En el castillo de popa de la
Concepción
, Juan Sebastián Elcano meneaba la cabeza incrédulo.
—¡Lo hemos conseguido, Dios mío! ¡Lo hemos conseguido! ¡Tenía razón Magallanes, después de todo!
Desde el castillo de proa de la
San Antonio
, Andrés San Martín le saludó con la mano, alborozado. Junto a él tenía la aguja y el cuadrante. Antes de volver, quería asegurarse de la posición exacta en que se encontraban para dibujar un mapa del paso.
Serrao mandó engalanar la nave con todos los gallardetes y banderas.
Inmediatamente, los marineros de la
San Antonio
hicieron lo mismo. Ambos navíos sacaron la artillería a cubierta.
—¡Un bote a tierra! —ordenó Serrao—. Quiero una enorme columna de humo que indique a los demás no sólo que estamos a salvo, sino que hemos encontrado el paso.
Inmediatamente dos botes fueron echados al agua y una veintena de marineros se pegaron por ser los primeros en saltar a tierra para anunciar la buena nueva a sus compañeros.
La vuelta a la bahía fue una fiesta. Según se acercaban a los otros dos barcos, Mesquita y Serrao ordenaron disparar salvas de pólvora. El ruido de los cañonazos retumbando en los altos acantilados llegó a oídos de los tripulantes de la
Trinidad
y de la
Victoria
mucho antes de que las dos naves pudieran ser vistas.
¿Qué significaba aquello? Aquellos cañonazos sonaban en los oídos de Fernando Magallanes a música celestial, sólo podían significar una cosa. ¡El paso había sido descubierto, maestre Pedro no se había equivocado, Magallanes no se había equivocado, el mapamundi de Martín Behaim estaba en lo cierto!
Los dos barcos que se acercaban, gastando pólvora a mansalva, parecían tripulados por una cuadrilla de monos, tal era la animación y el entusiasmo con que subían y bajaban por las jarcias todos los marineros.
La primera que llegó a la altura del buque almirante fue la
San Antonio
y entonces pudo oírse claramente la voz de su capitán, Álvaro de Mesquita:
—¡Dios vos salve, mi capitán general! Pláceme y hónrame grandemente comunicaros que hemos descubierto el paso. Es un estrecho angosto y profundo con fuertes mareas y hemos entrado en él más de cien millas antes de volver.
LA DESAPARICIÓN DE LA
SAN ANTONIO
Pasada la primera euforia, Magallanes apenas prestaba atención a las palabras aduladoras de sus capitanes. Lo que le preocupaba ahora era averiguar si aquello era, en verdad, el paso. Y, por otro lado, su perspicacia le inducía a pensar que aquella era la ocasión en que sus oficiales, plenos de euforia, aceptarían con complacencia sus planes de seguir adelante con la expedición. De ese modo, podía probar que nunca había obrado a su antojo, que buscó asesoramiento cuando fue preciso. Convocó a sus capitanes a la
Trinidad
.
—Bien, señores —dijo complacido—. Lo hemos conseguido; hemos encontrado, por fin, el paso que tanto ansiábamos —miró a su alrededor con la mirada satisfecha de quien por fin ha demostrado que tenía razón—. Y ahora
¿qué?, ¿me gustaría saber vuestra opinión?, ¿seguimos hasta las Molucas?
Serrao fue el primero en hablar.
—Yo creo que deberíamos explorar el paso concienzudamente y volvernos a España con la buena nueva. Hay que tener en cuenta que los víveres escasean y la flota está harto castigada por toda clase de tormentas, tanto tropicales como antárticas, y precisa una reparación a fondo. Y es imposible hacerlo en estos parajes...
—Tiene razón Serrao —interrumpió Mesquita—. Para alcanzar las Molucas se precisan todavía muchas singladuras, algunas de las cuales, sin duda, serán durísimas y pueden colorar en un estado muy peligroso a unas naos en tan mal estado. Voto por volver.
Magallanes disimuló como pudo sus frustrados pensamientos.
—El paso está aquí —insistió enardecido—, frente a nosotros. Esto equivale a un éxito que debe completarse con la llegada a las Molucas. En las islas especieras nos espera a todos la fama y la fortuna. Evidentemente, los víveres son escasos y los peligros que nos aguardan todavía grandes, pero todo ello debemos afrontarlo con espíritu viril y con el ánimo encendido. Yo no dudo en continuar, pero será conveniente que recapacitéis y comprendáis lo lastimoso que sería un regreso así, cuando tenemos el triunfo al alcance de nuestra mano. Pensad en el rico cargamento que equivaldrá a la fortuna de cuantos den cumplida muestra de su bravura.
