Según dijo, Tupas, sin querer siquiera escucharle, le había despreciado, osando incluso atacarle. Sin embargo, no se lo echaba en cara con ánimo de mortificarle, sino por dar a entender la grandeza, bondad y clemencia del rey a quien servía,
«el más clemente y el mayor rey de la Cristiandad». Por lo tanto, en nombre de su rey perdonaba todo lo pasado, a condición de que quedasen de nuevo como vasallos de su majestad y jurasen serle fieles a perpetuidad. Y para que este juramento se entendiese como verificado sin coacción alguna, debían estipular algún tributo anual. Legazpi les auguraba muy grandes provechos de una conducta leal, y se comprometía a ampararlos y defenderlos contra sus enemigos.
Los indígenas, que escuchaban el discurso muy atentamente, no se atrevían a levantar los ojos del suelo, pero al mencionarse el perdón no pudieron disimular un gran alivio. Tupas entonces tomó la palabra:
—Doy las gracias al gran jefe castellano por su magnanimidad. En nuestro descargo debo decir que cuando estos hechos ocurrieron nosotros éramos niños y poco sabemos sobre lo sucedido, a no ser por los relatos contados por nuestros mayores. Os ruego que nos indiquéis en qué ha de consistir el tributo, pues nosotros no poseemos oro.
—Nos daremos por satisfechos con los productos de vuestra tierra —le interrumpió Legazpi—. El tributo exigido es sólo una señal de que os reconocéis como vasallos del rey de Castilla. Basta, por lo tanto, que cada uno nos dé algo de su labranza: arroz, mijo, por ejemplo, y siempre precisando cuánto vale cada cosa.
Volved al fuerte dentro de tres días con estos productos para asentar definitivamente las paces.
A continuación se obsequió a los indígenas con un banquete en el que los vinos españoles corrieron libremente. Los nativos tenían su propio vino, que extraían de las palmeras, pero era evidente que apreciaban muchísimo más el traído por las naves desde tierras tan lejanas.
—Me temo —comentó Urdaneta señalando al reyezuelo, que se apoyaba familiarmente en el hombro del capitán Goiti, que era ahora el que lucía el gorro real— que vuestros nuevos súbditos tienen una afición desmedida por las bebidas alcohólicas.
—Sí —convino Legazpi—, Me parece que tendremos que dejarlos dormir en algún rincón del fuerte. No creo que sepan siquiera en qué dirección está su poblado.
Los tres días que habían acordado para traer los tributos exigidos como sumisión pasaron sin que Tupas acudiera por el fuerte. Los demás habitantes, sin embargo, daban cada vez muestras de mayor familiaridad.
Visto que Tupas no aparecía, Legazpi despachó un aviso por medio de uno de los borneys. El reyezuelo se excusó manifestando que andaba afanado con el tributo de su majestad y sentía vergüenza de presentar lo poco que hasta entonces habían recogido. Dos días más tarde, Legazpi apremió a Tupas con otro mensajero a que no rehuyera presentarse por tal motivo, pero el borney portador del mensaje no regresó.
Al mismo tiempo, la presencia de indígenas en el fuerte y la de paraos ante la escuadra dejó también de ser frecuente. La situación volvía a ser tensa.
LOS HIDALGOS
Legazpi había dado órdenes de no salir del recinto amurallado sin permiso. Sin embargo, era evidente que estas órdenes no gustaban a los soldados, y en especial a los gentileshombres que veían coartadas sus libertades. Jóvenes de buena familia en su mayoría, muchos de ellos estudiantes en busca de aventuras, veían con malos ojos las prohibiciones y el puritanismo de su jefe. Habían oído muchas historias sobre el libertinaje y la promiscuidad de las nativas y todos estaban deseando entrar en contacto con ellas fuera de los límites del fuerte y de la mirada acusadora de los agustinos.
Pedro de Arana era uno de ellos. Procedente de la universidad de Salamanca, había dejado sus estudios de leyes para buscar aventura y fortuna en las expediciones del Nuevo Mundo. El joven vio una nativa atractiva que apenas lucía nada que tapara sus encantos. Atraído como por una fuerza hechicera, Pedro salió del fuerte con dirección a la playa, pero a medio camino se adentró calladamente en el bosque al encuentro de la joven, que le hacía señas sonriendo.
No terminaron de creer en su buena suerte, Pedro se acercó a la nativa. Esta, sin dejar de sonreír, le cogió de la mano y ambos se adentraron en la espesura corriendo. No llegaron muy lejos. Cuando la joven se tumbó debajo de un enorme sicomoro todavía jadeando por la carrera, Pedro no tenía ojos más que para su cuerpo vibrante. El pelo largo y sedoso le tapaba una cara de piel suave y color acanelado, sus labios rojos eran invitadores; la tentación era irresistible. Pedro no había estado con una mujer desde hacía un año. En ese momento no habría visto un elefante aunque le hubiera estado empujando con la trompa. Era por lo tanto excusable que no viera a los dos nativos que, cuchillo en mano, se le echaron encima por detrás.
El cuerpo sin cabeza del desgraciado Pedro Arana fue descubierto por un grupo que salió en su busca al día siguiente.
Legazpi recibió la noticia con preocupación. Inmediatamente hizo llamar al maestre de campo y al capitán Goiti.
—Será necesario organizar una expedición de castigo. Tomad los hombres que os hagan falta.
—Tengo entendido que fueron dos hombres —dijo Mateo Saz— y creo saber incluso dónde viven. Parece ser que se trata de una cuestión de celos. La novia o mujer de uno de ellos se encaprichó de Arana y le incitó a que la siguiera a la espesura.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Legazpi sorprendido.
—Tengo mis informadores —respondió evasivamente el maestre de campo.
—Bien, pues partid inmediatamente y traedme a esos dos hombres aquí para que sean juzgados.
—Quizá tardemos unos días en volver —dijo Saz.
Mientras volvían los expedicionarios, Legazpi mandó aumentar la vigilancia con todos los hombres disponibles que se pudieran sacar de las naves.
Él mismo, que siempre dormía en la nave, creyó conveniente pasar la noche en tierra. Ordenó al alférez Ibarra que reforzara la guardia de su residencia con los gentileshombres que normalmente estaban exentos de tal tarea.
El alférez Ibarra obedeció, aunque sabía que estas órdenes no iban a ser muy bien recibidas por los orgullosos hidalgos. Efectivamente, a pesar de que les advirtió que la orden provenía del mismo Legazpi, algunos gentileshombres rehusaron el cumplimiento del servicio. La soberbia de tales hombres les convertía en todo momento en un semillero de conflictos y problemas. Ibarra no se atrevió de momento a dar parte de tal desobediencia al capitán general, pero pronto iba a suceder algo que daría un triste protagonismo a este pequeño grupo elitista. A la mañana siguiente, Legazpi dispuso que se pasase lista a todos los expedicionarios, pues, siendo inminente la partida para Nueva España de la nao capitana, quería enviarla con toda la documentación posible. Era evidente que los ánimos andaban soliviantados. Un gentilhombre llamado Pedro de Mena se creyó lo suficientemente arropado por una docena de engreídos hidalgos como para echar en cara al capitán general el obligarles a hacer guardias. Aprovechó los preliminares de la formación para encarársele de forma insolente:
—Somos hidalgos —le espetó airado—, no acemileros ni mozos de espuela.
El capitán general le miró directamente a los ojos antes de contestar.
—Vos, Pedro de Mena —dijo secamente—, estáis aquí al servicio de su majestad. Y, en este momento, el mejor servicio que podéis llevar a cabo por él es hacer guardia. Haced el favor de formar como los demás.
Al tiempo que le hablaba, Legazpi le despachó con un ademan severo.
De Mena formó con sus compañeros un corrillo aparte, cuchicheando entre sí, murmurando contra el general de forma notoria. Era tan patente la insubordinación que Legazpi se vio obligado a imponerles silencio.
—¡Caballeros! —exclamó ásperamente—. ¡Formen en las filas inmediatamente!
En ese momento llegó a ellos la voz de uno de los centinelas.
—¡Llega la expedición del maestre de campo y el capitán Goiti!
Poco después, los veinticinco hombres que habían tomado parte en la salida cruzaban el portalón que los centinelas abrían a su llegada. Se les veía cansados, pero satisfechos.
Mateo Saz y el capitán Goiti se presentaron al capitán general.
—Encontramos el parao en el que huyeron los asesinos. Tenía grandes manchas de sangre —informó el maestre de campo—. Junto a la embarcación había una docena de casas habitadas. Las incendiamos y hemos traído ocho prisioneros entre hombres y mujeres.
Legazpi se dio por satisfecho.
—Bien —dijo—. De momento, encerradlos. Luego veremos lo que hacemos con ellos. Ahora quiero que vuestros hombres pasen lista los primeros, tras lo cual podrán irse a descansar. Quizás a la hora de comer podáis acompañarme y contarme todo lo ocurrido.
Después de que el escribano mayor hubo tomado nota de los nombres de cada uno, se disolvió la formación.
No tardó el maestre de campo en ser informado por Ibarra de los incidentes que habían provocado los gentileshombres. Mateo Saz era un hombre enérgico muy poco dispuesto a tolerar discordias semejantes entre sus hombres, hidalgos o no hidalgos, e inmediatamente los mandó llamar.
—Caballeros —les dijo secamente—, me he enterado de que no es de vuestro agrado el hacer guardias, ni siquiera para proteger a vuestro capitán general...
Paseó sus ojos acerados por los rostros desafiantes de los jóvenes engreídos. Lo que vio no le gustó lo más mínimo, era evidente que se estaba gestando algo que podía ser motivo de discordia en el futuro.
—Pues bien —continuó—. Les voy a advertir una vez y sólo una. Están aquí para servir al rey, y el representante de su majestad en las Filipinas es Legazpi. Por lo que, si no le obedecen estarán desobedeciendo al mismo emperador y eso es alta traición, por lo que se les castigará de acuerdo con el delito; y recuerden que eso puede llegar a ser la pena capital. Les aseguro que no les salvará el haber nacido en noble cuna.
Sin embargo, a pesar de la severa advertencia, a los jóvenes se les vio desabridos haciendo corrillos entre sí el resto del día.
Durante la comida que los oficiales compartieron con Legazpi, el maestre de campo le transmitió su preocupación.
—Me están informando —dijo— de que los hidalgos están haciendo corrillos y murmurando contra vuestras órdenes.
Legazpi expulsó el aire con fuerza al tiempo que plegaba los labios en un gesto de preocupación.
—Este puñado de jóvenes son un motivo constante de discordia —
admitió—. ¡Como si no tuviéramos bastante con los nativos!
—Quizá fuera mejor enviarlos de vuelta con la nao
San Pedro
.
—Pues quizá sí —dijo Legazpi—. Al menos a dos o tres cabecillas.
—Mientras tanto, los tendré vigilados para que no hagan ninguna tontería.
Sin embargo, la vigilancia que el maestre del campo puso discretamente sobre ellos no fue suficiente para evitar que los jóvenes insubordinados cometieran un acto de extrema gravedad.
Casi a media noche se declaró un violento incendio en la casa contigua a la de Legazpi, donde tenía toda su ropa y hacienda, y que a su vez estaba tocando al polvorín y almacén. El fuego, intencionado sin duda, fue sofocado gracias a la decisión de los soldados, quienes trabajaron denodadamente durante casi dos horas para apagarlo. Tanta virulencia llegaron a tener las llamas que algunos hombres resultaron con quemaduras.
La justicia de Legazpi fue expeditiva. Nadie hasta ese momento había visto el lado severo de aquel hombre. Los que, debido a la conducta seguida por él con los indígenas, le atribuían un carácter cándido e incapaz de imponerse a los díscolos sufrieron una terrible desilusión. Dos gentileshombres, Pedro de Mena y Esteban Terra, fueron detenidos inmediatamente. Tras un juicio sumarísimo, Esteban Terra, altanero, se declaró culpable del incendio. Se mostraba seguro de sí mismo a causa de la impunidad que su apellido e influencias en Nueva España le proporcionaban. Desgraciadamente para él, la realidad le demostró que estaba muy equivocado. Legazpi firmó su sentencia de muerte con mano firme.
—¡Que Dios se apiade de vuestra alma! ¡Seréis ajusticiado al amanecer!
El reo, incrédulo, buscó inútilmente apoyo entre sus amigos, pero sólo encontró miradas huidizas. Cuando, finalmente, se dio cuenta de que todo había terminado para él, se derrumbó.
—¡Tened piedad! —suplicó con desesperación—. ¡No podéis matarme!
¡Soy un hidalgo de España!
El maestre de campo, que había actuado como jurado, hizo una seña a los guardias.
—¡Lleváoslo!
Cuando cuatro soldados se hubieron llevado al condenado a muerte, Andrés de Urdaneta se acercó a Legazpi. Al verle acercarse, éste negó con la cabeza.
—Lo siento Andrés, pero no va a haber misericordia.
Urdaneta suspiró profundamente.
—Me lo figuraba. En ese caso déjame, al menos, que pase la noche con él en la celda. Sin duda, necesitará algún consuelo.
—Por supuesto —concedió el capitán general—. Todo hombre tiene derecho a ponerse a bien con Dios en su última noche en esta tierra.
Apenas había salido el sol por el horizonte cuando las compañías estaban ya formadas. Los diez hombres elegidos para la ejecución tenían los mosquetes apoyados en las horquillas.
Un tembloroso Esteban Terra, acompañado por fray Andrés de Urdaneta, fue colocado por los soldados contra el muro.
El sacerdote hizo la señal de la cruz mientras le daba la absolución.
Después, puso un crucifijo en los labios temblorosos del prisionero, que se dirigió a él con los ojos desorbitados por el terror.
—¡No quiero morir, padre! ¡No quiero morir...!
—Todos tenemos que morir, hijo... Todos tenemos que morir. Piensa que pronto estarás ante tu Creador. Preséntate a Él con el alma limpia. ¡Ten valor y muere como un hombre!
El pobre desgraciado cerró los ojos mientras sus labios temblorosos desgranaban un avemaría.
El estruendo producido por los diez mosquetones hizo levantar el vuelo a mil aves de brillantes colores que revolotearon ruidosamente durante unos instantes por encima del pelotón de ejecución. Mientras tanto, el cuerpo del joven hidalgo se derrumbaba con los ojos todavía cerrados mientras sus labios murmuraban «Amén».
Miguel López de Legazpi dejó la pluma de ave sobre la mesa, se arrellanó en su asiento y cogió el pergamino que acababa de escribir. Lentamente, volvió a leer su contenido: