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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (92 page)

BOOK: Los navegantes
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—Ahí estaba —dijo.

Legazpi se volvió hacia los cinco agustinos con gran recogimiento.

—Sugiero, padres, que, nuestra futura iglesia se edifique en este mismo sitio donde fue hallada la imagen de Nuestro Salvador.

Los cinco religiosos asintieron con la cabeza.

—Me parece muy bien —dijo fray Aguirre—. Sea como decís.

Al volver a la playa el maestre de campo mostró a Legazpi dos falconetes, uno de hierro y otro de bronce. Ambos estaban inservibles y muy oxidados. Eran, sin duda alguna, pertenecientes a alguna de las naos de Magallanes.

Aunque la expedición se había establecido ya en Cebú, no habían conseguido, sin embargo, hallar comida. Ésta seguía siendo para Legazpi una de las asignaturas pendientes.

Al anochecer reunió a los dos capitanes De la Isla y Goiti.

—Coged cincuenta hombres —les ordenó—, y acercaos a la aldea más cercana. Por los indicios, debe de haber una a un par de leguas. Tenemos que encontrar comida. Traed toda la que encontréis, pero no quiero muertes a no ser que sean en defensa propia.

Según se acercaban los cincuenta expedicionarios a la pequeña aldea, podían sentir que los habitantes huían despavoridos. Sin duda, habían puesto centinelas para avisar a la población de la presencia de los castellanos.

—Dejadles que se vayan —ordenó Goiti—, que nadie haga daño a ningún nativo.

El golpe dio por resultado el hallazgo de gran cantidad de mijo, arroz, puercos, cabras y gallinas.

—Hemos encontrado cuatro ancianos, dos hombres y dos mujeres —relató De la Isla a Goiti.

—Bueno, les llevaremos con nosotros. Será mejor que cada uno cargue con lo que buenamente pueda y que nos volvamos lo antes posible.

En cuanto los hombres llegaron a la base cargados con provisiones, Legazpi fue a recibirles alborozado.

—¿Habéis traído todas las provisiones que había en el poblado?

Goiti negó con la cabeza dejando caer al suelo un pesado saco de mijo.

—No; había mucho más. Hemos traído lo que hemos podido.

Legazpi se mostró contrariado.

—Deberíais haber dejado una guardia custodiando los bastimentos. Seguro que cuando vayáis de nuevo ya no encontraréis nada.

Efectivamente, cuando llegaron los hombres de refresco a por la siguiente carga ya no quedaba nada que llevarse. Los habitantes habían aprovechado la ausencia de los soldados para esconder lo que restaba de sus haciendas.

No obstante, el maestre de campo, que era quien había ido al mando de los soldados de refresco, decidió no regresar de vacío y, con grandes precauciones, siguió adelante. A media legua encontraron otro poblado donde había gran cantidad de mijo y unas tres pipas de arroz. De los habitantes, ni rastro.

Uno de los soldados se acercó a Mateo de Saz.

—Maese Mateo —dijo—, hay un riachuelo muy cerca de aquí. También hay varias canoas. Creo que podríamos llevar las provisiones por el río hasta la costa.

—Magnífico —exclamó el maestre—. Llevaremos todos los bastimentos al río.

Sin embargo, las tres canoas resultaron pequeñas para acarrear las provisiones, con lo que el transporte no pudo efectuarse en un viaje, y en el segundo, los soldados se encontraron con la oposición de unos trescientos cebuanos que defendieron su hacienda con gran denuedo. Arrojaban sus lanzas y flechas desde detrás de los árboles y corrían a esconderse, de modo que a los españoles les era muy difícil disparar contra ellos.

Por fin, el maestre de campo consiguió regresar a la base sin sufrir más bajas que tres heridos leves.

Al día siguiente, Legazpi ordenó traer a su presencia a los cuatro ancianos prisioneros y les llevó a la choza donde se había encontrado el Niño Jesús.

—Quiero que me digáis —solicitó por medio de Urdaneta— quién vivía en esta choza.

Los cuatro ancianos se miraron y cuchichearon entre sí. Por fin uno de ellos se encogió de hombros y se dirigió al jefe castellano.

—Aquí vivía un esclavo blanco.

—¡Un esclavo blanco! —repitió Legazpi—. ¿Qué ha sido de él?, ¿dónde está ahora?

—No lo sabemos. Todo el mundo ha huido al interior de la selva.

La situación de los expedicionarios era en extremo precaria, pues todas las noches se acercaban los nativos: a atacar a los centinelas. No concedían a los castellanos un momento de reposo. Amparándose en los espesos bosques de los alrededores del poblado, llegaban sin ser vistos hasta la misma guardia. Fue por eso que las primeras órdenes de Legazpi fueron talar las inmediaciones del poblado.

Por fin, el 8 de mayo, después de una misa mayor oficiada por los cinco agustinos, con confesión y comunión general de todos los expedicionarios, se puso con gran solemnidad la primera piedra de lo que sería el fuerte y la futura villa. Tres mojones señalaron el triángulo que formaba el recinto de unos doscientos pasos cada lado. Legazpi, el maestre de campo y los capitanes se reservaron en cada ángulo el honor de dar los primeros golpes de azada.

Solemnemente Legazpi declaró.

—Yo, Miguel López de Legazpi, por el poder otorgado por su majestad Felipe II, declaro que esta villa que hoy fundamos llevará por nombre San Miguel, por haber sido fundada el día del recuerdo de su aparición.

Se señaló a continuación el lugar que debía ocupar la futura iglesia, justo en el sitio donde se había encontrado la imagen del Niño Jesús. Esa misma noche, los indígenas realizaron su acostumbrado ataque, aunque esta vez mucho más intenso pues se daban cuenta de que una vez que los castellanos estuvieran protegidos por un fuerte sería muy difícil echarlos. En un intento desesperado de acabar con los invasores, los atacantes prendieron fuego a su propio poblado. La noche se iluminó rápidamente con largas lenguas de fuego que se alimentaban con los bohíos de paja y hoja de palma que formaban los tejados. No faltó mucho para que se produjera una catástrofe, pues gran parte de los efectos de la expedición, incluyendo algunos barriles de pólvora, habían sido desembarcados.

Era imprescindible construir una casa a cal y canto donde las provisiones estuvieran aseguradas hasta que se terminara el fuerte. Legazpi dio órdenes de trabajar las veinticuatro horas del día en turnos de doce. Solamente estaban exentos de tales trabajos los soldados que se dedicaban a recoger los bastimentos que la nave capitana necesitaba para su viaje de regreso a Nueva España.

No transcurrió mucho tiempo antes de que la capilla estuviera construida dentro de unos recios muros de piedra, y el día de su inauguración la imagen del Niño Jesús quedó depositada en el altar del templo, que fue dedicado desde aquel día a la advocación del Nombre de Jesús. Se instituyó en aquel mismo momento una cofradía bajo ese mismo título, en la cual ingresaron como cofrades la mayor parte de los expedicionarios.

Un voto colectivo prometía guardar, santificar y celebrar solemnemente el día 28 de abril, fecha en que se encontró la imagen. El escribano de la expedición tomó nota oficial del nombre del soldado que había encontrado la imagen, así como de todos los detalles sobre cómo y dónde estaba, para dejar constancia del origen y motivo de la fiesta.

El recinto estaba ya casi terminado y eran cada vez más esporádicos los ataques de los nativos hasta que al ver la futilidad de sus esfuerzos, los indígenas terminaron por dejarles tranquilos.

El 15 de mayo Urdaneta acudió a ver a Legazpi.

—Miguel—dijo el agustino—, quería comentarte una cosa.

El capitán general se levantó del asiento de su nuevo despacho junto a la capilla. Estaba ubicado en el centro mismo del fuerte. A pocos pasos estaba el almacén general, guardado día y noche por un centinela.

—Hola, Andrés. Dime, qué te preocupa.

—Estamos oyendo rumores, o más que rumores, de que muchos soldados se dedican a abrir sepulcros para despojar a los cadáveres de los indígenas de todas sus alhajas. Ya sabes que aquí los entierran con todas sus pertenencias...

—Sí. Algo había oído, aunque no he dado demasiada importancia al hecho.

—Puede que no la tenga —reconoció Urdaneta—, pero no vamos a tener muy bien dispuestos a los nativos si permitimos que nuestros soldados roben a sus familiares muertos.

—Quizá tengas razón. Mañana mismo dictaré un bando para prohibir que se abran sepulturas en adelante sin permiso y sin la presencia de un oficial de su majestad.

—Bien. Pues te dejo y sigo con mis preparativos.

—¿Y qué tal van éstos?

—Tenemos la mayor parte de los bastimentos a bordo. Creo que dentro de dos semanas podremos zarpar.

Legazpi se acarició la barba suavemente con la mirada preocupada.

—¿Sigues pensando que la
San Pedro
es la más apropiada para la navegación?

—Sí. Es, sin duda, la más resistente. En caso de un largo viaje resistirá mejor tanto la broma como las tempestades.

Legazpi se encogió de hombros.

—Yo no soy marino, pero veo a la
San Juan
más marinera y veloz para un viaje en el que tendréis que orzar y navegar de bolina casi todo el tiempo.

Urdaneta negó con la cabeza.

—Espero encontrar vientos a favor por el paralelo treinta norte. Y si es necesario subir más, subiremos hasta donde haga falta; incluso si tenemos que llegar a las islas Cipango.

El anciano capitán general asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Otra cosa que me preocupa es la decisión que se tomó en la junta de nombrar capitán a mi nieto Felipe. Es demasiado joven.

Urdaneta sonrió.

