Mi querido suegro:
Os agradezco el aviso. Yo soy servidor del emperador y a este servicio consagraré mi vida. No obstante, procuraré ganarme la voluntad de todos y haré todo lo posible para evitar disidencias.
Lacró el escrito y se lo entregó al capitán de la carabela.
—Entregádselo a mi suegro, os lo ruego. Os estoy muy agradecido por vuestra presteza.
Apenas había salido el emisario, cuando se presentó Luis de Mendoza, capitán de la
Victoria
.
—Con todo respeto, señor. Los capitanes de la flota solicitan una reunión.
—¿Una reunión, señor Mendoza?
—Sí, señor. Quisiéramos conocer la derrota.
—¡La derrota! Bueno, señor Mendoza. Tendré mucho gusto en recibirlos después de comer.
Juan de Cartagena era un hombre alto, de porte altivo, que vestía rico jubón de terciopelo. Un ancho bigote, terminado en punta, daba a un rostro poco acostumbrado al aire del mar un aspecto serio y distinguido. Sin duda, en la corte debía de haber sido muy altamente considerado por las damas. No obstante haber permanecido en el anonimato durante las preparaciones del viaje, tenía muy presente que el mismo rey le había nombrado almirante adjunto de la flota, además de capitán de la
San Antonio
. Eso equivalía a ser igual a Magallanes en cuanto a rango. Y, por supuesto, se consideraba con todo el derecho del mundo a tomar parte en las decisiones del portugués.
Le acompañaban Gaspar de Quesada, capitán de la nao
Concepción
; Luis de Mendoza, capitán de la
Victoria
además de tesorero de la Armada, y Juan Serrano, capitán de la
Santiago
.
Los cuatro hombres cruzaron decididos la pasarela que unía la
Trinidad
con el muelle, mientras a su alrededor los marineros se afanaban embarcando cestos de verdura y frutas.
Magallanes les recibió con fría cortesía.
—Señores, tomad asiento, os lo ruego. —Se dirigió luego a su criado—: Cristóbal, saca unas copas de vino dulce, por favor.
Mientras el criado servía el vino de jerez, hubo un silencio incómodo.
—Bien, señores —empezó Magallanes levantando su copa—, brindemos por su majestad y por el éxito de esta expedición.
Todos levantaron sus copas y bebieron en silencio.
—Mañana dará comienzo el verdadero viaje. Queremos saber el derrotero
—anunció Juan de Cartagena—. ¿Hacia dónde nos dirigimos?
—A la hora de salir marcaré el rumbo a seguir. Lo único que debéis hacer es seguir mi estela —replicó secamente el capitán general.
Juan de Cartagena negó con la cabeza con un movimiento no exento de altanería.
—No es suficiente. Queremos saber la derrota. ¿Qué parte de la nueva tierra queréis tocar? Creo que deberíamos entrar en contacto con los portugueses que viven en las colonias del nuevo mundo.
Los ojos de Magallanes se contrajeron con desconfianza al oír mencionar la tierra de los portugueses. Por su cabeza rondaba, desde la visita del embajador portugués, la certeza de una traición por parte de Cartagena; ahora estaba seguro.
Las palabras del adjunto español le traicionaban. Fonseca había hecho un pacto con el embajador portugués, y en cuanto tocaran tierra portuguesa, le apresarían a él ya los demás portugueses y los llevarían a Lisboa para ser juzgados por traición. Después, la expedición seguiría bajo mando enteramente español.
Disimulando sus pensamientos dijo:
—Lo sabréis cuando lleguemos.
Los cuatro capitanes cambiaron miradas inquietas.
—Perdonad, señor capitán general —terció diplomáticamente Luis de Mendoza—. Creo que lo que el señor Juan de Cartagena quiere deciros es que sería muy conveniente para todos conocer un derrotero y lugar al que dirigirse en caso de tempestad.
Magallanes trató de leer en los ojos de sus interlocutores cuáles eran sus intenciones y cuánto tendría que ceder para no precipitar los acontecimientos.
Acaso en vez de entregarle a los portugueses tenían un plan para matarlo, como le había prevenido el padre de Beatriz; si así era, ¿cuándo lo pondrían en práctica?
Si les daba la derrota, ¿qué garantía tenía de que no se sublevarían en cualquier momento? Trató de retener el único as que tenía en la manga.
—Sólo yo conozco dónde está el paso. Seguid mis instrucciones y daremos con él.
—Habéis hablado mucho sobre ese paso, dibujado en un mapa en la Casa da Indias de Lisboa —dijo Juan de Cartagena secamente—. Si es así, ¿por qué no han ido los portugueses a buscarlo?
Las miradas de los dos jefes se cruzaron como dos fríos aceros toledanos.
—El rey de Portugal lleva más de un año tratando de convencerme para que vaya yo al frente de una expedición para encontrar ese paso.
—Si vos lo decís...
