algo.

El cirujano Hernando de Bustamante movió la cabeza dubitativamente.

—No sé, no sé lo que va a pasar, pero un enfrentamiento en estas condiciones, en una misión tan complicada y extraña, no puede ser beneficioso para nadie.

El piloto Joan López Carballo estuvo de acuerdo.

—Me parece que lo vamos a pagar todos.

—Por otro lado —terció Elcano—, los capitanes de una empresa como ésta no solamente tienen el derecho, sino la obligación de pedir cuentas al capitán general de sus propósitos, porque en ello les va no sólo su propia vida, sino la vida de todos los hombres que el rey ha puesto a su servicio.

—Es verdad —intervino Hernando de Bustamante—. Al designar expresamente el rey Carlos como inspectores de su flota, en los cargos de veedor, tesorero y contador, a Cartagena, Mendoza y Antonio Coca, les impone la responsabilidad de velar por la hacienda de la Corona, representada en las cinco naves, y defender los bienes, en el caso de que se vieran en peligro.

—Y en peligro están ahora —dijo Quesada—. Han transcurrido muchos meses y ni hemos llegado a las Molucas ni hemos encontrado el paso prometido.

No veo nada de ilegal, pues, que, ante la evidente locura de Magallanes, exijamos que levante al menos una parte de su gran «secreto» y ponga sus cartas boca arriba. Creo que lo que exigimos es lo más natural del mundo: Magallanes tiene que sentarse con nosotros y dilucidar el futuro de la flota, que tome consejo y dé la derrota adonde haya que ir...

—En efecto —afirmó Elcano—. La actitud de Magallanes es impropia. Los capitanes tienen el derecho de saber adónde vamos en todo momento...

CAPÍTULO X

LA REVUELTA

No serían más de las cuatro de la tarde, pero el manto de una semioscuridad empezaba a caer ya sobre los navíos. Un viento implacable, frío, azotaba los desnudos mástiles, silbando al pasar entre jarcias, entenas y estayes.

Juan Sebastián Elcano subió ágilmente por la escala de cuerda de la
San Antonio
. No había nadie de guardia. Con paso firme se dirigió al camarote de su paisano Elgorriaga, y el irunés le abrió la puerta.


Aratsalde on
, Juan Sebastián, ¿qué te trae por aquí?

Elcano entró en el pequeño camarote del maestre, situado junto al del capitán pero mucho más pequeño. Un camastro colgando del techo y una mesa con una silla ocupaban casi la totalidad del espacio y por las paredes colgaban ropas mojadas que nunca terminaban de secarse.

—Quería charlar contigo, Juan.

—Encantado. Lo único que siento es no poder ofrecerte una buena jarra de vino, pero ya sabes...

Elcano esbozó una triste sonrisa.

—No te preocupes, en realidad, mi visita no tiene mucho de social.

—¿Ah, no? —Elgorriaga frunció ligeramente las cejas, mientras sus ojos se oscurecían—. ¿De qué se trata, entonces?

El de Guetaria no perdió el tiempo andándose por las ramas:

—Ya sabes cómo están las cosas —dijo sentándose en la silla, mientras su paisano lo hacía en el camastro.

—Sí, un poco alborotadas —convino Elgorriaga.

—Bastante alborotadas —recalcó Elcano—. La mayoría de los capitanes, maestres y pilotos de la armada quieren hacer un requerimiento al señor capitán general para que les dé la derrota que han de llevar y por dónde han de ir.

El irunés hizo un gesto con la cabeza indicando que no estaba de acuerdo.

—Sé lo que piensa todo el mundo, pero todos juramos obedecer al capitán general, y yo estoy dispuesto a acatar sus órdenes vaya donde vaya.

—También Magallanes juró obedecer las instrucciones del rey y no lo está haciendo.

—Nos ha traído adonde él cree que está el paso.

Elcano insistió.

—Se supone que tiene que consultar con los demás oficiales y darles un derrotero. Eso no lo ha hecho en ningún momento.

—Nos lo dio en las Islas Canarias.

—Sí, y acto seguido cambió el rumbo sin dar explicaciones.

—Sus motivos tendría.

—Indudablemente, pero hasta hoy no sabemos cuáles fueron.

—Magallanes no es de los que dan explicaciones.

—Ése es el problema —reconoció Elcano—. Le han puesto al frente de una expedición española, siendo portugués. Lo menos que puede hacer es dar el derrotero a los capitanes españoles.

—Quizá no tenga una derrota que dar —murmuró Elgorriaga.

—Ahí puedes tener razón. Podría estar tan perdido como el último grumete de la escuadra y no lo quiere reconocer. Preferirá morir antes de volver avergonzado por no haber encontrado el paso.

—Lo encontraremos —dijo Elgorriaga convencido.

—¿Aunque no exista?

—Existe.

—¿Cómo lo sabes?

Elgorriaga se encogió de hombros.

—Tiene que haber un paso entre los dos océanos. Si no lo hubiera, volveríamos por donde hemos venido.

—Quizá para entonces no haya quien pueda volver.

El irunés habló lentamente como meditando sus palabras.

—Te agradezco que hayas venido, pero si lo que quieres es que apruebe una posible sedición estás perdiendo el tiempo.

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