Trató de recordar los últimos acontecimientos. ¡La explosión! ¡Eso era!
¡Sus ropas habían prendido fuego! ¡Se encontraba envuelto en llamas! ¡Había tenido que lanzarse al agua! ¡Debía de tener quemaduras por todo el cuerpo...!
¡Dios!, ¡la cara!, ¡le dolía horriblemente la cara! Era el mismo dolor que cuando en Patagonia se había quemado con la explosión de la botella de pólvora.
En ese momento se dio cuenta de que no estaba solo, de que había alguien a su lado, pero, ¿dónde estaba? Se hallaba tendido en una cama, eso era seguro, y alguien había cerrado las ventanas para mantener la habitación a oscuras. Trató de moverse, pero un dolor intensísimo recorrió su cuerpo.
—No te muevas. Estás herido.
Era una voz femenina la que le hablaba en el idioma moluqueño.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
Comprendió que había hablado en castellano y volvió a repetir la pregunta en el idioma nativo.
—Estás en Tidor, en una cabaña. Entre amigos.
Parecía la voz de una joven, pensó Urdaneta.
—¿Quién eres?
—Me llamo Maluka. Yo te cuido. Tu cuerpo está quemado.
El joven guardó silencio no sólo porque el simple hecho de hablar le producía un dolor adicional, insoportable, sino porque la última frase de la joven le había hecho comprender que se había convertido en un hombre marcado. A sus diecinueve años, su rostro se vería convertido en una máscara. Por un largo momento, lágrimas de amargura e impotencia asomaron a sus ojos.
Sin embargo, no era Andrés de Urdaneta hombre que se abatiera fácilmente por las circunstancias. Apretando los labios, apartó de su mente los lúgubres pensamientos que le invadían. Al fin y al cabo, poco importaba su aspecto en aquel apartado rincón del mundo donde quizá tuviera que pasar el resto de su vida. Y, de todas formas, cuando le creciera la barba disimularía en buena medida las cicatrices.
—Yo te curo ahora.
El joven siguió con la mirada a Maluka. A pesar de la oscuridad, se dio cuenta de que era una joven atractiva. No tendría más de dieciséis años, pero ya tenía el cuerpo completamente desarrollado. Como la mayoría de las jóvenes moluqueñas, vestía solamente una tela arrollada en la cintura que le cubría las piernas, mientras llevaba el torso desnudo. Andrés no pudo menos que fijarse en lo turgentes y atractivos pechos que se cimbreaban a pocos centímetros de su rostro. Un pelo largo, sedoso y negrísimo le caía hasta la cintura. Cuando sonreía, mostraba en la oscuridad de la cabaña unos dientes blanquísimos e iguales. Sus ojos eran negros, adornados con unas pestañas que en la penumbra él adivinaba larguísimas.
—Aceite —dijo ella enseñándole una cáscara de coco llena de un líquido pegajoso.
El intentó sonreír a pesar del dolor que le atenazaba.
Con mucho cuidado y gran dosis de paciencia, la joven derramó el aceite sobre el cuerpo del joven, esparciéndolo con una mano suave y agradable al tacto.
El frescor del ungüento alivió las quemaduras del joven. Comprendió que no era la primera vez que la joven le frotaba el cuerpo con aceite. Seguramente lo había hecho cuando estaba inconsciente. De repente, cuando ella le extendió el óleo por la parte baja de su cuerpo, Andrés notó horrorizado que estaba completamente desnudo. Sintió que la sangre le subía al rostro, y que su corazón latía más deprisa debido a la vergüenza que le invadía. En realidad, el joven nunca había estado a solas con una mujer, y mucho menos desnudo. Apenas era un poco más que un niño cuando salió de su tierra natal, y desde que había llegado a las Molucas había estado demasiado ocupado guerreando para pensar en mujeres.
Sí se había fijado, con un poco de envidia, en otros marineros que se juntaban fácilmente con nativas, y había observado que éstas no parecían tener ningún tabú sexual. Para ellas hacer el amor era algo tan natural como jugar en la playa o comer.
Cuando la joven terminó de curarle, Andrés sintió pena de que hubiera terminado. El contacto de sus dedos suaves le proporcionaba una sensación tan agradable que superaba con creces el dolor que sentía. Cuando ella terminó y se levantó para irse, Andrés le sonrió.
—Gracias —dijo—, me siento mucho mejor. Quédate conmigo un poco más.
Urdaneta no estaba muy seguro de si le había entendido, pero lo cierto es que la joven se sentó a su lado en el suelo, dejando que sus pechos se apoyaran de una forma natural en el hombro del joven, mientras su largo cabello caía sobre su mejilla quemada.
—Dios mío —murmuró el joven sintiendo cómo una sensación indescriptible le subía por todo el cuerpo, acelerándole el pulso—. ¿Cómo serán los ángeles del cielo?, ¿será posible que se cometa pecado amando a una criatura tan divina como ésta...?, los curas tienen que estar equivocados...