—Lo digo. Y hace falta ser necio y ciego para no ver quién es el que ha puesto tantas dificultades para que esta empresa no se lleve a cabo.
Juan de Cartagena se puso lívido.
—Si insinuáis...
Magallanes le miró despectivamente.
—No insinúo nada. Sólo hay una persona interesada en que esta expedición no se lleve a cabo, y esta persona es el rey de Portugal. Yo juré lealtad a la Corona de Castilla y os puedo asegurar que le seré fiel hasta la muerte. Y nadie, absolutamente nadie, me impedirá llevar a cabo mi misión.
Hubo unos segundos de silencio, después del cual Luis de Mendoza volvió a tomar la palabra, conciliador pero enérgico:
—Nadie pone en duda vuestra lealtad a la Corona, capitán. No obstante, por esa misma razón debéis seguir las instrucciones que su majestad os dio. Tengo entendido que en ellas se os ordena consultar con los demás oficiales las cosas tocantes a este viaje y proporcionarnos una derrota.
Magallanes se arrellanó en su asiento y miró a sus cuatro capitanes pensativamente. Era evidente que estos hombres no saldrían de su camarote sin lo que querían.
—Bien —dijo por fin tratando de ocultar el profundo resquemor que le carcomía por dentro—, tendréis vuestra derrota. Os la proporcionaré por cuadruplicado antes de la partida, junto con instrucciones para los pilotos.
Maestre Pedro era un hombre misterioso. Pocos de sus conciudadanos conocían su pasado. Había llegado a las islas hacía cuatro o cinco años huyendo de su patria, Portugal. Y poco más se sabía de él. Magallanes consiguió encontrar su casa en un paraje solitario y llamó a la puerta con los nudillos. Un hombre de unos cincuenta años, fornido, rechoncho, con la cara curtida por los vientos del mar, le abrió la puerta.
—¿Qué deseáis? —El tono de voz era seco, de pocos amigos, propio de una persona que vivía sola en tales páramos.
—Me llamo Fernando de Magallanes —se presentó el capitán general—.
Supongo que habréis oído hablar de mí. Quisiera charlar con vos.
En los ojos del hombre se reflejó la desconfianza.
—No tengo nada que os pueda interesar.
Magallanes indicó el interior de la casa.
—¿Me permitís entrar?
El hombre se hizo a un lado y señaló un taburete.
El navegante tomó asiento mientras su anfitrión lo hacía en el borde de una cama sobre la que había tiradas un par de mantas de un color indescriptible.
El resto de la choza, observó Magallanes, estaba tan sucio y desordenado como la cama. El hombre le observó en silencio mientras el capitán paseaba su mirada por el andrajoso habitáculo.
—Creo que sabéis a qué vengo —dijo Magallanes cuando terminó su inspección.
—No tengo nada para vos —insistió el hombre.
—Fuisteis un famoso piloto de la Armada portuguesa hasta hace unos pocos años, en que desaparecisteis.
El hombre se encogió de hombros.
—¿Y qué?
—Pues que al mismo tiempo que vos, desapareció un globo terráqueo de cuero en el cual se especificaba la situación del paso que estoy buscando.
—No sé nada de lo que estáis diciendo. Si alguien robó ese globo, no fui yo.
Magallanes no se inmutó. El nerviosismo del hombre lo delataba.
—También se rumorea que navegasteis por los mares del sur y que encontrasteis el paso.
—No sé de qué paso me habláis. Nunca he navegado por esas latitudes.
El navegante miró a los ojos de aquel hombre inquieto.
—Os propongo que vengáis conmigo en esta expedición. Si llegamos a las Molucas seréis rico.
Maestre Pedro se encogió de hombros.
—No necesito riquezas. Soy feliz en estas islas.
—Pensadlo. Zarpamos dentro de dos días —dijo Magallanes dirigiéndose hacia la puerta—. No se repetirá una ocasión como ésta.
Magallanes no esperó los dos días para que Maestre Pedro se decidiera. A la mañana temprano mandó llamar al alguacil Gómez de Espinosa.
—Coged un grupo de hombres —ordenó—, y dirigíos a este lugar.
—Dibujó un mapa señalando la localización de la cabaña de Maestre Pedro—.
Traedme a ese hombre por las buenas o por las malas. Viene con nosotros.
Registrad la cabaña. Quizá encontréis un globo de cuero. Traédmelo.
Varias horas más tarde, el piloto portugués era llevado por fuerza a la
Santiago
, donde quedó encerrado a la espera de que los barcos se hicieran a la mar. No se encontró ningún globo en su pequeña y mísera choza.
Además del piloto portugués, que ingresó en contra de su voluntad en las fuerzas expedicionarias, Magallanes consiguió aumentar su dotación hasta un total de doscientos sesenta y cinco hombres con voluntarios canarios.
El día 29, Magallanes tuvo una razón más para inquietarse. El capitán de un barco de pesca que llegaba de las aguas norteafricanas dijo haber visto una gran armada portuguesa navegando hacia el sur. No era difícil adivinar que se dirigían a impedirles el paso.