El tono con el que el capitán general pronunció estas palabras dejaba entrever la decisión de proceder enérgicamente contra aquel que vacilara en seguirle. Esta idea pareció encoger el espíritu de los capitanes, temerosos de provocar la ira de Magallanes. Sólo Esteban Gómes se atrevió a desafiar a su superior:
—Yo entiendo que, una vez hallada la travesía y confirmada la existencia del paso, no procede otra cosa que regresar a España, equipar otra armada más poderosa y eficiente que ésta y con ella emprender nuevo viaje por la ruta que el capitán general fije al monarca de España.
»Además —continuó—, nadie sabe la extensión de ese Mar del Sur. Un error de rumbo o cualquier otro accidente imprevisto pueden dar al traste con una flota tan maltratada como ésta. Por otro lado, se han dado ya algunos primeros síntomas de enfermedad y los víveres frescos escasean. Por poco que la navegación dure, podemos perecer todos de hambre.
Magallanes sintió que una ira sorda le invadía. Gómes, otra vez Gómes, se atrevía a enfrentarse abiertamente a él. Aquello era un desacato. Se puso en pie sin disimular ya su ira.
—¡Aunque tengamos que comer el cuero que reviste los mástiles y vergas, seguiremos navegando hasta cumplir la promesa hecha al rey. Confío en que Dios nos ayudará y nos dará próspera fortuna! Os queda prohibido terminantemente hablar con la dotación sobre la escasez de víveres. Peligra la vida de quien ose siquiera insinuar la cuestión. ¡Id con Dios!
Al día siguiente, la armada se preparó para explorar el estrecho, que fue denominado Todos los Santos. Un cañonazo dio la orden de partida, se largaron las gavias, se cazaron las escotas y en fila india las cuatro naves empezaron a cobrar velocidad con la
Concepción
en vanguardia. La dotación al completo abarrotaba las cubiertas, contemplando con curiosidad, no exenta de temor, las altas y peladas montañas que se alzaban a los lados.
Una vez salieron del angosto canal, se encontraron con una amplia bahía que se extendía hacia el sur, y poco después el vigía en la cofa del palo mayor dio un aviso:
—¡Veo una concentración de viviendas cercanas a la playa! ¡También hay un bulto enorme cubierto de aves!
Magallanes llamó a Espinosa.
—Acércate con una docena de hombres para explorar.
El bulto en la playa no daba la menor señal de movilidad. Una numerosa bandada de aves posadas sobre él levantó el vuelo, dejando al descubierto el cadáver de una ballena. Al llegar Espinosa y los marineros a tierra, subieron al cerro donde se alzaba el pueblo. Sin embargo, cuando llegaron a la cima, con las armas preparadas, vieron que no eran cabañas habitadas, sino túmulos ocupados por difuntos. Había cadáveres medio momificados, que habían sido ahumados, untados con betún y envueltos en mortajas de pieles de albatros. Algunos estaban tocados de plumas de aves marinas sostenidas con casquetes de malla hechos de tendones de foca, otros lucían collares de dientes de tiburón o conchas marinas engarzadas igualmente en tendones de foca. La mayoría de los cadáveres tenían a su lado cuchillos y lanzas de madera endurecidas al fuego; también había mazas rematadas por un gran nudo erizado de dientes de tiburón.
La flota continuó su navegar. A los dos lados seguían viéndose altas montañas cubiertas de crestas blancas, mientras que, por las noches, aparecían luces de hogueras encendidas en las colinas situadas al sur. Eran, sin duda, señales que se hacían los nativos para indicar el paso de las naves.
Pigafetta escribió en su diario que Magallanes dio a este territorio el nombre de Tierra de Fuego debido a tales hogueras.
Tras unas leguas de avance llegaron las naves a una amplia bahía donde aparecieron dos desembocaduras, una al sudeste y otra al sudoeste, por lo que Magallanes decidió enviar a la
San Antonio
ya la
Concepción
en reconocimiento de la sudeste, en tanto que la
Trinidad
y la
Victoria
proseguían su rumbo hasta divisar una gran montaña de dos picos coronados de nieve.
Después de veinte leguas, las aguas comenzaron a estrecharse tomando la dirección noroeste, y en ellas se adentraba un cabo grande y hosco; una imponente masa negra, veteada por hendiduras repletas de nieve. Se veían rodeados por riscos altos e inescalables. Ventisqueros de un color blanco azulado parecían suspendidos en el aire arrojando sobre cubierta su aliento helado.
Las naves se veían obligadas a cambiar de amura a cada instante. Tan pronto se veían proyectadas hacia una costa como hacia la otra. A menudo penetraban en diversos brazos sin salida. Los pilotos navegaban precavidos y lentos a través de aquellos peligrosos y desconocidos parajes, mientras Magallanes observaba atento el cambiante rumbo de la corriente. A menudo, ordenaba anclar bajo los empinados salientes de las altas montañas, guiado por unas grandes extensiones de algas de color verde púrpura que se movían con la marea.