Al cabo de diez días, Andrés de Urdaneta era capaz ya de levantarse del lecho y daba los primeros pasos apoyado en la joven. Como tenía una gran parte del cuerpo quemada, seguía tan desnudo como el día en que nació; sin embargo, se había ya acostumbrado y había dejado de preocuparse por ello.
Durante este tiempo, averiguó que Maluka formaba parte de una gran familia de doce hermanos, la mayor parte de ellos casados y poseedores de sus propias cabañas. Ella vivía con sus padres y dos hermanas más pequeñas en una choza junto a la que estaba él, que usaban como despensa.
No parecía que los padres tuvieran ningún inconveniente en dejar que su hija pasara la mayor parte del día cuidando de un joven blanco completamente desnudo. Al contrario, en alguna ocasión la madre de la joven la ayudó a curar sus heridas sin el mínimo atisbo de pudor. De todas formas, tampoco se podía decir que los nativos de las islas gastaran mucho dinero en tela para cubrirse, pues la mayor parte de ellos apenas lo hacían con un taparrabos de hojas de higuera o de palmera.
Durante el tiempo que Urdaneta estuvo al cuidado de la joven Maluka, había recibido la visita de varios de sus compañeros y, en una ocasión, al poco de sufrir las quemaduras, la de Carquizano.
—Tengo una buena noticia que darte, Urdaneta.
El joven miró a su jefe sentado en un tronco a su lado.
—¿Qué es, capitán?, ¿hemos ganado la guerra?, ¿se han rendido los portugueses?
Carquizano rió.
—Tanto como eso no, pero sí hemos conseguido una tregua.
—¿Una tregua? —repitió el joven—, ¿quiere eso decir que no tenemos que pelearnos más contra ellos?
—Bueno —sonrió el capitán—, al menos no de momento. Parece ser que Henríquez ha comprendido que no nos puede derrotar por la fuerza. Así que, por ahora, podemos estar tranquilos.
—No os fiéis de ellos, capitán. Los portugueses son muy traidores...
—No más que otros Andrés. Ellos creen tener razón y defienden a su rey con todas sus fuerzas, tal como hacemos nosotros... El caso es que hace un par de días vino a verme Baldaya, el famoso plenipotenciario de Henríquez.
—¿Ah sí?, ¿y qué quería?
—El muy sinvergüenza trató de hacerme ver que yo era un simple aventurero por cuenta propia, en vez de ser un representante de su majestad el emperador.
—Ya lo he dicho antes, los portugueses no son gente de fiar...
Carquizano asintió.
—El caso es que me sacó de mis casillas y le desafié a un duelo.
—¿Ah sí?, ¿y lo aceptó?
—Pues sí.
—¿Entonces os peleasteis?
—No. Sus acompañantes le disuadieron de hacerlo. De todas formas, cuando nos apaciguamos un poco firmamos un armisticio.
—¡Así que no estamos en guerra con ellos...!, ¡a ver cuánto dura la paz...!
—Esperemos que dure..., nos han invitado a visitar su fuerte... ¡Oye!, veo que tienes una bonita enfermera —dijo mirando a la joven que entraba en ese momento—; así ya se puede estar enfermo.
—Sí —suspiró el joven guipuzcoano—, me parece que no me voy a curar nunca.
Sin embargo, un mes más tarde las quemaduras de Andrés estaban ya cicatrizadas, aunque la joven nativa seguía aplicando con sospechosa perseverancia el bálsamo curativo sobre su cuerpo.
El sol hacía ya algún tiempo que se había escondido bajo el horizonte y una luna llena proyectaba cálidos rayos plateados por la ventana de la estancia, cuando la joven se dirigió a la cabaña con el ungüento milagroso. Andrés la observó desde la ventana y se tumbó rápidamente en el camastro antes de que ella entrara. Ninguno de los dos habló. Ella sólo le sonrió tímidamente cuando él la miró. Después, durante un rato, con los ojos cerrados, Andrés dejó que los suaves dedos de la joven acariciaran su cuerpo llagado. El aire de la noche era cálido.
Los cantos de los pájaros nocturnos y el chirriar de los grillos llenaban el aire con un hechizo irreal.
Andrés de Urdaneta sintió de repente miedo, miedo a algo desconocido y, sin embargo, ansiado, tan ansiado como nunca había deseado nada igual en su vida. Oleadas de una sensación extraña le invadieron desde lo más profundo de su ser. Llamaradas de un fuego, tan real como el que había quemado su piel, subían, esta vez por el interior de su cuerpo, no dejándole apenas respirar. Su corazón empezó a latir alocadamente, mientras una sensación de ahogo se apoderaba de su tórax y le llegaba hasta la cabeza para nublarle la mente.
El cuerpo de la joven se cimbreaba en la oscuridad, tocándole ocasionalmente al inclinarse sobre él. Su piel despedía un aroma embriagador.
