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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (63 page)

El 22 de agosto llegaron a menos de una legua de una isla a la que llamaron San Bartolomé. Sin embargo, no la pudieron abordar a causa de los vientos contrarios.

—Esto es el peor de los tormentos —exclamó Bustamante, que como el resto de los tripulantes tenía los ojos clavados en las ondulantes palmeras que se divisaban apenas a unos cientos de metros y, sin embargo, eran inalcanzables.

Urdaneta trató de humedecer los labios resecos y agrietados.

—Pronto divisaremos otras islas —dijo.

La predicción de Urdaneta ocurrió doce interminables días más tarde, doce días durante los cuales los ciento diez tripulantes de la nave no cesaban de otear el horizonte infructuosamente. Por fin, el 4 de septiembre al amanecer, la nao entera se estremeció al oír el grito del vigía: «¡Tierra!».

La dotación se agolpó en la proa tratando de vislumbrar entre la bruma matinal los verdes cocoteros y las doradas playas de las islas. Sin embargo, parecía que la fatalidad se cernía de nuevo sobre los expedicionarios, pues al acercarse a tierra amainó el viento y les echó fuera el aguaje, lo que les obligó a bordear todo el día y la noche.

El día 5 continuaban sin poder tomar la isla, cuando se acercó una canoa con isleños. Ante el asombro de todos los tripulantes, uno de los isleños les saludó desde lejos.

—¡Buenos días, señor capitán y maestre y buena compañía!

Por un momento, el asombro paralizó a todos los hombres, que oían atónitos a alguien saludarles con un inconfundible acento gallego.

El primero que se repuso de su asombro fue Urdaneta.

—¿Quién eres? —preguntó—, ¿y cómo has venido a parar aquí?

—Me llamo Gonzalo de Vigo y procedo de la nao
Trinidad
, del mando de Gonzalo Gómez de Espinosa.

—Sube y cuéntanos todo.

El hombre vaciló antes de responder.

—¿Quién es vuestro capitán? —preguntó por fin.

—Alonso de Salazar —contestó Urdaneta—, está enfermo en su camarote.

—Dadme vuestra palabra de que no se tomarán medidas contra mí por desertar. Quiero un seguro real.

Urdaneta se volvió hacia el contador general, Martín Íñiguez de Carquizano, con una mirada interrogadora. Éste asintió.

—Cuenta con él. Tienes amnistía total. Sube —gritó Urdaneta.

Ya en la
Santa María de la Victoria
, el desertor les dijo que era tripulante de la
Trinidad
, que se había quedado en el Moluco debido a la existencia de una vía de agua, mientras la
Victoria
partía hacia Castilla. Meses más tarde, cuando la
Trinidad
intentó dirigirse hacia la Nueva España, hallaron vientos contrarios y murió mucha gente, por lo que el barco regresó al Maluco. Atracaron en una isla que era la más inmediata al Norte de la que estaban ahora, donde huyeron él y otros dos compañeros portugueses, de forma que la nao fue a las islas Molucas sin ellos. En aquella isla los indios habían matado a sus dos compañeros por haberse sobrepasado éstos con sus mujeres y a él lo trajeron a la isla en que se hallaba ahora. Después de escuchar su historia, el capitán le preguntó:

—¿Te entiendes bien con los nativos?

—Sí.

—Necesitamos comida. Diles que les pagaremos bien todo lo que nos traigan.

Poco después de dirigirse Gonzalo de Vigo a los nativos desde la borda del barco, docenas de canoas comenzaron a llegar provistas de pescado, batatas, arroz, cocos, plátanos y sal, así como agua que llevaban en calabazas. A cambio de ello pedían objetos de hierro, tales como clavos o cosas de punta hechas de este metal.

Esa noche, por fin, consiguieron fondear en una ensenada.

Urdaneta observó durante los días siguientes que los naturales vivían sólo cercanos a la playa; el interior de la isla parecía deshabitado. Cada pueblo tenía su rey, y eran tan belicosos que estaban continuamente en guerra unos contra otros.

Por armas tenían hondas y unos palos tostados cuyos regatones eran canillas de sus enemigos o huesos de pescado. Llevaban los cabellos largos y la barba crecida y andaban completamente desnudos. No parecía que a los indígenas les quedara recuerdo alguno del severo castigo que les impuso Magallanes pocos años antes por su obstinación de apoderarse de todo lo ajeno. Esta vez llevaron su atrevimiento hasta el punto de querer arrebatar los cuchillos que los marineros llevaban al cinto. En cuanto robaban algo se arrojaban al mar y escapaban nadando rápidamente. Los castellanos consiguieron atrapar a once de ellos y los pusieron bajo grilletes.

Gonzalo de Vigo contó a los expedicionarios otras cosas interesantes, como la curiosa veneración a los muertos. Cuando moría un jefe, transcurrido algún tiempo desde su entierro sacaban los huesos y los adoraban. Se alimentaban principalmente de pescado, que cogían con anzuelos de palo y hueso, empleando cordeles que fabricaban con cortezas de árbol. Su agua era buena y abundante, las frutas eran variadas y almacenaban gran cantidad de aceite de coco que hacían al sol.

Como la hora de la partida se aproximaba, Urdaneta le preguntó al desertor de la
Trinidad
:

—¿Qué piensas hacer, Gonzalo? , seguramente zarparemos dentro de un par de días. ¿Estás ligado a alguna nativa?

Gonzalo negó con la cabeza.

—No —dijo—, no tengo a nadie. Vivía con una mujer, pero murió al dar a luz hace un año. Me iré con vosotros.

La
Santa María de la Victoria
zarpó el día 10 con la marea y navegó con absoluta tranquilidad durante tres días, al cabo de los cuales murieron el mismo día el capitán Alonso de Salazar y el maestre Juan de Belba. La muerte del capitán provocó un serio conflicto, pues dos personas dividían las simpatías de los expedicionarios: Bustamante, cirujano-barbero de profesión pero embarcado como tesorero en la
Sancti Spiritus
y amigo de Elcano, tenía la experiencia de haber tomado parte en la primera expedición. Martín Íñiguez de Carquizano, contador general de la expedición, natural de la villa de Elgóibar y hombre de extraordinario temple, contaba con buena parte de las simpatías de la dotación por ser hombre de acción.

Las discusiones se hacían cada vez más violentas. Era preciso zanjar el conflicto cuanto antes, por lo que se acordó decidir a votos la elección. El acto se llevó a cabo en cubierta, con toda clase de escrupulosas garantías. Uno a uno, los navegantes depositaron su papeleta ante el escribano general.

El joven Urdaneta depositó la suya doblada y se retiró hacia la popa.

Desde allí observó a los dos candidatos que vigilaban de cerca la votación.

Bustamante era una gran persona y muy comprensivo, pero quizá resultara demasiado blando para capitanear una expedición de ese calibre. Si tenían que luchar contra los portugueses, haría falta un hombre de carácter enérgico y ese hombre era, desde luego, Carquizano. Andrés había votado por él.

Cuando todos hubieron depositado su voto, el escribano anunció el escrutinio. Sonrisas y guiños de inteligencia presagiaban ya quién sería el probable vencedor. En ese momento solemne ocurrió un hecho inesperado.

Repentinamente, Martín Íñiguez se abalanzó hacia la caja del escribano, cogió los votos y los arrojó al mar.

El escándalo fue mayúsculo; sin embargo, después de fuertes discusiones y acusaciones, no tuvo mayores consecuencias. La cuestión quedó diferida por un compromiso. Bustamante y Carquizano se comprometieron a ejercer conjuntamente el mando supremo mientras llegaban al punto de destino. Todavía existía alguna esperanza de que las otras naos, cada una por su cuenta, arribasen a las islas Molucas. Si a la llegada a las islas no se encontraba rastro de aquellos navíos, una nueva votación decidiría la cuestión del mando de manera inapelable y definitiva.

La frustrada elección había tenido lugar el 15 de septiembre. Durante las dos semanas siguientes, Carquizano fue madurando un plan audaz.

El amanecer del 2 de octubre apenas teñía con una leve pincelada anaranjada la raya del horizonte. A lo lejos se distinguía entre la bruma la isla de Mindanao. Las velas y las jarcias recortaban pálidos jirones de un cielo que se adivinaba azul, donde oscilaba la luz de las últimas estrellas. La tripulación aún descansaba; sólo se oía en cubierta el seco golpe del viento en las velas.

Antes de que el sol se asomara por el horizonte, Carquizano había convocado en el alcázar de popa a Bustamante, a todos los mandos, a Gonzalo de Campo, alguacil mayor, y a unos quince de los hombres más importantes que iban en la nao, entre los que se encontraba Urdaneta. Cuando estuvieron todos reunidos, Carquizano les habló de forma solemne, pausada, pero con una firmeza que le salía del fondo de su corazón.

—Escuchadme bien todos —empezó— porque del resultado de esta reunión pueden depender nuestras vidas y el bien de la empresa.

»En cualquier momento podemos encontrarnos con navíos portugueses o juncos chinos. Si no tenemos un hombre decidido al mando de la nave, puede acaecernos cualquier desastre.

»Os requiero a todos, por parte de Dios y de su majestad, a que me nombréis capitán general de la expedición, pues soy más hábil para dicho gobierno que Bustamante.

»No quiero menospreciarte, Hernando —dijo dirigiéndose al tesorero de la nave—, pero repito que el capitán de esta expedición tiene que ser un hombre decidido y arriesgado, un hombre que no dude en colgar del palo mayor a un traidor, o en arremeter contra los cañones del enemigo.

Guardó un momento de silencio para ver el efecto que causaban sus palabras y, satisfecho en parte por lo que veía, prosiguió:

—Una decisión mal tomada o una duda en el mando puede significar el fin de todos nosotros. Además —añadió—, basándonos en las articulaciones de la Instrucciones Reales, soy el único oficial general de su majestad que sigue con vida.