—El joven Felipe de Salcedo tiene la misma edad que tenía yo cuando llegamos a las Molucas... No te preocupes, es un joven muy maduro para su edad y además posee unos conocimientos de navegación poco comunes. Por otra parte, contamos con gente muy buena, como el piloto mayor Esteban Rodríguez, el contramaestre Francisco Astigarribia y el piloto de la patache Rodrigo de Espinosa.

—¿Para cuánto tiempo lleváis provisiones?

—Para ocho meses. Con suerte, nos sobrará una buena parte.

—Eso espero... eso espero.

Antes de la partida de la nave, quiso Legazpi inaugurar el fuerte, la iglesia y las barracas de los soldados con toda pompa y solemnidad.

Curiosamente, ese mismo día aparecieron en el fuerte dos de los principales de Cebú, acompañados de más de treinta indígenas.

—Capitán —anunció uno de los centinelas—, unos indígenas solicitan veros. Quieren autorización para entrar en el fuerte.

Legazpi se levantó de su asiento complacido. Por fin parecía que los nativos entraban en razón.

—Dejadles entrar —dijo—, pero aseguraos de que no portan armas.

Legazpi recibió a los emisarios ceremoniosamente y les invitó a presenciar la procesión y escuchar la misa y el sermón en la recién inaugurada iglesia. Después de la ceremonia, Legazpi les invitó a comer y aprovechó la oportunidad para reiterar sus intenciones pacíficas.

A partir de aquel día las visitas de los nativos fueron prodigándose y no tardaron en presentarse emisarios del mismo Tupas, el reyezuelo de Cebú. Era evidente que éste trataba de sondear las intenciones de Legazpi para con él; sin embargo, las seguridades dadas por el general y la insistencia que manifestaba éste en ser creído bajo su fe y su palabra no parecían tranquilizar a Tupas.

Legazpi envió entonces al reyezuelo como garantía un rico paño blanco, con un mensaje en el que le aseguraba que bastaba enarbolarlo en la punta de un palo para ser, sin más, recibido en paz. La idea debió de parecer espléndida a los nativos, pues a partir de aquel día aparecieron multitud de indígenas portando banderas blancas. Incluso los paraos que pasaban por delante de la armada entraban y salían de puerto con una señal blanca en lo alto del mástil.

Pero, a pesar de todo, Tupas no acudía. Era evidente que el reyezuelo sentía gravitar sobre sus espaldas el recuerdo de la vieja traición de sus antepasados. Muy posiblemente temía represalias a pesar de las buenas palabras del general.

Legazpi veía que la partida de la nave iba a dejarlos en clara desventaja con respecto a los nativos, por lo que quería hacer las paces cuanto antes con el reyezuelo. Decidió consultar con los mandos expedicionarios, y fue el padre Aguirre el que, cogiendo el toro por los cuernos, ofreció una solución.

—Es evidente —dijo— que el hombre teme las consecuencias de las acciones de sus antepasados.

—Estamos de acuerdo en eso —asintió Legazpi.

—Sé que le habéis ofrecido la paz una y otra vez, incluso le habéis sugerido la conveniencia de perdonar hechos anteriores, pero nunca se ha mencionado expresamente el banquete fatídico.

—¿Creéis que deberíamos hacerlo?

—Produciría un gran efecto en su moral. Y deberíais añadir que, en vuestro ánimo, ese episodio está totalmente perdonado.

—Bien, creo que seguiré vuestro consejo y mandaré un emisario con ese mensaje.

Con el mensajero, Legazpi insistía sobre todo en que no conocía ni entendía el motivo de rehusar su amistad, mayormente cuando, pudiendo hacerlo, no le había infligido ningún daño.

Esta vez, el reyezuelo respondió que sus deseos eran también pacíficos y amistosos, y añadía claramente que era solamente el miedo lo que motivaba sus dilaciones. Prometió acudir al día siguiente.

Tupas era un personaje curioso; rechoncho y de baja estatura, iba adornado con infinidad de collares y pendientes de oro, vestía una especie de sari blanco de seda y en la mano derecha llevaba un bastoncito de oro macizo. Era indudable que quería deslumbrar a los expedicionarios con sus riquezas. La parte de su cuerpo que se podía ver estaba profusamente tatuada con toda clase de pájaros exóticos. A su alrededor pululaban media docena de sirvientes, uno de los cuales portaba una sombrilla para protegerle del sol.

Legazpi le recibió con toda la pompa que merecían las circunstancias, rodeado de sus oficiales y clérigos, portando todos sus mejores galas. En lo alto de un mástil, ondeaba en el centro del fuerte la insignia de Castilla.

Tupas manifestó sus deseos de sangrarse con el capitán general, a lo que Legazpi accedió de buena gana y, una vez llevada a cabo esta ceremonia, el gobernador dijo a sus visitantes que «quería descubrirles su corazón».

Su discurso, traducido por un intérprete, constituyó la historia detallada de la llegada de Magallanes a Cebú, la profesión de fe de los cebuanos y su traición y apostasía ulteriores. El capitán general se extendió luego en consideraciones acerca de la conducta seguida por él con Tupas y sus súbditos.

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