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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (61 page)

Loaysa asintió impaciente. Estaba deseando ver reunida toda su flota otra vez.

—Bien —dijo—, decidles a los hombres que volveremos a por ellos y a por los restos de la
Sancti Spiritus
.

Una vez juntas las seis naves, se distribuyeron los hombres. Martín de Valencia, con sus amigos y allegados, pasó a la
Anunciada
; Rodrigo de Acuña volvió a la
San Gabriel
, y Elcano con el pataje,
la Parral
y la
San Lesmes
se ocupó de recoger a los náufragos y lo salvado de su buque.

El día 26 las tres naves comandadas por Elcano partieron en desempeño de su misión. En cuanto llegaron al paraje empezaron a embarcar en las naos todo cuanto pudieron, pero, pese al ahínco con que se llevó a cabo la operación, no pudieron terminarla a causa de un fuerte viento que les obligó a abandonar el lugar, quedando metidos en un arroyo el pataje y el batel de la
San Gabriel
, en tanto la
Parral
entró en el estrecho y la
San Lesmes
se adentró en la mar.

Mientras estos buques luchaban contra el temporal, en la bahía de la Victoria, donde se encontraban las otras tres naves, tenía lugar un gravísimo percance. Con un fuerte viento del sudoeste comenzaron a garrear todas ellas. La capitana llegó cerca de tierra a pesar de tener echadas cinco anclas; tocó tierra varias veces y empezó a hacer agua. Tuvieron que echar al mar todo cuanto había en cubierta y cortar la obra muerta. De tal forma se veía ya la nave perdida que el capitán general y la mayor parte de la gente saltaron a tierra, quedando a bordo sólo el contramaestre y los marineros.

Afortunadamente, el día 9 de febrero cedió un poco el viento y se consiguió sacar la nave, quitarle el timón, que se había roto, y poner otro en su lugar.

Mientras tanto, la
San Lesmes
había sido empujada hacia el sur hasta alcanzar los 55 grados. Sus tripulantes contemplaron atónitos el fin del continente.

Su capitán, Francisco de Hoces, desde lo alto del castillo de popa observó «el acabamiento de la tierra», como lo describió más tarde en su diario.

Por casualidad, habían encontrado el cabo que sin duda doblaba el Nuevo Mundo, tal como el Cabo de las Tormentas lo hacía en África. La zona parecía estar constantemente batida por un viento huracanado y azotado por olas cuya furia acrecentaban las aguas que confluían de los mayores océanos del mundo. El capitán de la
San Lesmes
, después de tomar nota de un descubrimiento tan trascendental, ordenó, en cuanto le fue posible, poner rumbo al estrecho de Todos los Santos.

El 12 de febrero de 1526 la flota, reducida a seis buques por la pérdida de la
Sancti Spiritus
, se hallaba todavía dispersa. La capitana, la
San Gabriel, Parral
y
San Lesmes
estaban fondeadas juntas; el pataje, junto al batel de la
San Gabriel
, se encontraba todavía recogiendo los náufragos y restos de la nave perdida. Por su parte, la
Anunciada
había sido vista saliendo por el boquerón, desoyendo su capitán, haciéndose el sordo, las señales que le ordenaban reunirse con los demás.

Pronto desapareció en el horizonte. Nadie sabía adónde se dirigía, aunque para muchos resultaba evidente la intención de su capitán de abandonar la expedición.

Preocupado tanto por el estado de la
Santa María de la Victoria
como por una posible deserción, Loaysa llamó a los capitanes para celebrar junta.

—Quisiera conocer su opinión, caballeros. ¿Qué creéis que deberíamos hacer?

Elcano fue el primero en hablar:

—No hay duda de que vuestra nave necesita una reparación a fondo. Creo que deberíamos volver al río Santa Cruz, donde hay algunas playas y árboles. Le será necesario cambiar algunas cuadernas y tablones, además de asegurar bien el timón.

—Creo que Elcano tiene razón —intervino Francisco de Hoces, recogiendo la opinión de la mayoría de capitanes—. Sería temerario seguir adelante en estas condiciones. Además, allí podemos esperar a la
Anunciada
.

El capitán general asintió, profundamente preocupado, sin atreverse a expresar su convencimiento de que nunca más volverían a ver esa nave.

—Maese Acuña, vos iréis con vuestra nave hasta donde está el pataje y le diréis que debe dirigirse a Santa Cruz la antes posible.

El capitán de la
San Gabriel
no trató de disimular el disgusto que la orden le producía, y la manifestó sin embozo alguno:

—¿Qué queréis, que pierda mi nave con esta tormenta?

Loaysa hizo gala de una gran paciencia.

—Capitán Acuña —dijo mirando fijamente a los ojos pequeños y fríos ojos del orgulloso hidalgo—, no tengo por qué dar explicaciones de mis órdenes, pero, por el bien de la expedición, os diré que necesitamos el batel, pues es el único que nos queda en toda la armada, y alguien tiene que ir a recuperarlo. He decidido que vos seáis esa persona.