Tras grandes dotes de paciencia y trabajos increíbles, las dos naves consiguieron llegar a una ensenada. Allí encontraron la desembocadura de un riachuelo, al que llamaron de las Sardinas por los abundantes bancos de ese pescado que había en aquel paraje. Magallanes ordenó fondear en espera de la
San Antonio
y la
Concepción
; entretanto, las dotaciones se dedicaban a la pesca del sabroso pez y a su salazón.
Mientras llegaban las otras dos naves, y para no exponer a sus barcos en exploraciones tan llenas de peligros, Magallanes envió a Espinosa en un bote de la
Trinidad
con el fin de seguir el curso del estrecho y ver si, efectivamente, finalizaba en el nuevo mar.
Al atardecer del tercer día se oyeron disparos hacia el oeste, y uno de los vigías no tardó en señalar la presencia del bote.
—¡Regresa el bote! ¡Están agitando los brazos!
Cuando Espinosa se encontraba a media legua, empezó a agitar alegremente una improvisada bandera.
—¡Lo encontramos! —gritó estentóreo—. ¡Hemos visto el Mar del Sur!
Aunque la dotación de los barcos no alcanzaba a oír sus palabras, era evidente la noticia que traía. Los hombres lanzaron gritos delirantes, repitieron las escenas de entusiasmo que habían tenido lugar cuando la
San Antonio
y la
Concepción
dieron con el paso días antes. Magallanes, subido en lo alto del castillo de popa de la Trinidad, lloraba.
Nada más poner pie en la nave capitana, Espinosa informó al capitán general:
—Hemos navegado por un cauce de orillas irregulares con acantilados que dominan sobre las aguas con derrumbaderos y hondos barrancos. El fuerte oleaje roe por la base de estos acantilados arrancando grandes peñascos. Por todos lados se ven extensiones yermas, desoladoras, que causan pavor. Los vientos huracanados cambian a cada momento. Las grandes mareas de cuarenta pies de altura que van hacia el oeste se encuentran con enorme olas que vienen del mar y se forma una fuerte marejada. No hay playas ni sitios resguardados que ofrezcan un fondear seguro. Hemos tenido que servirnos de los remos para no zozobrar.
Pero, por fin, vimos un cabo, más allá del cual se distinguía una bruma azulada.
¡Era el mar abierto...! ¡EI Mar del Sur!
Pasada la euforia, la emoción y el júbilo de Magallanes se convirtieron poco a poco en preocupación. Habían transcurrido cuatro días desde que la
San Antonio
y la
Concepción
salieran para su exploración y seguían sin saber nada de ellas. Debían de haber tenido algún percance, pues no era normal que tardaran tanto.
¿Habían encallado en algún arrecife, quizá? Tenían que buscarlas. Estaban perdiendo un tiempo precioso.
Las dos naves viraron en redondo partiendo en su búsqueda. Recorrieron detenidamente los muchos canales que se abrían a derecha e izquierda disparando un cañonazo cada media hora, y, por fin, a la tarde del segundo día divisaron a la
Concepción
.
Un preocupado Magallanes se inclinó sobre la borda para preguntar:
—¿Qué ha sido de la
San Antonio
?
Serrao movió la cabeza negativamente.
—No lo sé. Desapareció durante una gran nevada y llevamos dos días buscándola.
Magallanes, francamente desasosegado, envió a la
Victoria
hasta el mismo cabo de las Once Mil Vírgenes con la orden de que clavara una bandera en un sitio bien visible, a cuyo pie debía de colocar una olla, dentro de la cual se dejaba una carta con instrucciones por si el buque se había perdido. Se hizo lo mismo en diversos lugares elevados de la primera bahía y en una pequeña isla de la tercera. Todo fue infructuoso. No se halló el menor rastro de la
San Antonio
.
Magallanes no podía disimular su contrariedad. No sólo había perdido el mejor barco, sino el que más provisiones llevaba a bordo. Pigafetta se acercó al preocupado capitán en el castillo de popa.
—Estáis preocupado por lo que puede haberle ocurrido a la
San Antonio
,
¿no?
El portugués miró al cronista de la expedición y asintió levemente.
—Sí; no entiendo lo que le puede haber pasado.
—¿Por qué no lo consultáis con un astrólogo?
—¿Astrólogo?, ¿a quién os referís?
El italiano señaló con la cabeza hacia la
Concepción
.
—Andrés de San Martín. He oído rumores de que, además de ser astrónomo, también entiende de astrología.
—No creo que el padre Valderrama apruebe esas cosas.
Pigafetta se encogió de hombros.
—No tiene por qué enterarse.
Magallanes rumió en silencio la idea, la tentación de averiguar lo que había sido de la nave desaparecida era demasiado grande.
—Bueno —dijo por fin—, no se pierde nada con intentarlo.
Llamó a su criado Cristóbal.
—Vete a buscar al cosmógrafo Andrés de San Martín. Que se presente en mi camarote lo antes posible.