El viejo emisario parecía reacio a retirarse, como si quisiera pedir algo y no se atreviera.
—Los prisioneros —solicitó por fin—, me gustaría verlos.
Legazpi se levantó de su asiento.
—¡Por supuesto! El maestre de campo os acompañará.
Hamete comprobó, estupefacto, el extraordinario recato de que era objeto la custodia de los prisioneros, y sobre todo de las mujeres, a quienes se mantenía aisladas y fuera del alcance de la soldadesca. Se le permitió hablar con todos ellos y comprobó que no tenían queja alguna del trato que recibían.
Aquel mismo día se presentaron a Legazpi, acompañados de Cidi Hamete, dos caciques cebuanos (uno de ellos marido de una de las prisioneras), además de un nutrido grupo de nativos. Todos eran portadores de las consabidas banderitas blancas.
El capitán general les recibió con amabilidad. Insistió en que nunca había pensado en reducir a esclavitud a persona alguna, sino, muy al contrario, quería tratarlos a todos como amigos y convertirlos en cristianos y vasallos de Felipe II.
Legazpi se empezaba a dar cuenta de la idiosincrasia de aquella gente, que hacían del engaño una costumbre. La misma alevosía constituía su medio natural, desconocían en sus relaciones la generosidad en absoluto, para ellos eran buenos todos los ardides. Él venía simplemente a instaurar el cristianismo entre ellos, por lo que su proceder tenía que ser acorde con las enseñanzas de Cristo.
—¡Maese Mateos! Tened la bondad de traer a los prisioneros.
Los dos caciques cebuanos, Catipan y Maquion, quedaron subyugados por la conducta de Legazpi. Maquion llegó, en su entusiasmo, a manifestar que se ponía totalmente, y con toda su familia, a disposición del capitán general.
El maestre de campo se acercó a Legazpi.
—Creo que os interesará saber —le confió— que Catipan y Maquion son hermanos de Tupas.
—¡Interesante! —dijo el guipuzcoano—. ¡Muy interesante!
Se acercó a los dos hombres que se habían reunido con sus mujeres y les aseguró que nada le haría más feliz en este mundo que contar con su amistad.
—Espero —manifestó con su mejor sonrisa—, que Tupas me honre también con su amistad algún día.
Maquion, el más impulsivo de los dos, asintió.
—Traeremos a nuestro hermano por la fuerza, si es necesario, y le obligaremos a someterse.
Legazpi levantó la mano conciliador.
—Espero que no haga falta recurrir a tales extremos. Confío en convencerle de nuestras buenas intenciones por medios más persuasivos.
Aunque el capitán general no expresó sus pensamientos en voz alta, se conformaba de momento con que los dos hermanos saliesen a propagar por Cebú el proceder y los designios de los castellanos.
El regreso de los caciques no se hizo esperar. Al día siguiente se presentaron de nuevo en el baluarte acompañados del mismo hijo de Tupas, un apuesto joven de veinte años, quien disculpó al reyezuelo.
—Mi padre está un poco enfermo —explicó—, acudirá en cuanto pueda.
Legazpi le sonrió. Sabía perfectamente que la supuesta enfermedad del reyezuelo era tan falsa como la sonrisa de algunos de los nativos, pero no quiso mostrarse impaciente. El hecho de que enviara a su propio hijo ya era una buena señal.
—Espero que tu padre se reponga pronto —dijo—. Le agasajaremos como se merece en cuanto pueda acudir. Mientras tanto, me encantaría que te quedaras a cenar con nosotros, tú y tus acompañantes.
El joven, impresionado por las maneras de Legazpi, aceptó gustoso la invitación y se quedó en el fuerte, acompañado de Maquion.
Mientras tanto, Catipan marchaba hacia el interior con la intención de regresar a la mañana siguiente en compañía de Tupas.
Antes de la cena, Legazpi se reunió con el maestre de campo.
—Maese Mateo —dijo rascándose el mentón—, tengo una labor para vos, que creo que es importantísima.
—Vos diréis.
—¿Cuántos hombres tenemos que hayan sido sastres?
El maestre de campo quedó pensativo un momento sin mostrar la extrañeza que le producía la pregunta.
—Tres o cuatro.
—Bien, quiero que les encarguéis que cojan tantos ayudantes como necesiten y elaboren durante la noche trajes para nuestros invitados, tanto hombres como mujeres.
Esta vez al que le tocó rascarse el mentón fue al maestre de campo.
—¿Sin tomar medidas?
Legazpi negó con la cabeza.
—No podemos empezar a tomar medidas a nuestros invitados. Además, poco importa que sobre un palmo más o menos...
—Bueno —sonrió Mateo—, haremos lo que podamos, aunque no garantizo los resultados.
La noche fue larga y tediosa para los componentes de los equipos de los sastres, pero el resultado fue el apetecido. A la mañana siguiente, Legazpi pudo regalar ricos vestidos a la europea para todos los prisioneros, singularmente para las mujeres. También había jubones de terciopelo, y camisas de seda para Tupas, su hijo, Catipan, Maquion y demás acompañantes.
El receloso Tupas no se presentó, sin embargo, a la mañana siguiente.
Seguramente, estaría inquieto por el hecho de que su hijo no volviese a casa la noche anterior. En lugar del reyezuelo vinieron cuatro indígenas, que en realidad no pasaban de ser cuatro observadores más enviados por su jefe, que aseguraron a Legazpi que Tupas acudiría más tarde.
De todas formas, Legazpi había conseguido ya el efecto que se proponía.
A la llegada de los observadores, Maquion, el hijo de Tupas y todos los prisioneros, se paseaban por el fuerte de Cebú flamantemente vestidos, luciendo con un envanecimiento infantil una profusión de prendas tan variopinta como colorida.
Los rostros de las prisioneras, que se pavoneaban ataviadas con camisas de Ruan y vestidos de tafetán de colorines, se veían iluminados por amplias sonrisas, que mostraban el colmo de la felicidad.
TUPAS
Tupas, rendido por fin por la evidencia, se dirigió al fuerte de los castellanos la mañana del 4 de junio de 1565.
Al conocer su llegada, Legazpi sintió que había ganado por fin, si no la guerra, al menos una batalla. Rápidamente mandó que toda la guarnición, luciendo brillantes armaduras y mosquetones, le rindiera honores, al tiempo que una veintena de cañones disparaba una salva en su honor. Él mismo, en persona, luciendo sus mejores galas, junto con los demás oficiales, salió a recibir al reyezuelo, que venía acompañado de un séquito de un centenar de personas.
—Es un gran honor para mí —le aseguró Legazpi— recibir la visita de su majestad en mi casa.
Por su parte, Tupas excusó su tardanza, con modales humildes.
—Siento no haber podido reunir las provisiones prometidas.
Las cosechas no han sido buenas este año.
—No os preocupéis —sonrió el capitán general—, lo importante es establecer una paz duradera entre nuestros dos pueblos.
Mientras pasaban revista a los soldados formados en el patio, Legazpi no dejaba de observar el rostro del reyezuelo. No podía dejar de ver los cambios de estado de ánimo que se producían en el nativo al contemplar aquellos soldados portando unas brillantes corazas invulnerables a sus flechas y lanzas, unos mosquetones que disparaban bocanadas de fuego que podían matar a sus enemigos a una distancia tan enorme y las sofisticadas ballestas que lanzaban flechas capaces de atravesar el tronco de un pequeño árbol de lado a lado.
Era evidente que el hombre se sentía impotente para luchar contra unas fuerzas tan superiores.
—Deseo someterme al rey de Castilla —dijo Tupas—, al que prometo fidelidad y obediencia.
Era evidente que el rey estaba haciendo un esfuerzo enorme al pronunciar aquellas palabras, que de hecho significaban el fin de la libertad de que habían disfrutado él y sus antepasados durante miles de años.
—Acepto vuestro vasallaje —contestó Legazpi gravemente— y el de vuestra gente. De aquí en adelante, aquel que quiebre esta paz que ahora sellamos se hará reo de gravísimo delito.
»Entiendo —continuó el capitán general— que ha habido malas cosechas, por lo que os condono el tributo correspondiente a este año. Al mismo tiempo, dejo al arbitrio y voluntad vuestra la cuantía de la contribución de los años venideros.
Al oír las palabras del castellano, el alivio de Tupas y de todos sus acompañantes fue manifiesto.
A continuación, Legazpi invitó al reyezuelo, a su hijo y hermanos a discutir las condiciones de la sumisión en su despacho. Se concertó que los cebuanos se constituían, por sí y por sus descendientes, en fieles vasallos del rey de Castilla. El asesino del gentilhombre Pedro de Arana debería ser entregado a Legazpi; sería juzgado y castigado según procediera en justicia. El capitán general prometió a los cebuanos la ayuda de sus soldados en las guerras que mantuviesen con sus enemigos, quedando los cebuanos obligados a la recíproca. El botín se repartiría a partes iguales entre los dos aliados. El cebuano que atentase contra un español sería entregado a Legazpi. Y, si, por el contrario, un español ofendía a un cebuano, éstos avisarían a Legazpi, quien se encargaría de hacer justicia. En caso de que algún esclavo u otra persona huyese del campo español, los indígenas se comprometían a devolverlo, y Legazpi haría lo mismo con los indígenas escapados al lado español. Los precios de los artículos españoles y de los abastecimientos cebuanos se fijarían de mutuo acuerdo. Por último, ningún indígena podría entrar con armas en el campamento castellano.
Tras estampar la firma en los documentos, los oficiales castellanos y mostrar su conformidad los nativos, Tupas se hincó de rodillas y besó la mano de Legazpi en señal de sometimiento. Todos los demás principales repitieron aquel gesto de sumisión.