Rodrigo de Acuña se alejó refunfuñando colérico.

—¡Por qué me enviarán a mí con estos encargos!

Mientras tanto, la gente del pataje ignoraba cuanto sucedía. Suponiendo a la armada en la bahía de la Victoria, el capitán Santiago de Guevara envió por tierra al clérigo Juan de Aréizaga junto con tres hombres más en busca del general y las naos. Llevaron comida para cuatro días, suficiente para recorrer una distancia de cuarenta leguas. Los cuatro hombres caminaron por ciénagas, rodeando grandes lagunas hasta llegar a la bahía de la Victoria, donde uno de los marineros señaló algo cerca del agua.

Juan de Aréizaga se acercó. Lo que vio le informó inmediatamente de lo sucedido: los cepos de artillería, los maderos y las pipas que la nave capitana había abandonado relataban lo que había sucedido tan bien como cualquier mensaje escrito. El clérigo se volvió a sus compañeros:

—Me temo que, mientras nosotros veníamos hacia aquí, ellos iban hacia allá. Tendremos que volver por donde hemos venido.

Uno de los marineros señaló:

—¡Pero no tenemos comida...!

—Lo sé, hijo, lo sé —respondió Juan de Aréizaga—. Imitaremos al joven Andrés y nos beberemos nuestra orina.

Su mirada se perdió en el horizonte para no ver el gesto de asco de los demás.

Santiago de Guevara recibió las noticias acerca de la ubicación de la armada de boca del orgulloso hidalgo.

—La armada se dirige a Santa Cruz —le informó éste—. Vuestras órdenes son reuniros con ellos lo antes posible, y, si el tiempo lo permite, recoger los cepos y las cureñas de artillería que han dejado en la bahía de la Victoria.

—Bien —contestó el guipuzcoano—, así lo haré.

El capitán de la
Santiago
observó cómo la
San Gabriel
se alejaba. Sin embargo, seguía todavía viendo en su mente los ojos del orgulloso capitán. Había algo que no le gustaba de aquel hombre; en la mirada altanera que le había dirigido al despedirse parecía mirar a una persona condenada a muerte. ¿Habría decidido desertar, como parecía haberlo hecho la
Anunciada
?, ¿se habían puesto de acuerdo? Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un grito:

—¡Capitán, capitán! ¡Llegan tres hombres... desnudos!

Guevara salió a cubierta y dirigió su mirada a tierra. Efectivamente, a lo lejos se vislumbraba ya claramente la figura de tres hombres, todos ellos tan desnudos como cuando vinieron al mundo.

—Por todos los santos —exclamó el capitán—, pero si es el clérigo, Juan de Aréizaga y los otros. Id en su auxilio, rápido.

Cuando por fin los agotados hombres llegaron a la nave, apenas podían hablar, tenían los pies ensangrentados y el cuerpo cubierto de magulladuras.

—En el nombre del cielo —exclamó Santiago de Guevara—, ¿qué os ha pasado?, ¿los patagones?

Juan de Aréizaga asintió, mientras bebía ansiosamente de una Jarra.

—Nos rodearon una docena de individuos armados con lanzas. Nos exigieron comida, y, como no teníamos nada que darles, nos pidieron la ropa.

Juan de Orellanos se resistió y le golpearon en la cabeza con una piedra. Murió en el acto.

La reparación de la
Santa María de la Victoria
resultó larga y tediosa; tenía rotas tres brazas de la quilla y todo el codaste. Fue preciso dejarla en seco durante ocho mareas a fin de repararla lo mejor posible. Primero clavaron tablas, luego planchas de plomo, lo cual resultó ser un trabajo penosísimo, sobre todo cuando tenían que realizarlo metidos en el agua helada.

Mientras unos reparaban las naves otros se dedicaban a la caza y a la pesca. Era enorme la cantidad de peces que quedaban atrapados en seco al bajar la marea, y con un simple chinchorro realizaban increíbles pesquerías.

Otros hombres, entre los que se hallaba Andrés de Urdaneta, desembarcaron en una islita en la que encontraron una cantidad tan grande de patos que apenas podían caminar entre ellos.

—Vamos a atrapar un lobo de mar —gritó Urdaneta señalando un grupo de enormes y torpes animales tumbados perezosamente en las rocas.

Pero, para cuando los marineros llegaron a ellos con grandes esfuerzos, los animales sencillamente se deslizaron al agua burlando a los cazadores. Sólo uno, que se hallaba dormido y separado del resto, cayó bajo las alabardas, lanzas y ganchos que se emplearon para abatirlo. Satisfechos con su captura, los expedicionarios lo abrieron en canal.

—¡Por todos los diablos! —exclamó uno—. Tiene el buche lleno de enormes piedras lisas...

—¡Es verdad! —comentó el joven Andrés—, pero su carne debe de estar deliciosa.

