Sin embargo, su hija intervino en concepto de mediadora entre padre y marido.
Sin duda, persiguiendo que la rivalidad terminara para siempre, suministró un veneno a su padre, quien murió dos días después.
Elcano se pasó la mano por los labios pensativamente.
—Eso explica quizá la ansiedad de Almanzor de hacerse amigo nuestro.
Está buscando la protección de la Corona española por si los portugueses deciden vengar la muerte de Serrao.
—Y, por lo que veo —comentó Espinosa—, también los de Ternate quieren ser amigos nuestros.
En ese momento, una llamada en la puerta interrumpió la conversación.
Juan de Acurio apareció en la entrada.
—Los visitantes se van —anunció—. Se les ve inquietos, como si temieran una traición. El hombre de la túnica roja acaba de dar órdenes de alejarse.
Elcano y Espinosa se miraron.
—Poco podemos hacer hasta que vuelva el emisario que fue a ver a Almanzor. No es cuestión de empezar otra guerra —masculló Elcano.
El emisario volvió con la respuesta del rajá cuando todavía los dos bateles estaban a la vista. La respuesta del rajá fue que lo que hicieran los españoles estaría bien hecho.
—Hay que alcanzarlos —dijo Elcano—. Que los nativos preparen una canoa rápida mientras escribo una carta para Lorosa. Quiero invitarle a que nos visite sin temor alguno. Mientras tanto —continuó, dirigiéndose a Espinosa—, podrías preparar algún regalo para que lleven a este Chechilideroix...
Dos días más tarde llegó una piragua con Pedro Alfonso de Lorosa. El portugués era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto recio y barba entrecana. Su mirada, clara y profunda, dejaba entrever un carácter fuerte y tenaz.
Los dos capitanes le recibieron amablemente y después de una visita a los barcos le invitaron a comer.
—¿Cuánto tiempo lleváis en las Indias? —preguntó Elcano.
—Dieciséis años —contestó el portugués—. De éstos, diez en las Molucas.
—Por lo que nos dijo vuestro criado —comentó Espinosa—, se sabía que una armada española se dirigía a las Indias.
—En efecto —asintió Lorosa antes de beber un trago de vino de palmera—.
Hace un año, un gran navío portugués vino de Malaca a cargar clavo. Me hice muy amigo del capitán y supe por él que una escuadra de cinco naves españolas había zarpado de Sevilla al mando de un portugués, Fernando de Magallanes.
Esto parece ser que había causado un disgusto terrible al rey de Portugal, que mandó flotas para interceptar la armada de Magallanes al Cabo de las Tormentas, en el sur de África, y al de Santa María, en la parte portuguesa del Nuevo Mundo.
Y, por lo que veo, no han podido interceptaros... a no ser que las tres naves que os faltan...
—No. No hemos visto armada portuguesa alguna. La pérdida de los tres navíos se debe a causas naturales.
—Habéis tenido mucha suerte —continuó Lorosa—, pues parece que Diego López de Sichera, capitán en jefe de las Indias, recibió la orden de enviar seis potentes navíos de guerra a las Molucas con la misión de destruiros, pero, coincidiendo con ello, López de Sichera tuvo conocimiento de que los turcos preparaban una expedición contra Malaca, lo cual le obligó a mandar todos los buques de guerra que tenía, unos sesenta, a enfrentarse con los turcos.
—Contra Solimán el Magnífico —murmuró Elcano admirado—. Seguro que les convencieron los venecianos para que aniquilaran el comercio por mar que había supuesto el fin del suyo por tierra.
—Puede que sí, pero no les salió bien. Sichera encontró las galeras otomanas encalladas a orillas del mar cerca de Adén. Los portugueses incendiaron todos los barcos y acabaron así con tan grave peligro. Al regreso, dispuso que un galeón fuertemente armado con dos filas de cañones viniese a vuestro encuentro.
Sin embargo, su capitán, Francisco Faria, se vio obligado a regresar, se ignora por qué razón.
—Vaya —suspiró Espinosa meneando la cabeza—, parece que estamos teniendo suerte, después de todo...
—Pues todavía hay más —dijo Lorosa—. No hace más de un mes vinieron al Moluco una carabela y dos juncos tratando de obtener noticias de vosotros. Los juncos fueron a Bachián para cargar clavo. En su tripulación había siete portugueses que, a pesar de las advertencias del rey de Bachián, se dieron al desenfreno, sin respetar a mujer alguna, ni siquiera las del propio rajá. Esto exasperó a los nativos, que mataron a los siete portugueses. Los barcos salieron precipitadamente dejando parte de la mercancía sin cargar.
—¿A qué distancia estamos de Malaca? —preguntó Elcano, siempre atento a tomar nota de todo lo referente a la navegación.
—A dos semanas de navegación; Badán, a tres días.
El portugués señaló en el mapa que había desplegado Elcano la situación de ambos.
—Por lo que veo —exclamó Espinosa—, no sois muy amigo de vuestros compatriotas...
—Efectivamente. Estoy harto de tanta barbarie e injusticia, y debo reconocer que me he convertido en persona non grata para el gobernador portugués.
—Si lo deseáis, podríais regresar con nosotros a España. Allí estaréis bajo la protección del rey Carlos.
—Os estaría eternamente agradecido.
Pocos días después, los expedicionarios recibieron otra visita, esta vez del rey de una isla llamada Gilolo. Se trataba de un sultán moro de edad avanzada que se vanagloriaba de ser padre de seiscientos hijos. Su nombre era Jussu.
Se le recibió con gran afectuosidad y se le regalaron una túnica de damasco verde, algunos espejitos, dos brazas de paño rojo, cuchillos, peines y dos tazas de vidrio dorado, todo lo cual le agradó tanto que no paraba de reír con aire infantil.
Más tarde se unió a él Almanzor, y los dos reyezuelos indicaron sus deseos de ver combatir a los castellanos y oír las bombardas. Su alborozo y exaltación fueron extraordinarios al oír el estrépito de los cañonazos. Se les invitó a disparar con las ballestas y arcabuces, lo que hicieron con gran contento por su parte.
Almanzor les hizo saber que había conseguido una gran cantidad de clavo en las islas vecinas, como para llenar las naves a rebosar, lo cual causó una gran alegría entre los expedicionarios.
Al volver a tierra, el reyezuelo les comunicó que antes de partir era costumbre que los marineros y mercaderes fueran obsequiados con un gran banquete, en el cual se rogaba y pedía por el feliz regreso de los navegantes.
Al escuchar tales palabras, los rostros de los castellanos se tornaron súbitamente serios; las sonrisas se evaporaron y la conversación languideció. En la mente de todos estaba todavía presente el recuerdo del trágico banquete de Cebú. Una terrible sospecha empezó a abrirse camino en sus mentes. ¿Había sido aquella repentina amistad una máscara sonriente y traidora para aniquilarlos y así congraciarse con los portugueses?
Almanzor, sin poder ocultar su extrañeza, abandonó la nave para regresar a tierra.
—No podíamos aceptar el banquete —afirmó Espinosa seriamente cuando el rajá hubo abandonado la nave—. No vamos a caer en la misma trampa.
—Le enviaremos un mensaje —asintió Elcano preocupado—. Le daremos las gracias por el convite, pero nos excusaremos por no poder complacerle, pues es nuestra intención partir lo antes posible.
En respuesta a su mensaje, Almanzor acudió a la nave al día siguiente.
Consigo traía los regalos que le habían dado los castellanos a su llegada.
—No puedo aceptar los regalos de vuestro rey —indicó—, si vosotros partís tan precipitadamente por miedo a una traición mía. Si no me dais tiempo para preparar otros regalos para vuestro rey, os devolveré los vuestros.
Mandó traer el Corán, que besó devotamente, poniéndolo varias veces sobre su cabeza, jurando por Alá y por el Corán que tenía en la mano que sería siempre un amigo fiel y leal vasallo del rey de España. Mientras tal promesa salía de sus labios, de sus ojos brotaban tantas lágrimas que era imposible que aquel hombre encubriera maldad alguna.
Los castellanos se sintieron conmovidos a su vez y prometieron pasar quince días más en Tidor, y no aceptaron la devolución del estandarte real y el sello del rey.
Al final todos quedaron satisfechos del aplazamiento, que en su fuero interno deseaban tanto unos como otros. Durante estos quince días los expedicionarios recibieron, entre disparos de bombardas y fuegos artificiales, la visita del rey de Macián, que se presentó con infinidad de piraguas, y tres hijos del rey de Ternate, con sus respectivas mujeres, que eran hijas del de Tidor.
Además, el portugués Pedro Alfonso de Lorosa se presentó con su mujer y todos sus efectos para quedarse en las naves y regresar con ellas a Europa. Al día siguiente de la llegada de Lorosa, apareció Chechilideroix con varias piraguas llenas de hombres armados. Invitó al luso a que volviera con él, pero éste rehusó sospechando que los ánimos del príncipe eran poco amistosos.
—No le dejéis subir a bordo —rogó a Espinosa—. Sospecho que tiene intenciones de entregarme a los portugueses. Es muy amigo del gobernador.
El príncipe, visiblemente contrariado, se alejó furioso por su fracaso.
El día 15, Almanzor les avisó que esperaba la llegada del rey de Bachián, que venía con su hermano para casarse con una de sus hijas. Pidió a los castellanos que hicieran una descarga de artillería en su honor.
Efectivamente, no tardó en aparecer a lo lejos una enorme embarcación lujosamente engalanada, totalmente cubierta por un pabellón de plumas de papagayo blancas, amarillas y rojas que al flamear al débil viento producían una indescriptible sensación de policromía, airosos penachos se deslizaban bajo el azul intenso de un cielo purísimo. La larguísima embarcación constaba de tres filas de remeros, que hacían un total de ciento veinte hombres, bogando rítmica y pausadamente al son de los timbales. El sonido de los instrumentos acompasaban el solemne movimiento de los remos.
A tan ostentosa nave seguían dos canoas, en las que iban las muchachas que debían presentar a la nueva esposa. Los faldellines de las jóvenes, hechos de corteza de árbol, habían sido sustituidos por lienzos blancos, el ondular de los cuales parecía llenar las piraguas de graciosas danzarinas que ejecutaban rítmicos pasos etéreos. Las tres embarcaciones pasaron entre las dos naves, saludando, cantando y agitando las manos, mientras los expedicionarios devolvían entusiasmados los cumplidos agitando lo primero que encontraban a mano. Tras dar la vuelta a las naves, dieron otra al puerto, sin cesar en sus cantos y señales de alegría. La multitud, agolpada en la orilla, les respondía con idéntico entusiasmo.
En un momento dado, de la playa partió otra piragua en la que iba el rey de Tidor, pues la costumbre prohibía que un sultán pisara la tierra de otro.
Almanzor acudió a recibir al rey de Bachián en su propia embarcación. Éste, que se sentaba sobre una alfombra con gran dignidad, se levantó presuroso para cedérsela al rey de Tidor. Almanzor, con un ademán ceremonioso, rehusó tan alto honor y se sentó a un extremo de la alfombra, mientras que el rey de Bachián hacía lo mismo al otro lado. De este modo, quedaba la alfombra entre los dos.
En medio de tal ceremonial dieron comienzo las conversaciones sobre la dote matrimonial entre los dos mandatarios. El de Bachián brindó al de Tidor en compensación por la esposa que éste ofrecía a su hermano quinientos riquísimos paños de seda y oro traídos de China.
Después de haber llegado a un acuerdo sobre la dote, el rey de Tidor envió una comida al de Bachián. Portaban las bandejas cincuenta jóvenes doncellas cubiertas de sedas desde la cintura a los tobillos, con el pecho y vientre desnudos, y flores en sus largos y sedosos cabellos negros, que a muchas les caían hasta la cintura. Marcharon en procesión de dos en dos hasta la playa donde les esperaban unas piraguas profusamente adornadas con flores. Entre ellas caminaban hombres con grandes vasos de vino, mientras diez mujeres de más edad actuaban como maestras de ceremonias. Al llegar a la embarcación del rey de Bachián, las muchachas se arrodillaron una por una y presentaron sus canastillas y bandejas ante él.
En esta ocasión tan especial, Almanzor demostró que no se olvidaba de sus amigos castellanos. Inmediatamente detrás, aparecieron dos canoas con cabras enteras asadas, cocos y grandes vasijas de vino que se dirigieron directamente a las naos españolas.
El día siguiente fue dedicado enteramente a cambiar el velamen. En la vela del palo mayor se pintó una gran cruz de Santiago a la que rodearon con la siguiente
inscripción:
ÉSTA
ES
LA
FIGURA
DE
NUESTRA
BUENAVENTURA.
Esa misma tarde Elcano se reunió con Espinosa.
—He pensado en regalarle a Almanzor unos cuantos arcabuces y un par de barriles de pólvora.
—Como quieras, pero creo que habrá que dar el mismo trato al rey de Bachián, quien, por cierto, me acaban de comunicar que desea concertar una especie de pacto con nosotros.
—¿Ah, sí?, ¡estupendo! ¿Cuándo le vemos?
—Esta tarde, en la playa.
—Le diremos a Lorosa que nos acompañe para que actúe como intérprete.
El rey de Bachián era un hombre de unos sesenta años, de aspecto libidinoso y altanero. A juzgar por los rumores, prefería la compañía de jóvenes varones antes que la de sus esposas.
Al desembarcar en la playa de Tidor le precedían cuatro hombres armados. Cuando llegó ante los castellanos, que le esperaban en compañía de Almanzor y su séquito, inició una breve reverencia, mientras su cara se iluminaba con una ligera sonrisa. Habló con voz reposada y serena, ofreciendo ponerse al servicio del rey de España, para quien guardaría todo el clavo y especias que los portugueses habían dejado en la isla. Juró ser fiel a su compromiso y ofreció dos aves del paraíso a los expedicionarios.
Éstos, por su parte, le obsequiaron con cuatro arcabuces y un barril de pólvora, que el monarca aceptó con los ojos brillantes.
El día siguiente, 18 de diciembre, era el día acordado para la partida.
Había que ultimar, por lo tanto, todos los preparativos, que eran muchos y muy complejos. Se habían embarcado ochenta barriles de agua y una pequeña cantidad de leña, el resto habían quedado en tomarlo de la isla de Mare, por donde tenían que pasar. Almanzor había enviado a cien hombres para tener la leña cortada y preparada.
Fue una noche a la vez triste y gozosa para los expedicionarios; triste por las despedidas de los nativos que tan bien se habían portado con ellos, y alegre por las perspectivas de volver a España con las bodegas repletas de especias, tras casi dos años desde la partida. También había que despedirse de los amores y romances que la mayoría de los castellanos había sostenido durante este tiempo.