A pesar de todo, la penuria de provisiones les obligó a proseguir las negociaciones. Ambos bandos decidieron que mientras éstas durasen cada parte entregaría un rehén a la otra. El capitán castellano designó a Gonzalo de Vigo; los indígenas, a un hombre de aspecto grave y sereno que tenía al cinto una daga con puño de oro macizo.
Los navegantes ofrecieron tejidos, mientras los nativos trajeron varios puercos como permuta. El trato se llevó a cabo en la misma orilla; desde su batel los unos, y desde tierra los otros. Mientras todos regateaban de manera desaforada, Gonzalo de Vigo se veía rodeado de doce hombres con alfanjes desenvainados. El gallego observaba con creciente inquietud unas extrañas y sigilosas maniobras a poca distancia. No había duda de que los isleños esperaban el momento propicio para asaltar el batel.
Dirigiéndose a sus compañeros, les habló sin levantar la voz, de forma natural:
—No miréis —advirtió—, pero hay un grupo de nativos en la espesura que se prepara para atacaros. Tened dispuestos los remos. Dentro de un momento saldré corriendo hacia vosotros.
Urdaneta, que estaba al mando del batel, no respondió a las palabras de Vigo pero dio órdenes a todos para que estuvieran atentos.
La estratagema obtuvo en segundos un completo éxito. Gonzalo de Vigo, como un rayo, se escapó de las manos de sus vigilantes, que le persiguieron inútilmente. Una vez en el batel, se apartaron rápidamente de la orilla, dejando en ella a un tropel de vociferantes aborígenes.
A pesar de todo, al día siguiente Carquizano ordenó insistir. Urdaneta y media docena de hombres se acercaron a la orilla llevando con ellos al rehén.
Gritando desde cerca de la orilla, indicaron con gestos su intención de ponerlo en libertad a cambio de alimentos. Todo fue inútil. Los indígenas se limitaban a asomarse por entre la espesura con intenciones claramente hostiles.
En vista de esto, Carquizano decidió preparar una expedición.
—Quiero sesenta hombres armados y con coraza —ordenó—. Saldremos inmediatamente.
Él mismo desembarcó al frente de la tropa, y al llegar al poblado se dirigió a Urdaneta y Gonzalo de Vigo:
—Decidles a los indios que necesitamos alimentos.
No tardaron mucho en regresar los dos hombres.
—No hay nadie, capitán —informó Andrés—. Todos han huido al vernos.
Se han escondido en la selva. Sólo quedan las chozas vacías; se han llevado todas sus pertenencias.
—Estarán esperando que vayamos detrás de ellos para emboscarnos
—previno Bustamante.
Carquizano, muy contrariado, decidió no arriesgar la vida de sus hombres.
—Regresemos al barco.
—¿Qué hacemos con el rehén? —preguntó Urdaneta.
—Dejadle libre. Será una boca menos que alimentar.
La idea de Carquizano era zarpar rumbo a Cebú, pero los vientos contrarios le obligaron a aproar hacia las islas Molucas. La ruta estaba erizada de islas. En una de ellas, la de Talao, les acogieron con grandes señales de amistad. Era tal el empeño que pusieron los nativos en que no les faltara de nada, que parecía que tenían algún interés especial en que los castellanos estuvieran contentos con ellos.
—Después del recibimiento tan hostil en Mindanao —comentó Carquizano en la mesa que compartía con Bustamante, Urdaneta y Fernando de la Torre—, parece demasiado interesado este recibimiento.
Urdaneta se sirvió un ala de pato con su cuchillo mientras decía:
—No tardarán mucho en pedirnos algo.
El tiempo le dio toda la razón al joven. Antes de una semana, el cacique de la isla solicitó ayuda a Carquizano para combatir a unos enemigos suyos de otras islas cercanas.
—Las islas son muy ricas en oro —aseguró el reyezuelo—, podéis cargar la nave de ese metal.
Carquizano escuchó pensativo la traducción de Gonzalo de Vigo, pero no lo dudó mucho tiempo. La historia de Mactán estaba fresca en la mente de todos.
No se volvería a repetir el error de Magallanes.
—Dile al cacique que agradecemos mucho su información, pero que en este momento no podemos detenernos. Asegúrale que volveremos dentro de unos meses.
Pocos días más tarde, después de carenar la nave y poner a punto todo el armamento disponible, el capitán dio la orden de partir rumbo a las Molucas.
Antes regalaron al cacique una bandera de Castilla con el escudo de armas.
Dos días después de partir de Talao, la
Santa María de la Victoria
avistó Gilolo, la isla más grande del archipiélago de las Molucas. Mientras buscaban un lugar para atracar se calmó el viento, sin el que no podían navegar; pero si ellos no podían moverse, sí lo hacían los nativos con sus esquifes. Ante su sorpresa, éstos se dirigieron a ellos en portugués, al haberles tomado por lusos. Por ellos se informaron los castellanos que al norte de donde se hallaban había una isla que denominaban Rabo, junto a otra más grande llamada Moro.
Al atardecer, aprovechando el viento, la nave se dirigió a un pueblo llamado Zamafo, y el capitán hizo llamar a Gonzalo de Vigo.
—Salta a tierra y averigua todo lo que puedas sobre los portugueses —dijo.
—He estado hablando con un esclavo huido de los portugueses —informó a su regreso—. Éstos están ciertamente en las Molucas. Tienen una fortaleza inexpugnable en la isla de Ternate. No hace mucho atacaron al rey de Tidor porque facilitó clavo a las naves de Espinosa y Elcano. Parece ser que los reyes tanto de Gilolo como de Tidor prefieren la amistad de Castilla que la de Portugal.
»También me he enterado de otra cosa —añadió el gallego—: Almanzor, el rey de Tidor, murió hace un par de años en circunstancias muy extrañas. El que me informó piensa que le envenenaron los portugueses. Parece que hubo una guerra entre los habitantes de Ternate y Tidor; a los primeros, claro está, les ayudaban los portugueses. Un día los hombres de Almanzor consiguieron capturar una fragata portuguesa con toda su artillería. Los portugueses les exigieron que les devolvieran la artillería. Fue a raíz de algunas entrevistas entre Almanzor y el delegado portugués cuando el rey empezó a sentirse enfermo. Recelando que lo habían envenenado, hizo prometer a su hijo lealtad al rey de Castilla.
»Todavía no habían sepultado el cadáver del rey cuando se presentaron los portugueses en Tidor exigiendo la entrega inmediata de los cañones. Al negarse los nativos, los portugueses pasaron a cuchillo a cuantos encontraron al paso. Los habitantes, abandonando el cadáver de Almanzor, se refugiaron en los montes y desde allí tuvieron que contemplar impotentes cómo quemaban sus poblados.
El capitán se quedó pensativo un momento. Por fin llamó a Urdaneta y Alonso de los Ríos.
—Quiero que vayáis, junto con otros seis hombres a ver al gobernador de Zamafo. Decidle que queréis ver al rey de Gilolo. Que os lleven en un parao.
La embarcación que llevó a los castellanos recorrió las treinta leguas que les separaban de la capital de Gilolo en apenas medio día bajo el impulso de cincuenta hombres. Una vez desembarcados, uno de los indígenas salió a anunciar al rey la presencia de los castellanos.
Quinchil era un hombre de constitución robusta de unos cuarenta años. A diferencia de sus barbilampiños súbditos, tenía una poblada barba negra que cuidaba con gran esmero. Unos ojos profundamente negros daban a su rostro un aspecto sereno, pero que al mismo tiempo denotaban fuerza de voluntad.
Recibió a la embajada castellana con grandes gestos de regocijo e hizo preparar un gran banquete. Gonzalo de Vigo explicó al rey que el emperador castellano, al conocer por Elcano la calurosa acogida de las Molucas a su primera expedición, decidió organizar una nueva armada. Un enorme temporal la había dispersado durante la travesía, pero esperaban que los demás navíos no tardaran en llegar.
El rey de Gilolo estuvo de acuerdo en hacer una alianza inmediatamente.
Al mismo tiempo, como era natural, proporcionó a sus invitados una detallada información sobre la situación militar de los portugueses, que se habían fortificado en la isla de Ternate.
—Dice el rey —explicó Gonzalo de Vigo a Urdaneta y Alfonso de los Ríos— que esta noche saldréis uno de vosotros dos a ver al rey de Tidor. El otro se quedará aquí, pues si los portugueses les apresaran, Carquizano podría pensar que era una traición por su parte.
Así pues, Ríos partió pocas horas después con algunos de su embajada para Tidor. Como era de esperar, la gestión tuvo éxito pleno, pues el rey de esa isla anhelaba vengarse de sus enemigos. Envió con los castellanos a dos comisionados para presentar sus respetos al capitán Carquizano.
De vuelta a Gilolo, el rey había preparado grandes fiestas para celebrar la alianza. Por otra parte, temeroso de que los portugueses se enterasen de lo sucedido, pidió a los castellanos que dejasen a varios de sus soldados en la isla con sus mosquetones, por si eran atacados.
—¿Qué te parece, Andrés? —preguntó Alfonso de los Ríos—. ¿Vuelves tú con algún otro, mientras yo me quedo aquí con los demás por si aparecen los portugueses?
—Como quieras —respondió Urdaneta—. Carquizano debe de estar ya muy impaciente.
Urdaneta tenía toda la razón del mundo. Carquizano estaba no sólo impaciente, sino también hondamente preocupado.
—Se acercan varios paraos, capitán.
Carquizano salió rápidamente de su camarote. Desde el castillo de popa se podían divisar claramente media docena de enormes paraos deslizándose suavemente por las aguas tranquilas. El tamaño de las embarcaciones aumentaba por momentos.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el guipuzcoano—, sólo vuelven dos.
¿Qué habrá sido de los demás?
—Enseguida lo sabremos —dijo Bustamante detrás de él—. A juzgar por los gestos que hacen no parece que vengan muy preocupados...
Efectivamente, los saludos que hacían los dos castellanos indicaban bien a las claras que la embajada había sido un éxito.
En cuanto el primer parao se acercó al barco, Urdaneta trepó ágilmente por la escala.
—Todo en orden, capitán —saludó—. Podemos contar con los reyes de Tidor y de Gilolo. Están esperándonos. Éstos son sus embajadores —añadió señalando a varios de sus acompañantes.
Carquizano respiró profundamente aliviado. Saludó ceremoniosamente a los recién llegados y después se volvió a Bustamante.
—Traed regalos para ellos. Deben ser tratados a cuerpo de rey. Enseñadles el barco mientras Urdaneta y compañía me cuentan todos los detalles.
Cuando Urdaneta hubo terminado de relatarle lo ocurrido con todo lujo de detalles, el capitán guipuzcoano no dudó un momento.
—Iremos a Tidor inmediatamente —anunció.
Don García Henríquez, capitán de la fortaleza de Ternate, era en aquellos días un hombre preocupado. Se acarició una barba un tanto descuidada y fijó sus ojos acerados en el alguacil.
—¿Cuántos crees que son?
Francisco de Castro se revolvió inquieto delante de su superior; se ajustó el jubón que parecía venirle grande y dio vueltas a un grueso anillo de oro que lucía en el anular de su mano derecha.
—Un centenar.
—¿Y cuántos cañones habéis dicho que tiene el barco?
—Entre falconetes y lombardas, calculo que unos veinte.
—Veinte cañones son muchos cañones —masculló el capitán, paseando preocupado por la estancia.
—No podrán disparar todos a la vez.
—Ni falta que hace —replicó secamente García Henríquez—.Tenemos que averiguar qué es lo que quieren y cuáles son sus intenciones. Mañana te acercarás a ellos llevando una carta mía. Diles que vengan a Ternate, donde se les rendirán los debidos honores. Si se niegan a venir, insiste en la necesidad de que la nao vuelva cuanto antes a Castilla. Si aun así se niegan, cargarán ellos con toda la responsabilidad, pues la lucha en tal caso será inevitable.
El 30 de noviembre la
Santa María de la Victoria
todavía no había logrado llegar a su destino a causa de los vientos y corrientes contrarias. Faltaba ya poco para conseguirlo, cuando vieron acercarse a la nao una pequeña embarcación.
—Solicito permiso para subir a bordo —gritó Francisco de Castro desde el parao.
Carquizano, que le había visto acercarse, miró al portugués con ojos pensativos antes de autorizarle la entrada en su buque. «Así que ése es el enemigo, un enemigo que habla perfectamente nuestro idioma y que procede de la misma península que nosotros. Alguien que ha recorrido la mitad del mundo para venir a parar a unas diminutas islas perdidas en el océano y por las que vamos a matarnos los unos a los otros. ¿No habría bastantes especias para todos?»
Desechó estos pensamientos y se dirigió al hombre que esperaba su autorización.
—Podéis subir.
El portugués miró a su alrededor contando mentalmente los hombres que veía, así como el número de cañones y mosquetones.
Castro no era hombre de acción y le horrorizaban las batallas. Los cañonazos, la sangre, las mutilaciones eran una horrible parte de la guerra que creía haber dejado atrás en Malaca. Aquí todo era tranquilidad y quietud. La recolecta de especias les proporcionaba unos pingües beneficios que les haría riquísimos cuando volvieran a Portugal. Estos entrometidos venían a perturbar su paz y tranquilidad.
—Pasad a mi camarote —le invitó Carquizano.
Una vez que ambos hombres se hubiesen sentado, Castro sacó la misiva que portaba en el bolsillo de su jubón.
—Os traigo un requerimiento de mi capitán don García Henríquez para que vayáis a nuestra fortaleza en Ternate, donde se os rendirán los honores debidos a vuestro cargo; pero debo advertiros, sin embargo, de la necesidad de que vuestra nao vuelva a España.
Carquizano miró fijamente al alguacil portugués.
—¿Y si no lo hacemos?
Castro se encogió de hombros pensando disgustado en la sangre que se iba a derramar a causa de esta entrevista. Sólo esperaba que no fuera la suya...
—La responsabilidad de todos los desastres que sobrevengan será de vuestra merced.
Carquizano se dirigió a un arcón, sin decir palabra, y sacó una carta del emperador Carlos que desplegó y mostró al mensajero.
—En esta carta, nuestro rey nos ordena que construyamos una fortaleza en las islas Molucas. No hay, pues, razón por la que un capitán del emperador vaya a someterse a la bandera del rey de Portugal.
—¿Cuál es, pues, la respuesta que debo llevar a mi capitán?
Carquizano alcanzó pluma, papel y tinta.