Sus palabras no podían estar más lejos de la realidad, pues todos los que comieron su carne, y en especial su hígado, cayeron enfermos con fuertes dolores de estómago.

Los que se habían dedicado a la pesca tuvieron más suerte: Llenaron hasta 13 pipas de pescado, que pusieron en salmuera.

Por fin, el 8 de abril, lo que quedaba de la armada entró otra vez en el estrecho, doblando el Cabo de las Vírgenes.

En la popa de la capitana, Andrés de Urdaneta se afanaba tomando nota de todo lo que veía.

—¿Qué haces, Andrés?

—Hola, maese Bustamante. Estoy tomando nota de todo lo ocurrido estos días. Quiero tener una versión completa de la expedición.

—¿Y eso? —preguntó Bustamante señalando unos mapas incompletos.

—Maese Elcano me ha encargado que dibuje todo lo referente a la navegación: bajíos, islotes, corrientes...

—¿Has oído lo que dicen los tripulantes de la
San Lesmes
? Parece que a pocas leguas al sur se acaba la tierra.

Andrés asintió.

—Es muy lógico que haya un cabo, al igual que en el sur de África...

En ese momento un grito procedente de la proa les hizo volverse.

En una caldera de brea que estaban calentando se había declarado fuego y enormes llamaradas rugientes amenazaban con prender las velas. El pánico se apoderó momentáneamente de la dotación. Muchos se precipitaron en tropel para botar el batel. Al oír los gritos, Elcano y Loaysa salieron corriendo del camarote de este último.

El navegante se hizo cargo de la situación en un instante y se lanzó furioso contra los que pretendían arriar el bote y huir de las llamas.

—Os juro —gritó— que el que abandone el barco colgará del palo mayor.

¡Coged esos cubos ahora mismo!

Con una mezcla de temor y vergüenza, los marineros lanzaron al agua todos los cubos de a bordo y pronto la situación estuvo bajo control.

Más tarde, Loaysa reprendió severamente a los que se habían dejado llevar por el pánico.

La navegación transcurrió sin incidentes hasta el día 17, en el que recalaron en el puerto de San Jorge para hacer agua y leña, pero el grupo de leñadores regresó con malas noticias. El factor Diego de Covarrubias, que iba con el grupo, había resultado muerto al resbalar y caer de una roca.

Otro incidente tuvo lugar al caer la noche.

—¡Se acercan dos canoas, capitán!

La voz del vigía hizo salir a Loaysa precipitadamente de su camarote, donde estaba cenando con Elcano, Bustamante, Juan de Aréizaga y el piloto de la nao. Efectivamente, dos canoas repletas de patagones se acercaban a las naves con teas encendidas.

—Parece que quieren incendiar los barcos —exclamó Loaysa—. Dad la voz de alarma. ¡Todo el mundo preparado para la defensa!

Sin embargo, los patagones no se atrevieron a acercarse a las naos y se mantuvieron a una prudente distancia, limitándose a vocear hasta que se cansaron.

Después, desaparecieron tal como habían aparecido.

Siguió la armada navegando por el estrecho hasta que el 6 de mayo descubrieron un puerto precioso al que llamaron San Juan Ante Portam Latinam, por ser ésa la festividad del día. Allí permanecieron tres días, sufriendo unas temperaturas bajísimas. No obstante, con ser ésta una durísima calamidad, resultaba insignificante comparada con otra plaga que les azotaba implacablemente: los piojos. Era tal el número de estos parásitos que les atormentaba día y noche que Urdaneta escribió en su diario: «Tantos son los piojos que nos invaden que parece que nos van a comer vivos. Nos pasamos el día rascándonos. Un marinero gallego murió ayer, ahogado, sin duda, por estos parásitos».

Solamente había una persona en toda la dotación que parecía no sufrir tanto por la plaga. Andrés no pudo evitar el preguntarle la razón:

—Maese Bustamante, ¿por qué no padecéis vos de los piojos tanto como los demás?

El tesorero sonrió.

—Experiencias de la primera expedición... ¿No me has visto lavarme con jabón?

—Sí, sois el único que lo hace.

—Efectivamente —dijo el viejo emeritense—, los encargados de los avituallamientos no consideran necesario ese artículo y no incluyen ni una sola onza de jabón en las expediciones. Pero yo me he traído unas cuantas onzas.

Y está comprobado que a los piojos no les gusta la limpieza...

Por fin, el día 26 alcanzaron el Cabo Deseado, después de haber recorrido ciento diez leguas desde el Cabo de las Vírgenes. Andrés de Urdaneta describió el estrecho en su diario:

Tiene tres ancones grandes y tres angosturas, siendo la tercera la entrada de las montañas nevadas que continúan hacia el oeste por ambas costas. Estas cordilleras son tan altas que parecen tocar el cielo. El sol no entra allí, la noche tiene más de veinte horas, nieva mucho y la nieve es muy azul por su antigüedad de estar sin derretirse.

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