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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (51 page)

BOOK: Los navegantes
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Por indicación de Domingo Ochandiano, tesorero de la Casa de Contratación, se enviaron a bordo los mantenimientos más urgentes; «Doce arrobas de vino, cinco hogazas de pan y un cuarto de vaca...». Asimismo, se aprestaron quince hombres al mando de Juan de Aguiguren, escribano de sus majestades para llevar a cabo las tareas más urgentes a bordo e impedir el acceso a los curiosos.

El mismo día de la llegada, Elcano se encerró en su camarote para escribir una carta al rey en la que le daba cuenta de lo acontecido y le rogaba encarecidamente que intercediera por los hombres que habían quedado prisioneros de los portugueses en las islas de Cabo Verde. Después escribió otra a su madre. El capitán de la
Victoria
le dio un pliego lacrado a Juan de Aguiguren.

—Esta misiva debe llegar a manos del rey lo antes posible. ¿Podéis ocuparos de que sea así, Maese de Aguiguren?

El escribano cogió el escrito asintiendo con la cabeza.

—Por supuesto. Un mensajero, saldrá para Valladolid esta misma tarde a caballo.

Al día siguiente, Juan de Aguiguren volvió a hablar con Elcano.

—Como la
Victoria
no está en condiciones de navegar río arriba, hemos pensado en remolcaros hasta Sevilla, ¿qué os parece?

—Muy bien. ¿Cuándo?

—Mañana, 8 de septiembre.

La nueva del triunfal regreso había corrido como reguero de pólvora por la capital andaluza. El recibimiento con que fueron acogidos los expedicionarios fue apoteósico. En el Arsenal se apiñaba, rebullía y entremezclaba la gente de la más baja calaña con personas de prosapia y alta alcurnia; las campanas de todas las iglesias de la ciudad volteaban alegres, produciendo un estruendo tan terrible que hacía casi imposible toda comunicación entre la gente; los pillastres y ladronzuelos de la ciudad se codeaban con clérigos de oscuros y graves hábitos, las mozas de taberna de vida alegre se arrepujaban contra virtuosas y honestas damas de la alta sociedad, los funcionarios de la Casa de la Contratación luchaban por un hueco con burdos marineros orgullosos de la gesta de sus compañeros, lo más bajo del hampa de los muelles se bandeaba con jóvenes atildados de aspecto intachable. Entre toda aquella gente no faltaban, sin embargo, las que se retorcían nerviosas las manos, esperando ansiosas para ver la cara de los que volvían.

Esposas, padres e hijos de los hombres que habían partido hacía tres años no se hacían demasiadas ilusiones. Había corrido la voz de que solamente volvían dieciocho...

De repente, de miles de gargantas salió unánime un clamor estruendoso cuando, cortando las plácidas aguas del Guadalquivir, cerca ya de la capital, se dibujó a media mañana el casco de la
Victoria
. Venía remolcado, sucio, destrozado, pero con la gloria de sus hazañas inmortales grabada en cada una de sus tablas carcomidas, de sus velas rasgadas y de sus palos destrozados.

El retumbar de la artillería de la nave respondió al saludo de la muchedumbre. Cuando el humo de la pólvora se disipó, los rostros de los expedicionarios eran ya visibles desde el puerto.

—¡Francisco! ¡Francisco Rodríguez! ¡Soy tu mujer, Catalina!

El grito desgarrado, casi histérico, de la mujer se confundió con el de otra que mantenía un niño de tres años en brazos.

—¡Juan! ¡Juan Rodríguez! ¡Soy yo, Marina! ¡Éste es tu hijo, Juanito!

Sin embargo, para muchas otras mujeres la búsqueda de rostros conocidos resultó infructuosa. Las lágrimas de alegría de unas pocas se mezclaban con el llanto desconsolado de las que no podían divisar el rostro de los suyos entre los que habían vuelto.

La multitud enloquecida quería saltar a bordo para abrazar y felicitar, para dar plácemes y enhorabuenas. Los quince hombres que había enviado la Casa de la Contratación tuvieron que emplearse a fondo para impedir que los curiosos saltaran a bordo. Cuando los alguaciles consiguieron restablecer un cierto orden, se tendió una pasarela y, lentamente, uno a uno, los dieciocho supervivientes de la sufrida expedición atravesaron los tablones. Eran, en verdad, dignos de compasión; auténticos esqueletos vivientes, chupados hasta la demacración, las espaldas encorvadas, avanzando torpemente con pasos vacilantes. Iban descalzos, con los calzones y las camisas destrozados, colgando en jirones. En la mano llevaban un cirio encendido. Era como un desfile de espectros que hubieran tomado forma corpórea. Todos caminaban con la cabeza baja mirando al suelo.

Sus labios se movían en una oración de acción de gracias.

La muchedumbre enmudeció, las campanas dejaron de repicar. Pareció, incluso, que los pájaros habían dejado de trinar. El mundo entero dejó de latir, de respirar. Era un momento de una emoción indescriptible. Gruesas lágrimas de emoción rodaban incluso por las mejillas de los más veteranos marineros.

