La sincronización de Duarte Barbosa fue perfecta. Mientras todo esto sucedía, él, con una treintena de hombres, trepaba por el estribor del barco. En contados minutos se hicieron con el control de la nave sin que la tripulación supiera a qué atenerse.
La voz potente del joven Duarte resonó en el frío aire de la bahía:
—¡Levad anclas! ¡Largad el trinquete!
La dotación de la
Victoria
obedeció al instante haciendo girar el cabrestante y largando velas en un lento caminar hacia la capitana, en tanto que la
Santiago
hacía otro tanto y se ponía en movimiento para unirse también a la
Trinidad
. Pronto los tres barcos cerraban la boca de la bahía con el fin de evitar todo intento de huida de los amotinados. En un abrir y cerrar de ojos, Magallanes había pasado de dominado a dominador, ante la estupefacción de los sediciosos, que contemplaban atónitos cómo la
Victoria
se unía a la
Trinidad
. Su asombro era tan grande como doloroso...
¿Qué podía haber ocurrido para tal defección? Mendoza no era hombre capaz de abandonarlos o cambiar de parecer en tan críticos momentos... Por más conjeturas que se forjaran, no podían encontrar una aceptable que les sacara de su perplejidad.
Cartagena y Quesada eran dos hombres preocupados que en su aturdimiento no sabían qué acción tomar.
—Pongamos a Mesquita en libertad —propuso Quesada—. Propongámosle que vaya a Magallanes y le ofrezca una capitulación aceptable.
Cartagena se mostraba pálido e inquieto. Aunque era una persona altiva y orgullosa, en el fondo yacía un hombre de un espíritu débil y poco emprendedor.
Además, en su fuero interno sabía que esta vez Magallanes no le perdonaría su rebeldía.
—Bueno —accedió nervioso pasándose la mano por los labios pálidos—, llamémosle.
Al poco rato, Mesquita, con grilletes en los tobillos, fue llevado ante los dos hombres.
—Te pondremos en libertad —le propuso Quesada al portugués— para que lleves un mensaje a Magallanes. Dile que le solicitamos una capitulación aceptable y que estamos dispuestos a negociar las condiciones.
—Magallanes no es de los hombres que acepten condiciones —replicó Mesquita—. Tendréis que rendiros o habrá lucha.
—¿Os negáis a ir?
—No serviría de nada.
Quesada miró a Cartagena contrariado. Hizo por fin una señal a los guardas señalando al portugués.
—Lleváoslo.
Cuando los dos hombres se quedaron solos, estudiaron la situación.
—Sigo sin entender lo que le ha pasado a Mendoza —exclamó Cartagena restregándose las manos nervioso.
Quesada se encogió de hombros.
—Está claro que le han sorprendido. Si no está muerto, estará cargado de cadenas en la bodega de la
Victoria
.
—Entonces, ¿qué salida nos queda?
—Luchar. Abrirnos paso a cañonazos.
—¿Contra tres naves? Sería una masacre. Habría infinidad de muertes inútiles. La misión no podría seguir adelante fuera cual fuera el resultado de la batalla.
—Quizá por esa misma razón Magallanes no se atreva a hacer fuego y nos deje pasar.
—¿Qué hacemos entonces?
Quesada estuvo unos momentos pensativo, paseando inquieto por la cámara. Por fin se detuvo y se enfrentó con el veedor de la expedición.
—Dejaremos a Elcano al mando de la
Concepción
y trataremos de huir con la
San Antonio
.
Era evidente que la suerte estaba decididamente a favor de Magallanes y en contra de los amotinados. Para hacerse a la mar, la
San Antonio
tenía que pasar muy cerca de la capitana. Quesada mandó levar las dos anclas mientras largaban todas las velas, pero la mala fortuna hizo que una de las anclas quedara a pique.
Contrariado, Quesada llamó inmediatamente a Mesquita:
—Subid al castillo de proa y decidle a Magallanes que no disparen.
Fondearemos si no hay derramamiento de sangre.
Mientras tanto, la
San Antonio
, garró, atrapada por el ancla que se hallaba a pique, y se precipitó de popa hacia la
Trinidad
.
De la nave capitana comenzaron a salir tiros de arcabuz, lanzas y flechas, lo que llenó de pavor a los marineros de la nave rebelde. Quesada, para infundirles ánimos, recorrió todo el buque defendiéndose con la rodela de los proyectiles que les arrojaban desde el buque adversario. Desgraciadamente para él, nadie siguió su ejemplo. La dotación estaba aterrorizada. Magallanes saltó al frente de varios hombres al combés de la
San Antonio
gritando:
—¿Por quién estáis?
Temerosos, muchos respondieron:
—Por el rey nuestro señor y por vuestra merced.
No hubo resistencia. Quesada, solo, se vio obligado a rendirse.
Con su rapidez habitual, el capitán general no se detuvo a saborear el éxito. Envió a Espinosa con varios hombres en el esquife en demanda de la
Concepción
.