El padre dominico Pedro de Valderrama y el padre Pedro Sánchez de la Reina sólo tenían dos cosas en común: ambos estaban consagrados al ministerio de Dios y ambos se llamaban Pedro. Por todo lo demás, eran tan antagónicos como el agua y el fuego, la luz y la oscuridad. El joven Pedro de Valderrama, capellán de Magallanes, procedía de una familia aristócrata de Écija y había sido educado de una forma severísima, primero por su familia, de profundo arraigo católico, y luego en la orden dominicana. Veía muy claro dónde estaba la línea divisoria entre el bien y el mal. No había términos medios; o se estaba con Jesucristo o contra él. El demonio debía ser aplastado, dominado por medio de la negación de cualquier placer mundano, incluyendo la comida y la bebida. El padre Pedro Sánchez de la Reina, por el contrario, era hombre maduro, de sonrisa fácil y de indulgencia más fácil todavía. Su temperamento era abierto y dicharachero, gran bebedor, y amigo de contar historietas que a veces rayaban en lo obsceno.
Teniendo ambos tan dispares caracteres no era de extrañar que hubieran chocado ya desde los comienzos de la expedición. El joven dominico aprovechó un momento que Magallanes estaba solo para prevenirle:
—Debéis cuidaros del padre Sánchez —dijo cuitadamente.
—¿Del padre Sánchez? —preguntó sorprendido el navegante.
Pedro de Valderrama asintió.
—Está fomentando la sedición entre la tripulación.
—¿Estáis seguro?
El dominico volvió a asentir.
—No tenéis más que fijaros. Continuamente está reunido con los tripulantes, les cuenta historias y chistes obscenos para ganar su confianza, pero en realidad está haciendo que tomen partido en favor de Cartagena.
Magallanes frunció el ceño.
—Gracias, padre —murmuró—. Lo tendré muy en cuenta.
Juan Sebastián Elcano vio alejarse lentamente la verde montaña del Teide.
Contrariamente a lo que había pasado en Sevilla y Sanlúcar de Barrameda, nadie acudió a despedirlos. Con la primera marea, antes del amanecer, los barcos izaron sus velas rumbo al sudoeste.
—Arriba todo el trapo —indicó a su contramaestre, Juan de Acurio—.
Trinquetes y mesana.
El contramaestre rugió sus órdenes e inmediatamente media docena de marinos treparon por las jarcias hábilmente para soltar el velamen pedido. El barco fue ganando velocidad, al igual que los demás buques de la flota. Siguiendo las instrucciones recibidas, se colocó detrás de la estela de la
San Antonio
y la
Trinidad
. A continuación les seguían la
Santiago
y la
Victoria
, que cerraba la marcha.
El de Guernica observó cómo el piloto portugués Joan Lopes de Carballo, se aseguraba de que el rumbo era el correcto dando instrucciones al marinero que sostenía la caña.
—Un cuarto a estribor. Mantén la popa de la
San Antonio
en línea con nuestro mascarón de proa.
En popa, el capitán de la nave observaba todas las maniobras, en silencio.
Gaspar de Quesada, hombre de noble cuna, había tomado parte en numerosos combates en el norte de África e Italia. Al lado del Gran Capitán había combatido en la conquista de Nápoles y había sido herido varias veces en batalla. No estaba casado, y de su herencia sólo le quedaba el nombre. Como otros muchos, tenía puesta su esperanza de hacer fortuna en una expedición como la que acababan de iniciar.
Al día siguiente, al mediodía, el buque almirante cambió repentinamente el rumbo, haciendo señas de que le siguieran los demás.
Gaspar de Quesada se dirigió al piloto.
—Señor de Carballo, ¿en qué latitud estamos?
El piloto portugués no dudó un momento antes de contestar.
—27 grados latitud Norte, señor.
—Eso me figuraba— asintió el capitán—. Sin embargo, según las instrucciones de Magallanes, no deberíamos cambiar de rumbo hasta alcanzar los 24 grados.
Elcano subió al puente.
—Parece que Juan de Cartagena también se hace la misma pregunta
—comentó señalando la
San Antonio
—. Intentan ponerse al costado de la
Trinidad
.
Efectivamente, a pesar de la distancia, se podía ver cómo Juan de Cartagena preguntaba al piloto mayor qué rumbo debía seguirse.
Esteban Gómes se acercó a la borda y gritó:
—Sur cuarto a sudoeste.
Cartagena no hizo nada por disimular su enojo.
—Decidle a vuestro capitán que, según las instrucciones escritas, no hemos alcanzado todavía la altura a la que han de realizarse los cambios. Además, dada nuestra igualdad de atribuciones, tenemos derecho a ser consultados en cualquier cambio que haya lugar. No se puede hacer ninguna alteración sin el consentimiento de todos los capitanes.