—Ése que va en cabeza es el capitán, Juan Sebastián Elcano —susurró un viejo lobo de mar a los que estaban a su lado—; dicen que es vizcaíno.

La triste comitiva, flanqueada por la silenciosa multitud, que apenas dejaba un estrecho pasillo para los expedicionarios, avanzó lentamente hacia la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria. Allí, en un templo abarrotado donde no cabía un solo alfiler y bajo las solemnes notas de un
Te Deum
, los dieciocho hombres se postraron ante la virgen, depositando a sus pies un puñado de tierra traído de las Molucas, así como unas hojas de clavo. El templo pareció reventar bajo el estallido de miles de gargantas que entonaban emocionadas el himno de acción de gracias.

Al día siguiente, bajo la dirección de Diego de Díaz, factor de Cristóbal de Haro, comenzó el pesaje de los costales de clavo. Éste daría un total de 528 quintales, que, al precio del mercado, suponían cerca de nueve millones de maravedíes; como el coste total de la expedición había ascendido a ocho millones y medio, a pesar de todas las pérdidas de barcos y material, el viaje había producido pingües beneficios.

CAPÍTULO XXV

LA CORTE

Juan Sebastián Elcano se hallaba en su camarote atendiendo a la infinidad de documentos que tenía que presentar a los oficiales de la Casa de la Contratación, cuando una llamada enérgica en su puerta le hizo levantar la cabeza.

—¡Adelante!

Un hombre joven, sudoroso, apareció en el dintel. Bajo el polvo que cubría su casaca se veían las armas del rey de España.

—¿Sois Juan Sebastián Elcano, capitán de la
Victoria
?

—Así es.

—Señor —dijo el mensajero, contemplando con indisimulada admiración al hombre que se había convertido de la noche a la mañana en héroe nacional—, he cabalgado día y noche desde Valladolid. Traigo una carta de su majestad.

Elcano sintió que le temblaban las piernas y se le secaba la garganta.

Rompió el sello lacrado y extendió el pergamino delante de unos ojos humedecidos por la emoción.

—Esperaré en cubierta vuestra respuesta, señor.

El guipuzcoano asintió, mientras devoraba ansiosamente el contenido de la carta, fechada el día 13; es decir, justo tres días después de la llegada de la
Victoria
a Sevilla. Sin duda, correos muy veloces habían llevado a su destinatario la misiva que había escrito a su llegada.

En su carta, el rey expresaba su contento y alegría no sólo por la vuelta a casa de uno de los barcos que se daban por perdidos, sino también por los grandes descubrimientos que le refería Elcano en su carta, y por haber podido llegar a las Indias por una nueva ruta. Entre otras cosas, decía la carta:

...y es nuestro deseo que nos informéis en persona del viaje que habéis realizado, y de todo lo acaecido en él.

Vos mando que en leyendo esta misiva, toméis dos personas de las que han venido con vos, las más cuerdas y de mejor razón, y os partáis y vengáis con ellos a verme donde yo estuviere. Con este mismo correo escribo y ordeno a los oficiales de la Casa de la Contratación de las Indias que vos vistan y provean de todo lo necesario a vos y a vuestros acompañantes. [...] Con respecto a los trece hombres que vos fueron tomados en las islas de Cabo Verde, he mandado proveer todo lo que conviene para su liberación.

Elcano leyó la carta varias veces, incapaz de contener la emoción que le embargaba. Había supuesto que tendría que ir a la corte a dar cuenta del viaje, pero ahora que tal pensamiento se había convertido en realidad, se veía poseído de una emoción tan grande que sentía que su corazón iba a salirse de su pecho. Era como estar viviendo un sueño. ¡Iba a ser recibido por el rey en audiencia especial!

Tomó la pluma y escribió unas líneas a su majestad confirmando que saldría hacia la corte ese mismo día. Lacró el pergamino y se lo dio al emisario, que estaba examinando boquiabierto la destrozada cubierta de la pequeña nave.

—Id y entregádselo a su majestad.

El joven mensajero hizo una reverencia con los ojos clavados en la figura del navegante y asintió mecánicamente. Todavía no podía creer que estaba contemplando al primer hombre que había dado la vuelta al mundo...

Cuando el mensajero hubo partido, Elcano llamó a la puerta del camarote de Francisco Albo, a quien encontró rodeado de grandes pergaminos en los que pacientemente reproducía y pasaba a limpio los derroteros que habían anotado tanto Andrés San Martín como Elcano o él mismo.

—¿Cómo va el trabajo? —inquirió Elcano.

El piloto se estiró cansadamente.

—Es un trabajo de chinos, pero que tiene que hacerse. En la Casa de la Contratación quieren hasta los más mínimos detalles de todos los derroteros que hemos seguido, la posición exacta de las islas, islotes y hasta peñascos; los vientos, dirección en que soplaban...

—Lo sé —asintió Elcano sentándose en un taburete—. Todo ello nos será necesario en un próximo viaje.

—¡No estarás pensando en ofrecer tus servicios para la próxima expedición...!

—El único viaje en el que estoy pensando en este momento es el de Valladolid —dijo sonriente Elcano.

—¿Valladolid?

El capitán de la Victoria amplió su sonrisa.

—A la corte. El rey quiere que vaya a darle cuenta de nuestras peripecias, y que me lleve a un par de compañeros de infortunio conmigo. ¿Te apetece venir?

El piloto abrió la boca, pero no pudo articular palabra. Por fin, humedeció unos labios resecos y tragó saliva con dificultad.

—¿A la corte, has dicho?, ¿a hablar con el rey?

—Eso es, a contar al joven Carlos todo lo que ha sucedido en estos tres años.

Cuando, por fin, Albo pudo controlar el temblor que se había apoderado de su voz, preguntó:

—¿Y cuándo hay que estar allá?

—Lo que tardemos en llegar —respondió encogiéndose de hombros Elcano—. Salimos esta tarde.

—¿Y quién será el otro «compañero de infortunio»?

—Creo que Bustamante es la persona más culta y sensata de la dotación.

—Sí, creo que es la persona indicada, aunque le he oído decir que pensaba marcharse a Mérida dentro de unos días.

—Me imagino que en cuanto le paguen, como los demás. Pero supongo que una visita a la corte bien merece un pequeño retraso. Se lo preguntaré.

El cirujano sonrió cuando Elcano le propuso ir a la corte.

—¡Vaya, vaya! Parece que lo has conseguido, capitán.

—¿A qué te refieres, viejo matasanos?

—¡Fama, notoriedad, un escudo de armas, quizá la concesión del hábito de la Orden de Santiago...! Ya te dije que serías tú el que haría famoso a tu pueblo...

—Bueno, bueno, que no es para tanto —dijo Elcano disimulando una sonrisa—. Dentro de dos horas quiero verte en cubierta. Iremos a la Casa de la Contratación para proveernos de ropa adecuada para presentarnos en la corte.

Espero que también nos proporcionen unos caballos, no quisiera tener que ir a pie...

La noticia del regreso de la
Victoria
y el nombre de su capitán se había divulgado de tal forma que hasta en las más recónditas aldeas se conocía ya la buena nueva.

El viaje de los tres jinetes a Valladolid adquirió caracteres lindantes, más que con lo triunfal, con lo apoteósico. A su paso se apiñaban y confundían hombres y mujeres, niños y ancianos, villanos y nobles; sin distinción de sexos o categorías sociales, desde el más encumbrado al más bajo socialmente, todos querían mostrar su entusiasmo ante los héroes que habían llevado a cabo semejante proeza. ¡Los primeros hombres en dar la vuelta al mundo!

A las puertas de la capital eran esperados por una ingente muchedumbre que les aplaudía y aclamaba.

—Ahora entiendo lo que sentía César cuando era aclamado como emperador

—exclamó Bustamante mirando a aquellas gentes que les vitoreaban.

Tras un lento, lentísimo avance, entre la multitud que les apretujaba y que había momentos en los que no les dejaba moverse, a los sones de las chirimías llegaron por fin a palacio.

Apenas tuvieron que esperar antes de ser recibidos en audiencia especial

—todas las demás habían sido canceladas— por un joven rey que no podía ocultar su impaciencia por oír los relatos de los viajeros. Había fijado la audiencia para el mediodía, que era la hora destinada solamente a los grandes personajes, embajadores y altos dignatarios. Estaban presentes el jefe de su Cancillería y el Consejo de Nobleza; todos ellos sumidos en el estudio del mapamundi.

Los que llegaron fueron conducidos al salón que tres años antes había sido testigo de las promesas de Magallanes y que iba a ser ahora escenario de los relatos de la epopeya planeada por un portugués y coronada por un vasco. En las puertas, hombres armados con coraza mostraban las insignias imperiales.

Los cortesanos se reunieron con sus trajes de suave terciopelo, con alzacuellos de encajes de Brabante y envueltos en pieles. El severo gusto gótico del tiempo de Isabel se estaba suavizando en los pocos años que el emperador llevaba en el trono.

Los tres marinos, todavía aturdidos por los gritos de entusiasmo de la muchedumbre, entraron en la sala precedidos por el mayordomo de la corte, que, con gestos discretos, les indicaba el camino que debían seguir. La sala estaba adornada con grandes tapices y candelabros, pero era austerísima cuando se la comparaba con el lujo esplendoroso que habían visto en el palacio del rajá de Cebú.

Enseguida Carlos entró en el salón. Juan Sebastián Elcano vio que el rey era un hombre jovencísimo, alto, esbelto y robusto, con barba negra y miembros finos y proporcionados; sus ojos eran oscuros y brillantes. Iba vestido de negro, como la mayoría de sus Grandes. Llegó con paso ligero, elástico, entre el estruendo de trompetas, precedido de mayordomos con largas varas de ceremonia, heraldos y portadores del cetro, secretarios y toda la rica herencia de sus ascendientes flamencos y de la Casa de Borgoña.

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