»¿Qué decís? De esta reunión tiene que salir un jefe. Estamos a punto de llegar á nuestro destino, y a partir de este momento sólo puede haber una voz al mando. ¿Quiénes están por mí?

Lentamente, una a una, las manos de todos los presentes fueron alzándose. Sólo hubo una, naturalmente, que quedó caída, la de Hernando Bustamante.

Cuando ya el sol sobrepasaba la línea del horizonte y reflejaba sobre las ondas del agua una cascada de reflejos luminosos, Carquizano era presentado a la expedición en pleno como único jefe. Muy a su pesar, Bustamante se vio obligado a jurar obediencia como los demás.

El joven Urdaneta tomaba nota de todo lo sucedido en su diario, maravillado por la decisión y valentía de su nuevo capitán. Era indudable, reconoció para sí mismo, que su crítica situación exigía un jefe fuera de lo corriente, y este hombre lo era, como habían podido comprobar.

Continuaron los expedicionarios sin ver tierra hasta el 2 de octubre, en que percibieron al salir el sol una isla a unas doce leguas. Sin embargo, las calmas persistentes no les dejaron avanzar y vagar de aquí a allá con el impulso de la marea. Por fin, el día 6 se levantó un viento del noroeste que les permitió aproximarse a la isla divisada, pero al no hallar fondo suficiente continuaron a lo largo de la costa hasta topar con una bahía que se internaba cuatro o cinco leguas en tierra. Inmediatamente, Urdaneta se ofreció voluntario para salir con el batel y media docena de marineros a explorar. En la espesura tropical, algunos árboles cortados indicaban cercanías habitadas. Efectivamente, al anochecer, Urdaneta y sus compañeros llegaron a un poblado. No tardó en presentarse un reyezuelo acompañado de varios súbditos.

—Hablan en un dialecto que no conozco —admitió Gonzalo de Vigo—. Me cuesta mucho entenderles, tendremos que recurrir a la mímica...

Los nativos, tras hacer muchos gestos de amistad, trajeron gallinas para cambiarlas por abalorios. Tanto el cacique como algunos de sus acompañantes llevaban aretes en las orejas y en los dientes gruesas incrustaciones de oro.

Abundaba en la isla ese metal precioso y lo vendían muy barato. Algunos castellanos intentaron comprárselos, pero Carquizano había dado órdenes concretas prohibiendo compra alguna de oro para que no pensaran que hacían aprecio del rico metal.

El día 9, por la mañana, volvió el batel a tierra a fin de comprar más víveres. Urdaneta y Gonzalo de Vigo fueron con ellos. Todos los que desembarcaron iban armados con arcabuces.

Cuando estaban en pleno trato apareció un individuo que al verles se puso a hablar a gritos al rey. Este y sus súbditos al oírle se alejaron temerosos de los castellanos, sin hacer caso a las voces de protesta del gallego.

—¿Qué pasa? —preguntó Urdaneta—, ¿qué decía ese hombre?

Gonzalo de Vigo meneó la cabeza.

—Me ha parecido entender que era de Malaca. Me parece que ha creído que somos portugueses y le ha dicho al rey que no haga amistad con nosotros ni nos venda nada, pues, según él, acabaremos matándolos a todos. Quiere que apaguemos la mechas de nuestras escopetas.

Urdaneta contempló a su alrededor media docena de soldados que tenían las escopetas cargadas y la mecha encendida por lo que pudiera pasar.

—Dile que no podemos aceptar sus exigencias. Eso nos dejaría indefensos, a su entera disposición.

Todo el día pasó en infructuosas gestiones y al anochecer los castellanos se afirmaron en su creciente recelo cuando descubrieron a los indígenas tratando de cortar las amarras del batel para llevárselo. Al día siguiente, los expedicionarios tuvieron pruebas inequívocas de la ferocidad de los aborígenes.

—¡Capitán, capitán! —alertó uno de los marineros—. ¡Los prisioneros escapan!

En efecto, los once nativos que habían cogido prisioneros en las islas Ladrones se habían lanzado al agua y, como excelentes nadadores que eran, se dirigían a tierra a nado a pesar de la distancia.

—¿Qué hacemos, capitán?

Carquizano miró la multitud de nativos que se agolpaba en la orilla y se encogió de hombros.

—Demasiado tarde para hacer nada. Dejadles ir.

—¿Cómo los recibirán? —comentó Urdaneta desde lo alto del castillo de popa.

—Pronto lo averiguaremos —musitó Bustamante—; pero, a juzgar por el griterío, no muy bien...

Efectivamente, los ánimos de los aborígenes se iban exacerbando por momentos al comprobar que los nadadores no pertenecían a su isla. En cuanto pusieron pie en tierra fueron atacados y llevados a rastras hacia el interior. Unos aullidos de terror indicaron a los expedicionarios cuál había sido el fin de los pobres diablos.

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