Elcano había sido mudo testigo de lo ocurrido con la
San Antonio
. Movió la cabeza descorazonado ante la manifiesta chapuza de la
San Antonio
. El contramaestre Juan de Acurio estaba a su lado en el castillo de proa.
—¿Y ahora qué hacemos?
El de Guetaria suspiró amargamente.
—¿Qué podemos hacer? ¡En mi vida he visto semejantes chapuzas! Yo creo que ni queriendo podían haberlo hecho peor. Magallanes ha tenido suerte de tener frente a él semejantes inútiles.
Mientras tanto, el esquife comandado por Espinosa había llegado al costado de la
Concepción
.
—¡Eh, vosotros! ¿Quién está al mando?
Elcano se asomó a la borda y respondió escuetamente, sin tratar de eludir responsabilidades.
—Yo.
—¿Os rendís? —le conminó Espinosa.
—Nos rendimos.
Magallanes, en su afán de no perder tiempo, ordenó que se celebrara el juicio inmediatamente. Nombró jueces a todos los pilotos neutrales y se hizo uso de todos los considerandos jurídicos, todas las formalidades y todos los requisitos del código naval vigente, levantando acta notarial de todas las declaraciones y testimonios.
El juicio empezó acusando Mesquita a Gaspar de Quesada, ex capitán de la armada castellana, de homicidio y sedición. Los jueces le declararon culpable.
Magallanes dictó sentencia condenatoria de muerte, que firmó sin que le temblara el pulso. En su rostro no se vio el menor rasgo de emoción.
A continuación fueron declarados reos de alta traición Juan de Cartagena, Luis de Mendoza, Antonio de Coca, Juan Sebastián Elcano, el clérigo Pedro Sánchez de la Reina, el criado de Quesada, Luis de Molina y otros cuarenta hombres de las tripulaciones. Magallanes firmó la sentencia de muerte de Mendoza con la misma frialdad que la de Quesada. Sin embargo, al llegar a la de Cartagena su pluma se detuvo vacilante. La categoría que tenía el veedor de la expedición era casi tan alta como la suya. Además, era un caballero de mucho prestigio y muy altas relaciones en la corte, sobre todo la del obispo Fonseca. Su muerte podría acarrearle nefastas consecuencias. Cambió la sentencia por otra en apariencia mucho más benigna: Tanto Cartagena como el sacerdote Sánchez de la Reina, a quien tampoco podía ajusticiar por ser persona consagrada, quedarían abandonados en San Julián cuando la flota zarpase de puerto. Por otro lado, Magallanes tampoco podía mandar ejecutar a cuarenta de sus hombres, pues suponía una quinta parte de la dotación y una pérdida semejante reduciría en forma considerable las maniobras, por lo cual les conmutó la pena de muerte por otra de trabajos forzados. De este modo, la pena capital quedaba reducida a Quesada, pues Mendoza ya estaba muerto.
Quesada conservó su gallardía durante todo el juicio y ni siquiera cuando oyó su sentencia mostró abatimiento. Su voz no temblaba cuando al final del juicio se puso en pie.
—Como hidalgo castellano reclamo el derecho a ser ejecutado como tal —
dijo mirando altivamente a Magallanes—. Pido ser decapitado.
Hubiera sido humillante para un hidalgo de tan elevada alcurnia ser ejecutado en la horca o con garrote. Magallanes era consciente de ello.
—Muy bien —accedió—. Seréis decapitado.
A continuación, se dirigió a Luis de Molina, criado de Quesada, que había sido también condenado.
—Vos llevaréis a cabo la acción.
Horripilado, el infeliz servidor vaciló. Su instinto de conservación le empujaba a no arriesgar la vida, pero su conciencia se revelaba contra un acto tan alevoso como repugnante.
—No —gritó—. No lo haré. No mataré a mi señor. Prefiero morir con él.
Quesada le miró afectuosamente.
—Gracias, mi fiel Luis. Sé que lo harías, pero no puedo consentir que haya más muertes. Además, si no lo haces tú, lo hará otro, con lo cual no adelantamos nada.
El rostro del fiel criado se inundó de lágrimas.
—¡No pueden... no pueden pedirme una cosa tan cruel...!
Quesada volvió a hablarle, sonriendo a pesar de la palidez de su rostro.
—Prefiero que lo hagas tú, mi querido Luis. Estoy seguro de que lo harás limpiamente, mejor que algún chapucero de esos que necesite varios golpes y me tenga con la cabeza colgando...
El indisimulado hipido del pobre desgraciado se unió a las lágrimas que sin ningún disimulo resbalaban por sus mejillas. Inclinó la cabeza en resignada aceptación.
—Bien —suspiró Quesada—, pues lo único que pido ahora es que se me permita confesar mis pecados con el sacerdote Sánchez de la Reina y que se lleve a cabo la ejecución lo antes posible. Quisiera —añadió dirigiéndose al escribano de la
Trinidad
, León de Espeteleta, que estaba tomando nota del juicio— que anotarais cómo muere un caballero castellano.
Magallanes se levantó.
—Mañana al alba se llevarán a cabo las dos ejecuciones, la vuestra y la de Mendoza. Tenéis toda la noche para poneros a bien con el Creador.
La noche fue larga, interminable. Nadie de la dotación pudo conciliar el sueño. El viento frío, implacable, seguía azotando las embarcaciones. Las vergas y los masteleros crujían bajo su impulso, las jarcias, las entenas y los amantillos vibraban y producían un sonido lúgubre, que variaba de intensidad según las rachas.
Encerrados en el camarote del capitán, en la San Antonio, hacía mucho tiempo que los dos hombres guardaban silencio. Después de ponerse a bien con Dios, Gaspar de Quesada había intentado dar ánimos a su vez al sacerdote, que también veía sus días contados.
—Sin duda os recogerán a la vuelta de la expedición. Magallanes es ferviente católico y no puede dejar morir a un sacerdote, por muy traidor que le considere.
Sánchez de la Reina había perdido un tanto su aire dicharachero y jovial.
Desde que había oído su condena a ser abandonado junto a Cartagena, no dejaba de pensar ni un solo instante en la clase de muerte que les esperaba, abandonados en una tierra inhóspita.
—Vos, al menos, tendréis una muerte rápida. Nosotros moriremos lentamente, helados de frío.
—La esperanza os mantendrá vivos. Tarde o temprano un buque pasará por aquí, y, si no es el mismo Magallanes a la vuelta, habrá otras expediciones.
—¿Cuándo? ¿Dentro de dos años? ¿Creéis que estaremos vivos para entonces? Ni Cartagena ni yo hemos hecho otra cosa en nuestra vida que llevarnos a la boca lo que nos ponían en el plato...
—Aprenderéis.
El cura movió la cabeza negativamente.
—No tenemos ni edad ni aptitudes para ello.
—Pues si es así, padre —dijo Quesada con tristeza—, pronto nos veremos al otro lado. Si Dios me lo permite, os esperaré y os guiaré por aquellos lares con la experiencia que yo tenga para entonces.
—Gracias. Quizá no tengáis que esperar mucho... ¿De veras no guardáis ningún rencor a Magallanes?
—En absoluto. Le perdono de todo corazón. Creo que está obrando según su conciencia, por muy equivocado que nosotros creamos que está.
—Os admiro —replicó el cura—. No debe de ser fácil perdonar al que acaba de condenaros a muerte...
—Todos tenemos que morir, padre.
—Eso es verdad, pero... —el clérigo se interrumpió, advirtiendo que el que estaba siendo consolado era él, cuando se suponía que tenía que estar infundiendo ánimos—. No me hagáis caso. Me siento un poco negativo esta noche. Vos sabéis que ésa no es mi forma de ser. Debemos prepararnos para limpiar nuestras almas de toda mancha. La Santísima Virgen María os estará aguardando mañana, sin duda. Confiad en ella; actuará de intermediaria.
—Confío en ella, padre.
Después de un momento de silencio, el sacerdote dijo:
—Aunque vos no tenéis la potestad de absolverme, quisiera confesar mis faltas, ahora que también mi fin se acerca.
—Podéis confesaros con el padre Valderrama.
Sánchez de la Reina suspiró.
—Me imagino que tendré que hacerlo alguna vez, pero retardaré lo más posible la confesión de mis debilidades a ese inquisidor.
—No os lleváis muy bien con él...
El cura hizo un gesto con la cabeza.
—En realidad, no nos llevamos..., pero, como decís, tarde o temprano tendré que limpiar mi alma con él y pedirle humildemente la absolución de mis pecados.
—Vos no podéis tener muchos pecados, padre.
—No me conoces bien, hijo, mi carne es débil. Y, a pesar de mi sotana, he pecado mucho contra el sexto mandamiento, rompiendo mis votos de castidad.
Debo reconocer que cuando estuvimos en la bahía de Santa Lucía... Bueno, más de una noche colgué los hábitos y me adentré en la selva con alguna nativa.
Quesada sonrió.
—Estoy seguro de que el Señor sabrá comprender y os perdonará.
—Y espero que me perdone también los excesos de bebida y comida, así como mi hablar un poco libertino.
—Estáis entre marineros, padre. No es de extrañar que se os contagien un poco las expresiones marineras.
—Sí, pero tengo que reconocer que me excedo en más de una ocasión.
Además, he sido en cierto modo culpable de vuestra actual situación, yo contribuí a que esta revuelta se produjera.
—Era inevitable. Creo que lo que hicimos fue lo correcto. Lo único que lamento es la muerte del maestre Elgorriaga.
—No ha muerto todavía.
Quesada movió pesaroso la cabeza.
—Fue un valiente. Siento haberme dejado llevar por la ira. Daría mi vida a gusto por la suya.