Legazpi, gravemente, se volvió al maestre de campo.
—Maese Mateo —dijo tratando de disimular la enorme satisfacción que le embargaba—, tened la bondad de liberar a los prisioneros.
El resto del día se dedicó a preparar el fastuoso banquete que Legazpi había prometido al reyezuelo. Castellanos y cebuanos rivalizaron en preparar los platos más exquisitos y refinados que conocían, tanto de carne como de aves y pescado. Legazpi mandó sacar de las bodegas las últimas barricas de vino español que les quedaban. A su vez, los cebuanos contribuyeron con su vino extraído de las palmeras.
El fuerte castellano se convirtió, durante toda la tarde, en un hervidero de gente dedicada a toda clase de actividades culinarias para hacer que la noche fuera placentera e inolvidable para todos. En lo alto de los muros, los centinelas contemplaban con envidia los preparativos de lo que prometía ser el banquete del siglo.
A la caída de la noche, Legazpi se sentó en cuclillas junto a la hoguera principal en el centro del enorme patio e invitó a Tupas a sentarse a su lado, y los demás principales les imitaron. El capitán general, ceremoniosamente, levantó un vaso de vino y brindó por los dos pueblos que, de esta forma, celebraban su unión. Aunque los nativos no estaban muy familiarizados con las costumbres castellanas, no por eso dejaron de levantar sus vasos y beber junto a sus anfitriones.
Pigafetta, el cronista de Magallanes, había señalado en su crónica la increíble tendencia de los cebuanos a la gula y la embriaguez. Aseguraba que los expedicionarios de la Armada magallánica eran invitados constantemente por los de Cebú a comer y beber, lo mismo si desembarcaban de noche que de día. Era evidente, según transcurría la cena, que los descendientes de aquellos cebuanos descritos por Pigafetta hacían honor a sus padres y no contradecían un ápice lo anotado por el italiano. Este aseguraba que los banquetes de los nativos duraban cinco o seis horas, y que su glotonería llegaba a extremos repugnantes. Para excitar más la sed salaban las comidas exageradamente y sorbían con cañas el vino de los vasos. Por otro lado, cada hombre poseía varias mujeres aun cuando distinguía sólo a una de ellas con carácter de favorita. El libertinaje, tanto entre ellos como entre ellas, era extremado.
Legazpi pudo comprobar que Pigafetta no andaba descaminado en sus descripciones. Aquellos hombres y mujeres parecían esponjas vivientes, a juzgar por la forma en que bebían. De vez en cuando, alguno desaparecía en la espesura para vomitar y poder empezar de nuevo a comer y beber.
El capitán general se dirigió a los agustinos, quienes miraban con preocupación aquel ambiente desprovisto en absoluto de moralidad.
—Me temo, padres, que vuestro trabajo no va a ser fácil.
Fray Martín de Rada sonrió débilmente, al tiempo que trataba de cambiar la nada cómoda postura que suponía para él comer en cuclillas.
—Efectivamente, parece que las costumbres de nuestros nuevos amigos son un tanto licenciosas. Habrá que tener mucha paciencia para cambiarlas poco a poco.
Era evidente, según transcurrían las horas, que la paciencia de los religiosos iba a ser puesta muy aprueba; cada vez eran más numerosas las parejas que abandonaban el banquete para dirigirse a la espesura.
Legazpi, lejos de fiarse de los amistosos juramentos de los habitantes de Cebú, como había hecho Magallanes, continuó con la construcción y perfeccionamiento del fuerte. El guipuzcoano no sólo trataba de reforzar sus defensas, sino que tendía a la máxima elasticidad de movimientos. Encomendó a los carpinteros de la escuadra la construcción de tres pequeñas fragatas. Contando con un fuerte inexpugnable, se afianzaban las prevenciones contra un posible ataque por tierra; con las fragatas, Legazpi se aseguraba una movilidad dentro de aquellas islas que necesitaba si quería extender sus conquistas. De esta forma, el puerto de Cebú quedaba convertido en una verdadera base de operaciones, capaz, en circunstancias adversas, de resistir hasta la llegada de los auxilios solicitados a Nueva España.
Había algo, sin embargo, que preocupaba grandemente a Legazpi, y era la escasez crónica de víveres. Lo único que Cebú producía en abundancia era mijo.
A pesar de que muchos castellanos estaban convencidos de la mala fe de los cebuanos en cuanto al suministro de vituallas, la verdad era que la isla producía muy poco arroz.
Sin embargo, los temores de Legazpi no se vieron confirmados, al menos en cuanto a la posible mala fe de Tupas. Apenas había transcurrido una semana desde el banquete, cuando Legazpi tuvo noticias de que la esposa del reyezuelo estaba preparando su visita al fuerte castellano con toda la pompa y fastuosidad que parecían caracterizar a tal personaje.