Pocos días antes de la partida, Juan de Acurio dio a Elcano malas noticias.
—Dos marineros han desaparecido. Parece ser que han desertado, pues se han llevado todas sus pertenencias.
Elcano torció el gesto, contrariado.
—¿Quiénes son?
—Martín de Ayamonte y Bartolomé de Saldaña.
Elcano asintió lentamente. Martín de Ayamonte era un joven grumete de diecisiete años, mientras que Bartolomé de Saldaña era un hombre de armas.
Había sido paje del capitán Luis de Mendoza.
—Dobla la guardia. No podemos permitirnos el lujo de más deserciones.
El martes 11 de febrero de 1522 fue un día de un calor excepcional, el sol había estado cayendo a plomo durante todo el día y los hombres jadeaban medio asfixiados y sudorosos con los últimos preparativos para emprender el gran viaje.
Todos los hombres eran conscientes de lo que les esperaba. Sabían que iban a cruzar un mar tan desconocido como había sido el Mar del Sur. La excitación al emprender el camino a casa se mezclaba con el miedo ante los peligros que deberían afrontar. El nerviosismo hacía que hubiera una increíble actividad abordo, a pesar del calor.
Con el crepúsculo, la temperatura se hizo más benigna, los tripulantes redoblaban sus esfuerzos mientras se les hacía un nudo en la garganta. Ninguna emoción es tan intensa en un largo viaje de exploración como la del momento de zarpar en un regreso triunfal. La noche llegó serena y plácida. El mar, completamente en calma, se veía iluminado de extrañas fosforescencias.
—¡Levad anclas! ¡Desplegad las velas!
El grito de Elcano hizo vibrar a los tripulantes de emoción.
De las gargantas de los marineros se elevó un clamor unánime ante la orden tan largamente esperada.
—¡Santa María! ¡Protégenos!
Inmediatamente, todos empezaron a cantar mientras el ancla subía lentamente bajo un esfuerzo coordinado. El clamor de los expedicionarios se oía claramente en tierra, donde se habían agolpado cientos de nativos para despedir a sus extraños visitantes.
Más lejos, protegidos por la oscuridad, dos hombres blancos escuchaban el clamor y los cantos de sus compañeros con un nudo en la garganta.
—¡Dios mío! —musitó el más joven—. ¿Qué será de nosotros ahora?
El otro le puso una mano en el hombro.
—No te preocupes —dijo con un tono de voz que quería contagiar una seguridad que estaba lejos de sentir—. Nosotros viviremos, ellos no.
Igual que todos los días de navegación en que no estaba nublado, el piloto Francisco Albo tomó la altura del sol el 18 de marzo. La latitud era de 37 grados 35 minutos.
—¡Tierra a estribor!
La voz del vigía le hizo mirar en aquella dirección. Efectivamente, unas altas montañas se podían divisar entre la bruma del mar. Elcano también había salido de su camarote al oír la voz del vigía.
—Es una isla —dijo lacónicamente—. Intentaremos desembarcar.
Sin embargo, a pesar de recorrer todo el perímetro de la isla, que medía unas seis leguas de diámetro, no pudieron encontrar playa o bahía alguna para hacerlo. La isla parecía protegida por altos acantilados y rocas que hacían un fondeo imposible.
Tras un mes de ininterrumpida navegación era otro duro golpe para aquellos hombres no poder pisar tierra firme. Pero mucho más preocupante era todavía el no poder hacer aguada o encontrar algún animal comestible. Sin embargo, ningún tripulante pudo adivinar, por el semblante de Elcano, la decepción que sentía en su interior.
—Cambia el curso a nor-noroeste —ordenó a Albo—. Ponemos proa al Cabo de las Tormentas.
—Bien —dijo el piloto—. Parece que tenemos vientos contrarios.
Tendremos que capearlos.
Las comidas de la dotación se hacían cada día menos atractivas. La carne se agotó hacia finales de abril, y la que no se había agotado estaba tan podrida que resultaba incomestible: Los hombres empezaban a sentir la falta de verdura y productos frescos.
En la mesa del capitán, los comensales tampoco parecían disfrutar de la comida. Bustamante dio vueltas con la cuchara de madera el revuelto de arroz con carne medio podrida que se había servido.
—La situación se empieza aparecer a la que teníamos al llegar a la isla de los Ladrones —comentó lacónicamente.
Elcano tragó una cucharada del engrudo que tenía delante y lo acompañó con un trago de agua maloliente.
—Trataremos de desembarcar en algún lugar de África. Quizá podamos encontrar agua potable y caza.
—¿Cuánto queda para llegar al cabo? —preguntó el emeritense.
Albo respondió con un encogimiento de hombros.
—Es muy difícil conocer con exactitud nuestra situación. Pero, según mis cálculos, estamos a unas sesenta leguas del cabo.
Al día siguiente, el grito de «¡tierra!» pareció dar la razón a Albo, pero al aproximarse a ella comprobaron que estaba frente al río del Infante, que distaba ciento setenta leguas del cabo. El resto del día transcurrió capeando con vientos contrarios del oeste.
Consiguieron fondear en la costa, que era muy brava, esperando un cambio de viento. Sin poder saltar a tierra, siguieron costeando al cambiar el viento al sudoeste. Sin embargo, no encontraron playa alguna, mientras veían muchas hogueras en una costa pelada y sin árboles.
Los días pasaban sin que se produjera cambio alguno. La inquietud y el malestar entre la tripulación se empezó a poner de manifiesto.
Juan de Acurio se acercó al capitán de la nave en su camarote.
—Ha muerto uno de los marineros enfermos.
—¿Cuál de ellos?
—El francés Pedro Gascón. Algunos hombres están sugiriendo que deberíamos ir a Mozambique.
Elcano levantó la cabeza de los derroteros que tenía ante su vista.
—¿A Mozambique?, ¿a entregarnos a los portugueses?
El contramaestre asintió.
—Hay varios que han empezado a protestar de una manera bastante airada.
Por otro lado, hay ya muchos que están enfermos. Bajo cubierta, la gente riñe y discute.
Juan Sebastián Elcano se levantó. Gascón era la primera víctima que moría siendo él capitán. Tendría que decir algunas oraciones por su alma.
—Reúnelos a todos en cubierta ahora mismo. Les hablaré después del funeral y dejaré las cosas bien claras.
Pocos minutos más tarde, Elcano contemplaba a los compañeros del fallecido arrojar el cuerpo al agua. Con tono grave rezó un Padrenuestro y un Avemaría en latín y encomendó a Dios el alma del finado. Una ceremonia sencilla, que, desgraciadamente, sabía que tendría que repetir a menudo durante el resto del viaje. Cuando terminó, se apoyó en el balaustre del castillo de popa.
Delante de él, cincuenta rostros, incluyendo los trece nativos, que no sabían muy bien de qué iba el asunto, le miraban expectantes.
—Ha llegado a mis oídos —dijo Elcano sin preámbulos— que hay algunos de entre vosotros que están propagando la idea de que deberíamos ir a Mozambique a entregarnos a los portugueses. —Paseó los ojos por entre los marineros, deteniéndolos un momento en los dos o tres hombres que consideraba más conflictivos—. No hemos recorrido tres cuartas partes del mundo y pasado tantas privaciones para entregar todo lo logrado mansamente a los secuaces del rey Manuel—dijo secamente—. Tenemos un deber con nosotros mismos y con nuestro rey. Vamos a ser los primeros en dar la vuelta al mundo, además de haber abierto una nueva ruta a la navegación, y eso no nos lo van a quitar los portugueses. Aquél que se atreva a insinuar que debemos entregarnos a ellos colgará del palo mayor. —Hizo un alto para dejar que sus palabras calaran hondo en la mente de los marineros antes de continuar—: Sé que más de uno de los que estamos aquí no llegará de vuelta a nuestra patria, pero lo que sí os aseguro es que no habrá muerto en vano. Su nombre habrá alcanzado la inmortalidad. Estamos llevando a cabo una gesta jamás igualada por navegante alguno, lo que estamos haciendo no tiene parangón alguno en la historia de la humanidad, y me imagino que jamás lo tendrá. Podéis estar orgullosos de pertenecer a la tripulación de la
Victoria
en su viaje alrededor del mundo.
»Trataremos de encontrar algún lugar en el que desembarcar y conseguir aguada y caza. Mientras tanto, seguid extendiendo las redes y anzuelos para conseguir toda la pesca que podáis. En este momento nuestra mayor preocupación estriba en doblar el Cabo de las Tormentas. En los tres o cuatro últimos días no hemos avanzado nada a causa de los vientos contrarios y corrientes encontradas.
Trataremos de salir más a la mar para conseguirlo.
Las palabras de Elcano consiguieron apaciguar los ánimos, si bien su situación no mejoró con el transcurso de los días. Al día siguiente murieron dos hombres: un marinero guipuzcoano de Soravilla, Lorenzo de Iruña, y uno de los nativos.
El 16 se encontraban a 35 grados y 39 minutos a unas veinte leguas del cabo. Las rachas de viento empezaron a hacerse cada vez más fuertes, y pronto se convirtieron en huracanadas. Los navegantes aferraron las velas apresuradamente, todas las escotillas fueron herméticamente cerradas. Era todavía media tarde, pero enseguida pareció cerrarse la noche. El timón apenas gobernaba a causa de los repentinos golpes de mar. La nave se veía lanzada de una a otra ola; tan pronto se veía en lo alto de una montaña de espuma, como en las profundidades de un abismo líquido, una avalancha pasaba y en seguida se veía llegar otra todavía más amenazante. El viento era un aullido continuo. Una y otra vez desaparecía la nao para emerger con la quilla casi al aire, vertiendo ríos de agua por las bandas. Las jarcias y palos crujían y rechinaban como si se fueran a quebrar de un momento a otro.
La voz de Elcano se oía entrecortada, dominando el rugido del mar. De repente se oyó un gran chasquido hacia la proa, el viento huracanado había quebrado el mástil y la verga del trinquete. Grandes relámpagos alumbraban el negro torbellino de un mar enfurecido, los hombres, agotados por el esfuerzo continuo, todavía encontraban fuerzas en la flaqueza para reparar provisionalmente las averías ocasionadas por el viento.
A lo largo del día 17 el viento siguió soplando enfurecido, si bien la mar se mostraba algo menos amenazadora. La tensión continuó exigiendo unos esfuerzos que dejaban a los hombres agotados. El terrible cabo se podía adivinar en la bruma del horizonte, apenas a diez leguas. Sin embargo, aunque tal distancia era irrisoria, el viento que soplaba en contra y las corrientes cruzadas hicieron que el barco avanzase apenas dos leguas el día 18.
A todas estas calamidades hubo que añadir la muerte de dos grumetes, Juan de Santelices y Bernaldo Mauri, este último francés, de Narbona.
El día 19 los extenuados expedicionarios, por fin consiguieron vencer el gran obstáculo. El viento soplaba de popa. Tenían toda la costa africana por delante. Ese día fondearon al este de un bajo para llevar a cabo las reparaciones más urgentes, pero era evidente que tendrían que navegar con una vela menos; en aquellas circunstancias sería imposible sustituir el trinquete roto por la tormenta.
El día 22 se hicieron de nuevo a la vela. Habían conseguido pescar algunos peces que mitigaron un poco su hambre. Elcano observó que los nativos comían los peces crudos a fin de obtener de ellos un líquido que sustituía al agua.
Ese día murió Juan de Ortega, natural de Cifuentes, y otro de los nativos.
Hernando de Bustamante estaba preocupado por la salud de la tripulación, pues la mitad de los marineros presentaban síntomas de la "peste del mar», las encías les crecían por encima de los dientes y tenían dolores insoportables en todas las articulaciones del cuerpo.
—Me gustaría saber qué es lo que causa esta enfermedad —comentó sirviéndose un cazo de un mejunje caldoso y maloliente hecho con arroz y agua putrefacta.
—Es evidente que es alguna carencia —aventuró Elcano encogiéndose de hombros—. Poco importa cuál sea, puesto que carecemos de todo.
Albo removió el caldo que se había servido reprimiendo un gesto de repugnancia.
—Deberíamos desembarcar, al menos para hacer aguada y ver si cazamos algo.
—Lo haremos en cuanto veamos un río.
Tres días más tarde, encontraron por fin una corriente de agua que desembocaba en el mar. Con grandes esfuerzos subieron a bordo unas barricas de agua, mientras una partida exploraba el terreno en busca de caza. Al anochecer sólo habían podido cazar una especie de cerdo salvaje y un animal desconocido para ellos. En las redes habían capturado algunos peces pequeños, que devoraron con ansia.
Siguieron días de navegación en los que la monotonía sólo se veía interrumpida por la muerte de algún marinero o nativo. En su viaje interminable, el barco iba dejando una estela macabra de cadáveres flotando tras de sí.
Elcano tomaba una lacónica anotación en su diario.
Día 1 de junio. Ha muerto el grumete bermeano de la
nao
Concepción
, Martín de Insaurraga, hijo de Martín de Insaurraga y de Marina de Chandurza.
7 de junio. Ha fallecido Domingo, el grumete portugués de la nao
Trinidad
. Era hijo de Jorge Álvarez y de Catalina Alfonso. También ha muerto uno de los nativos.
Día 9 de junio. Ha muerto otro grumete, Cristóbal
de Costa, de Jerez.
Día 18. Han muerto dos de los nativos.
Día 21. Ha muerto Diego García de Trigueros, vecino
de Huelva, marido de Inés González.
Día 22. Ha fallecido el sobresaliente de la
Santiago
, Pedro de Valpuesta, vecino de Burgos. También ha
muerto un nativo.
Día 26. Fallece el sobresaliente de la
Concepción
, Martín de Magallanes, de Lisboa, sobrino de Fernando de Magallanes.
1 de julio. Hoy me han informado de que ya no queda
nada que comer.
La lacónica anotación del capitán de la nave manifestaba el grado de angustia al que habían llegado. Elcano se reunió con Albo, Juan de Acurio y Bustamante.
—Hoy tenemos que tomar una decisión trascendental para el viaje —dijo escuetamente—. Como ya sabéis, las islas portuguesas de Cabo Verde están a nueve leguas. Allí podríamos encontrar provisiones y se acabarían nuestros males.
También es seguro que acabaríamos en la cárcel en cuanto descubrieran quiénes somos. Otra alternativa —añadió— es desembarcar en la costa, como hicimos antes, y tratar de cazar algo. Quisiera preguntaros vuestra opinión antes de tomar una determinación.