Andrés, en un impulso incontrolable, posó sus labios resecos y ardientes sobre el pecho de la joven. Maluka se detuvo como si una fuerza invisible la hubiera convertido en estatua. Sólo que las estatuas no respiran y la joven lo hacía de forma ostensible. Su pecho subía y bajaba en una cadencia rápida, como si algo le quemara en su interior y buscara el frescor del aire para apagarlo. El joven guipuzcoano había pensado muchas veces en cómo se hacía el amor. Se lo había imaginado de muchas maneras, lo había oído mil veces relatar en labios de marineros durante las largas vigilias a bordo. Sin embargo, las risotadas de éstos y sus gestos obscenos no tenían nada que ver con los momentos increíbles que estaba viviendo el joven. Se sentía como transportado en una nube, flotaba en el aire. Con los ojos cerrados besó primero con suavidad y luego con pasión aquel cuerpo tan largamente deseado.
Maluka, después de un momento, respondió a las caricias del joven con la misma pasión que él. Pronto sus cuerpos se juntaron fundiéndose en uno solo. El movimiento rítmico de ambos jóvenes tuvo un colofón rápido, casi al unísono, acompañado de largos y profundos suspiros de los dos amantes.
—Capitán, se acercan varios barcos portugueses.
Henríquez subió hasta lo alto del fuerte para ver por sí mismo quién se acercaba.
—Me imagino que vendrán a cargar especias, como de costumbre —dijo mirando al primero de los veleros que se acercaba ya al puerto.
La nao estaba ya lo suficientemente cerca para divisar en la proa una figura que no dejaba de inquietar al capitán Henríquez. No sabía por qué, pero aquel hombre vestido con jubón de terciopelo oscuro y camisa de seda blanca (una exquisitez que estaba fuera de lugar en las Molucas) parecía presagiar cambios, y los cambios eran algo a lo que él no estaba muy acostumbrado.
Por fin, el hombre saltó a tierra y Henríquez pudo examinarlo a conciencia mientras subía por el sendero hacia el fuerte. Parecía alto, de carnes enjutas, una perilla bien recortada le daba un cierto aire truhanesco, que ojos negros demasiado juntos acrecentaban todavía más. Detrás de él caminaban dos criados malayos cargados de bultos.
—¿El alcaide del fuerte? —preguntó secamente al llegar a la puerta.
Henríquez salió a recibirle.
—Yo soy. ¿A quién tengo el placer...?
—Soy Jorge de Meneses —dijo con una ligerísima inclinación del busto—, nuevo general de las islas Molucas.
—¿Nuevo general...? — Henríquez repitió incrédulo.
—Aquí tenéis mis credenciales. Selladas y firmadas por el gobernador de la península de Malaca.
—¿Y a partir de cuándo entráis en posesión de vuestro cargo?
—A partir del día de mi llegada. Es decir: hoy.
Henríquez sintió que el mundo se hundía a su alrededor. Tenía muchos negocios en las islas que le rentaban unas ganancias considerables y a las que no estaba dispuesto a renunciar.
—Necesitaré algún tiempo para poner mis asuntos en orden...
El recién llegado negó con la cabeza.
—Uno de los barcos zarpará en cuanto cargue clavo. Vos debéis estar en él.
Henríquez se salió de sus casillas.
—¡Me niego a acatar esa orden!
Don Jorge de Meneses se irguió todo lo que daba de sí su alambrado cuerpo.
—¿Que os negáis a qué...? ¿Os dais cuenta de que estáis desobedeciendo al gobernador de Malaca, lo que es tanto como decir al mismo rey de Portugal?
Henríquez se daba cuenta de lo difícil de su situación. Sin embargo, insistió:
—Sí.
Meneses se volvió a los guardias de la fortaleza.
—En nombre de su majestad —dijo solemnemente—, os ordeno que apreséis a este hombre por desobediencia.
Los hombres se miraron indecisos, pero finalmente Baldaya se acercó a su ex capitán.
—Será mejor que os entreguéis —dijo—. Veremos a ver qué se puede hacer cuando las cosas estén más calmadas.
Lo que se podía hacer, y se hizo al día siguiente, fue muy sencillo: liberar a Henríquez y encarcelar al recién llegado Meneses. Sin embargo, había un porcentaje elevado de hombres que temían las represalias que indudablemente seguirían, por lo que a los pocos días se decantaron a favor del nuevo general. Eso sin contar con los tripulantes de los barcos, que, claro está, inclinaban la balanza claramente a favor de Meneses.
Durante varias semanas se sucedieron las escaramuzas en la isla de Ternate, en las que llevaron la peor parte los partidarios de Henríquez. Los castellanos, por su parte, aunque estaban a favor de este último, no querían dejar sus fortificaciones desguarnecidas, y menos trasladar sus tropas a Ternate, por lo que se limitaron a ofrecer ayuda esporádica a sus antiguos enemigos.
Cierto día, uno de los nativos acudió a ver a Carquizano con malas noticias.
—El nuevo gobernador ha ganado la guerra —dijo—. Henríquez ha sido apresado y llevado a uno de los barcos.
Urdaneta, que se hallaba con el capitán examinando unos planos de las islas, levantó la cabeza.
—Así que todo se acabó —comentó—. Lástima. A Henríquez, al menos, lo conocíamos; con éste no sabemos a qué atenernos.