Lo mismo que el de San Pablo, éste también iría a formar parte del mapamundi que el cartógrafo estaba confeccionando.
—¡Por la sangre de Cristo! —musitó Elcano sin apartar los ojos de la sonda—. No vamos a poder desembarcar en esta bendita isla.
—Tiene que haber una forma de anclar —insistió San Martín levantando los ojos del astrolabio y fijándolos en los tentadores cocoteros fuera de su alcance.
Elcano señaló la nave capitana que se aproximaba a su encuentro, después de haber dado la vuelta en el sentido inverso.
—Me temo que no. Veremos qué decide el gran jefe.
Magallanes reunió a los capitanes y pilotos.
—Es imposible desembarcar —dijo sin dejar que su voz traicionara la enorme desilusión que debía de anidar en su corazón—. Mañana daremos otra vuelta a la isla más despacio. Si no encontramos bajos para anclar, seguiremos viaje, tiene que haber otras islas como ésta cerca.
La segunda vuelta dio exactamente el mismo resultado que la primera, no había forma de anclar junto a los peligrosísimos arrecifes. Abrumados por la pesadumbre , la dotación de las tres naves siguió su interminable navegar dominada por un abatimiento que acentuaba un calor insoportable. Esto hacía que el viaje se hiciera más terrible cada día.
Pigafetta, no obstante su terrible desilusión, se entretenía escribiendo un detallado diario.
Al poco de alejarnos de la isla Infortunada —escribió—, las altas temperaturas han empezado a corromper todo.
La galleta que comemos ya no es pan, sino un polvo
mezclado con gusanos que despide un hedor insoportable, pues está empapada en orina de rata. El agua es igualmente pútrida y hedionda. Para no morir de hambre nos hemos visto obligados a comer pedazos del cuero con que se
recubre el palo mayor para impedir que la madera roce las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, está tan duro que es preciso remojarlo en el mar durante cuatro o cinco días para ablandarlo un poco, tras lo cual se cuece para ser ingerido.
Otra de las desgracias que nos afligen es que estamos siendo atacados por una enfermedad que los marineros
llaman «peste del mar», por la cual las encías se hinchan hasta el punto de sobrepasar los dientes, tanto en la mandíbula superior como de la inferior, y los atacados de ella no pueden tomar ningún alimento.
Los síntomas de tal enfermedad consisten en laxitud, gran malestar y abatimiento, seguido de dolores, los cuales no tardan en hacerse muy intensos, sobre todo en tórax, cintura y rodillas. En su avance, deja rígidos los músculos, y el dolor es agudísimo. El enfermo no puede hacer el menor movimiento y al poco tiempo se le caen los dientes.
A causa de esta «peste de mar» murieron diecinueve hombres, entre ellos uno de los dos patagones y el cirujano de la
Trinidad
, Marcos de Bayas. En la
Concepción
, también el cirujano de a bordo, Bustamante, fue atacado por la enfermedad. Ante la falta de médico abordo, Elcano decidió sustituirlo. A la primera luz del amanecer empezaba la ronda. Su primera tarea consistía en dar un sorbo de agua a cada uno de los pacientes y ayudarles a satisfacer sus necesidades fisiológicas. Cuando el enfermo ya no necesitaba ayuda terrenal, recogía cuidadosamente sus efectos personales para entregárselos después a su familia, y, tras una breve oración, se lanzaba el cadáver al mar sin más ceremonias. Todas las mañanas, los tiburones que seguían las estelas de las naos se congregaban hambrientos junto a la borda de sotavento.
No tardó mucho en faltar de todo. Llegó el momento en que se recogían las migajas de galleta que se machacaban con gusanos y deyecciones de ratas; se mezclaba todo con serrín para hacer algo repugnante que se tragaba a fuerza de voluntad. Las barricas que habían tenido membrillo o miel se rascaban por dentro con gran meticulosidad, lo mismo que las que albergaron carnes ahumadas de cualquier tipo. La carencia llegó a ser total. Era la falta más absoluta de incluso el alimento más repugnante. Una rata se llegaba a cotizar a un ducado de oro. La extenuación de los hombres llegó a ser tal que ya no se escuchaban protestas, sólo lamentos y quejidos. El hedor era insoportable, al faltar toda clase de higiene.
Pero el sufrimiento más terrible de todos era la sed, una sed atormentadora que hacía que se hinchara la lengua y se recordara continuamente a los condenados del infierno.
Las tres naves, empujadas por la fuerza de un viento que se asemejaba al soplo fatídico de la muerte, navegaban entre oeste y noroeste cuarto oeste.
Magallanes varió el rumbo a cuarto sudoeste, hasta que se encontraron a 13
grados de latitud septentrional, ruta por la que esperaba llegar al cabo Gatticara.
Según los cartógrafos portugueses, este cabo se hallaba situado en esta latitud.
Tres meses y veinte días después de partir de Patagonia, las naves seguían sin encontrar tierra firme. Magallanes tuvo que reconocer que todos los cálculos y conjeturas eran erróneos. Las distancias que había calculado Faleiro resultaban erróneas, erróneo era el plano de Behaim al situar el estrecho muchísimo más arriba de lo que estaba verdaderamente, erróneas eran las cartas de todos los cosmógrafos que habían dibujado a capricho accidentes geográficos en lugares en los que sólo había agua, y, lo peor de todo, erróneo era el tamaño atribuido a la Tierra. Todos la consideraban muchísimo más pequeña que lo que realmente era.
El navegante portugués comprendía que si Dios no acudía en su ayuda, el resultado de la expedición sería tres buques perdidos en la inmensidad del mar tripulados por cadáveres.
El día 5 de marzo de 1521, Andrés San Martín tomaba nota en su mapamundi de la posición de la flota que le daba Juan Sebastián Elcano.
Trabajosamente apuntó lo que a duras penas salía de los hinchados labios del de Guetaria.
—Doce grados latitud septentrional... Ciento cuarenta y seis de longitud...
El simple hecho de escribir esas anotaciones en el pergamino dejó al vitoriano extenuado. Se apoyó contra un rollo de cuerda con la respiración jadeante y la mirada perdida en el palo mayor de la
Trinidad
, que les precedía.
A su lado, Elcano había guardado el astrolabio y la aguja. Su mirada siguió distraídamente la de su amigo. En la cofa del palo mayor, un joven grumete parecía empeñado en precipitarse desde aquella altura a juzgar por la forma con que su cuerpo se asomaba por encima de la barandilla.
—Ese chico..., Navarro, se va a desnucar...
Antes de que Andrés pudiera responder, el joven grumete, el único de toda la tripulación con ánimos y fuerzas para trepar por las jarcias, agitó los brazos alborozado.
—¡Tierra! ¡Creo que veo tierra!
Al principio, sus gritos fueron acogidos con escepticismo. Habían sido demasiadas las desilusiones y decepciones a lo largo de estos casi cuatro meses.
¡Cuántas veces se había oído ese mismo grito anunciando una tierra que luego nunca aparecía! Magallanes, de pie en el castillo de popa, trataba inútilmente de atisbar algo en el horizonte. Poco a poco, los hombres que todavía conservaban algo de fuerzas se asomaron a la proa de las naves. La esperanza mantenía un pequeño rescoldo presto a convertirse en una crepitante hoguera al soplo más insignificante. Sin embargo, el atardecer se estaba echando encima y e1 joven Navarro se vio obligado a bajar de la cofa sin tener una seguridad de que lo que se veía era tierra, y no una nube baja.
—Si... lo que has visto es tierra... —musitó uno de los tripulantes acercándose al grumete con los ojos brillantes por la esperanza—, te daré este anillo de oro.
Estimulados por las palabras del marinero, varios de los hombres se acercaron ofreciéndole regalos.
—Mañana subiré a la cofa con la primera claridad —anunció el joven—, pero yo juraría que eso es algo más que una nube. Llevo toda la tarde mirándola y no se ha movido un ápice.
La noche resultó interminable para unos hombres que estimaban que ésta era ya su última oportunidad. Si, una vez más, sus esperanzas resultaban infundadas se tumbarían para no levantarse más...
Esa noche, Pigafetta escribió trabajosamente en su diario: «La muerte se halla cerca... Creo que nadie en el porvenir se aventurará a emprender un viaje parecido...».
Todavía no había alboreado el día cuando todos los marineros ayudaban a un animoso grumete a trepar por las jarcias. Sin embargo, la excitación estuvo a punto de jugarle una mala pasada al joven, pues las fuerzas no estaban a la altura de la mente. A medio camino se le vio tambalearse y agarrarse desesperadamente a las cuerdas. El silencio era sepulcral. Magallanes seguía las vicisitudes del joven desde el castillo de popa. Por fin, Navarro llegó a la cofa y centró la mirada en el horizonte. La bruma seguía allí, exactamente en el mismo sitio donde estaba la noche anterior. Sólo que ahora era mucho más grande. Cuando aclaró lo suficiente, el joven grumete pudo ver, primero difusamente, luego con más claridad, algo que asomaba por encima de las nubes; no había duda de lo que era: el pico de una montaña.
—¡Tierra! —exclamó con voz temblorosa de emoción—. ¡Alabado sea Dios...! ¡Tierra...! ¡Tierra...! ¡Tierra...!
Un estremecimiento de júbilo pareció recorrer las tres naves. La alegría desbordada llegó casi al paroxismo, e incluso los enfermos, en un esfuerzo sobrehumano, consiguieron levantarse y acercarse a las bordas. Un marinero disparó la lombarda de popa, que siempre se mantenía cargada, y la
Victoria
y la
Concepción
no tardaron en hacer otro tanto. Los hombres que hasta entonces se arrastraban penosamente por cubierta recuperaron milagrosamente sus fuerzas, izaron el pendón de Castilla y llenaron las cuerdas de gallardetes.
El padre Valderrama dio la bendición mientras la tripulación entonaba el
Laudate domine.
Navarro recibió tal cantidad de regalos que se hizo rico antes de llegar a las islas de la especiería.
Hacia el mediodía se podían divisar ya algunas cascadas cuya agua caía de los acantilados directamente al mar. ¡Agua dulce! ¡Loado sea Dios! Ya se divisaban no sólo las cascadas, sino también bosques frondosísimos y poco después una bahía entre dos grandes estribaciones montañosas. En la bahía, junto a la playa, había un poblado y multitud de piraguas.
Magallanes, con los ojos brillantes por la esperanza, se mantenía en pie en el castillo de popa, donde tantas horas había pasado escudriñando el horizonte.
Ahora, por fin, una vez más, la providencia le había asistido. Con el espíritu enfervorecido, daba órdenes a su criado Cristóbal y a su contramaestre Francisco Albo.
—Que se reparta toda el agua que queda en las barricas, hasta la última gota.
Preparad los cañones, no quiero sorpresas. Los hombres con las mechas encendidas. ¡Sondero! Avisa cuando haya fondo para echar el ancla. Los marineros que todavía tengan fuerzas... ¡a manejar las áncoras!
El capitán general miró el velamen de las naves. Les sería imposible recogerlas, extenuados como estaban.
—¡Cortad las drizas!
Las velas cayeron pesadamente, ante la carencia de fuerza física para poder aferrarlas. La nave capitana quedó fondeada en la bahía mientras las otras dos esperaban en la barra.
—¡Bote al agua!
La sencilla operación de echar un bote al agua tomó en aquellos momentos proporciones épicas para aquellos marineros desfallecidos, pero finalmente lo consiguieron. De repente, antes de que nadie pudiera bajar a ella, un gran número de piraguas se acercaron rápidamente a la nave. Eran unas embarcaciones extrañas. Ninguno había visto nunca nada parecido, un tronco ahuecado con un largo flotador de madera paralelo a él que iba sujeto por dos maderos perpendiculares y con velas de palma entretejida. Cada embarcación llevaba cuatro hombres o mujeres completamente desnudos, a excepción de una fina corteza que cubría su sexo, provistos de unos remos curiosísimos de pala redonda y caña terminada en una punta aguda. Los expedicionarios contemplaban atónitos la destreza y habilidad con que esa gente manejaba sus pequeñas embarcaciones. Cuando parecía que iban a embestirse, se paraban súbitamente o viraban repentinamente.
Desde la barra, Elcano y San Martín no podían dar crédito a sus ojos.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Elcano—. Esto parece un festival acuático...
—¡Están trepando por los costados...! —dijo San Martín atónito—. ¡Parecen monos!
—¡Han invadido la cubierta!
—¡Fíjate cómo miran a los nuestros! Parece que los contemplan como a bichos raros —Seguro que nunca han visto a un hombre blanco...
—Y desde luego, miedo no manifiestan...
—¡Por Belcebú! Se acercan más piraguas. Van a invadir el buque...
—¿Qué hará Magallanes? Tiene que tomar una decisión rápida y difícil.
En efecto, Magallanes se hallaba ante una delicada situación. Los indígenas habían invadido literalmente la nave y, una vez examinado todo a placer, empezaron a coger ya apropiarse de cuanto encontraban al alcance de la mano. Buscaban y rebuscaban todo con un desenfado increíble. Sin darle la menor importancia, los nativos se apoderaban de toda clase de objetos. En especial, despertaban su codiciosa admiración los objetos de hierro, que chupaban, olisqueaban, les dan golpecitos o los rascaban con las uñas.
—¡Mira! —exclamó Elcano señalando la popa de la
Trinidad
—: Magallanes se ha puesto la armadura...
En efecto, el portugués, junto con Espinosa y varios hombres más que también se habían puesto la coraza, estaban trayendo al combés algún pequeño cañón. Espinosa trataba inútilmente de echar a los nativos y procurar que devolvieran los objetos robados, pero los isleños se indignaron y se negaron rotundamente a restituir nada.
Magallanes ordenó:
—¡Quitádselo por la fuerza!
Sin embargo, una cosa era decirlo y otra hacerlo. Cuando los marineros intentaron quitarles los objetos robados, los indígenas apartaron con desprecio a los debilitados tripulantes. Uno de ellos se cayó en el forcejeo Sin fuerzas para levantarse y eso pareció divertir a los indígenas, que entre sonoras carcajadas, empezaron a dar puntapiés al hombre caído. En otra parte de la nao, un grumete que intentaba ponerse a salvo trepando por las jarcias fue atrapado por el pie por dos nativos y arrojado contra la amura. El capitán general consideró que aquello era ya el límite de lo tolerable: