Elcano guardó silencio pensativo. Bien era verdad lo que decía María, aunque, por otro lado, Magallanes procedía de una familia de alcurnia, habiéndose educado en la corte del rey Manuel. Él, sin embargo, procedía de un pequeño pueblo de Guipúzcoa, que nada tenía que ver con la vida cortesana.
—Bueno —dijo encogiéndose de hombros—, nada se pierde con intentarlo.
El «no» ya lo llevo por delante. Además —continuó—, también le tengo que pedir el pago de los quinientos ducados que me debe la Corona, así como un documento eximiéndome de toda pena por haber vendido mi barco a unos compradores extranjeros.
—Sería maravilloso que te concedieran todo lo que te deben. Y, además, deberían nombrarte almirante de la armada en una próxima expedición.
—¿Te gustaría que me fuera en otra expedición?
—No, pero no me hago muchas ilusiones. Sé que eres navegante por encima de todo y que tu vida está en la mar. Tarde o temprano volverás a ella. Y si te tengo que esperar, prefiero esperar al capitán general que vuelve de una gloriosa expedición, que a un capitán de un mercante que regresa de Alejandría con un cargamento de sedas de Oriente.
—Hablando de esperar —dijo Elcano—, ¿cómo han recibido la esposa de Magallanes y su hijo la noticia de su muerte?
Ella movió la cabeza tristemente.
—Murieron los dos; incluso, a juzgar por tu relato, antes que él.
Elcano miró al techo pensativo.
—Así que se acabó la saga magallánica...
—No parece que le tuvieras mucho afecto, ¿no?
El navegante se encogió de hombros.
—No se le puede tener mucho afecto a un hombre que te ha tenido encadenado durante cuatro meses, helado de frío y medio muerto de hambre.
Además, nunca olvidaré su sadismo al ordenar despedazar los cuerpos de los capitanes Gaspar de Quesada y Luis de Mendoza. Ellos nunca quisieron sublevarse, sólo querían que se respetaran los derechos que el mismo rey había otorgado.
—¿Era un hombre duro...?
—Sin piedad. Habría ordenado que mataran a todos los sublevados si no hubiera sido porque quedaban aún muchas millas por recorrer. No es fácil ser capitán de un barco en una larga expedición, y mucho menos ser capitán general de cinco naves, pero sinceramente, Magallanes llevó su autoridad a extremos crueles e innecesarios. Ningún otro capitán, por ejemplo, habría hecho ajusticiar a un marino por tener relaciones homosexuales en un barco. Dios sabe que ese tipo de cosas es harto frecuente en la marina. Sin embargo, Magallanes hizo ahorcar a un maestre en Santa Lucía para demostrar a todos quién era el que mandaba allí.
—¿No tuviste tú que tomar decisiones drásticas cuando te hiciste con el mando de la Victoria?
Elcano cerró los ojos durante unos segundos, evocando pasados acontecimientos.
—Sí, hubo un par de ocasiones en los que había gente dispuesta a amotinarse, pero conseguí imponer la disciplina sin tener que ajusticiar a nadie.
—¿Cuál fue el momento peor del viaje de vuelta?
Elcano no dudó en responder.
—En cuanto a disciplina se refiere, cuando pasamos cerca de Madagascar.
Llevábamos dos meses navegando y toda la carne se había podrido ya. Todavía nos quedaban cuatro o cinco meses de viaje y sólo comíamos arroz y el poco pescado que cogíamos.
—¿Y los momentos en que más temiste por tu vida?
El marino se pasó la mano por la barba.
—De esos hubo muchos. En realidad, cada vez que había una tormenta creíamos que ya no saldríamos de ella. En las condiciones en que estaba el pobre barco parecía imposible que pudiera aguantar la embestida de las olas una y otra vez. Estoy seguro de que alguien estaba velando por nosotros. Aparte de las tempestades, los últimos dos meses fueron terribles. El barco se hundía por momentos, había que achicar agua día y noche y sólo éramos veintiuno, contando con los nativos. Llegó un momento en el que no teníamos fuerzas ni para ponernos en pie. Hacían falta dos hombres para mantener la caña del timón...
»Otro momento angustioso fue al dirigirnos a Cabo Verde. Tardamos una semana en recorrer unas diez leguas, algo que, con el viento a favor, hubiéramos hecho en unas pocas horas.
»Yo creo que no habríamos aguantado ni dos días más. Parecía que la nave ya no avanzaba. Desde las Azores hasta el Cabo San Vicente se nos hizo eterno. El agua subía de nivel y la nave se mantenía a flote por milagro, las velas estaban hechas jirones, el palo del trinquete roto y las jarcias medio sueltas flotando al viento. La menor ventisca nos habría mandado al fondo de los mares con nuestro cargamento.
—El rey os debería recompensar por vuestros esfuerzos y sufrimientos más generosamente. Lo que habéis pasado es verdaderamente inhumano.
Elcano suspiró.
—Todo ha pasado ya. Ahora es sólo un recuerdo.
Ella apretó su cuerpo contra el de él como si quisiera consolarlo por las penalidades pasadas.
Poco a poco su respiración fue haciéndose más rítmica según le invadía el sueño y cerraba los párpados. Juan Sebastián Elcano pensó en María, que no tardó en dormirse profundamente a su lado. ¿La quería? Miró el rostro de la joven, apenas iluminado por la luz temblequeante de un candelabro. Era atractiva, inteligente y de un alto rango social. Sin embargo, todavía no estaba seguro de sus sentimientos. ¿Qué sería de la joven María de Ernialde?, ¿le esperaría como había prometido?, ¿se habría casado con otro?, el rostro de su prima Isabel también se entremezclaba en sus pensamientos. ¡Cuántas veces se había acordado de ella durante estos tres últimos años! ¡El amor secreto de su juventud! Pronto sabría de las dos mujeres, así como de sus hermanos. Su madre no tardaría en contestar a su carta. Había hecho la promesa de subir al norte y visitar a los familiares de todos los vascos que habían perecido en la expedición. A Juan Elgorriaga le había prometido en su lecho de muerte que iría a ver a su madre...
Al día siguiente, Elcano recibió una noticia inquietante y desagradable.
Fue Bustamante el encargado de dársela.
—¿Sabes quién está en Valladolid?
Elcano miró al viejo cirujano con una mirada inquisitiva.
—¿Quién?
—Pigafetta.
—¿Pigafetta? ¿Y a qué ha venido aquí?
Bustamante se encogió de hombros.
—He oído decir que se entrevistó con el rey para relatarle su versión de los hechos y al mismo tiempo ofrecerle el libro que ha estado escribiendo durante el viaje.
Elcano se puso serio.
—¡Y su versión será un tanto distinta a la nuestra, claro!
—Me temo que sí. Ya sabes la pasión que sentía por Magallanes. Para Pigafetta todo el mérito de la expedición caerá enteramente sobre el portugués.
Me imagino que para él tú serás sólo uno de los amotinados.
—Evidentemente, no espero de él ninguna alabanza, nunca nos llevamos demasiado bien, pero, por otro lado, tampoco tuvimos jamás ningún roce o discusión.
—Pues pronto sabremos lo que le ha dicho al rey...
Bustamante estaba en lo cierto. No tardaron en ser llamados a declarar formalmente los tres hombres: Elcano, Bustamante y Albo, ante un tribunal presidido por el alcalde de Casa y Corte, Santiago Díez de Leguizano, a quien el rey encargó el esclarecimiento de los hechos.
Leguizano formuló a los encartados trece preguntas básicas, cinco de ellas concernientes a Magallanes y el resto a los rescates, cargamento y su registro en los libros de la expedición.
Las respuestas de Elcano fueron claras, rotundas y enérgicas. No había en sus palabras medias tintas ni expresiones eufemísticas. La primera pregunta fue sobre la causa de la discordia entre Fernando de Magallanes y Juan de Cartagena.
—Juan de Cartagena era veedor de la expedición y persona conjunta a Magallanes —respondió Elcano—; como tal tenía que proveer en todas las cosas que fueran necesarias. Al requerir a Magallanes que les diera el derrotero, éste se negó e hizo prender a Cartagena por insubordinación. A ruegos de los capitanes, le dejó en libertad a cargo de Quesada. Sin embargo, cuando decidió invernar en San Julián, los capitanes le sugirieron que el invierno era demasiado duro para pasar varios meses allí. Insistieron en que querían saber la localización del paso, pero era evidente que Magallanes estaba dando palos de ciego. Tenía muy poca idea sobre la situación del paso; en realidad, ni siquiera estaba seguro de que existiera. Lo que sí veíamos claro era que estaba dispuesto a sacrificar la vida de doscientos sesenta hombres en aras de su orgullo. No quería volver a casa con las manos vacías. Por eso decidimos rebelarnos contra él en San Julián. Estaba desobedeciendo las órdenes del rey.
En el resto de las declaraciones, que duraron varios días, Elcano describió minuciosamente episodios de la sublevación y posteriormente incidencias en la navegación.
Albo y Bustamante confirmaron lo dicho por Elcano en diferentes declaraciones y los tres firmaron y rubricaron los documentos. El rey fue informado puntualmente, y, satisfecho por lo declarado por los tres hombres, ignoró por completo la maniobra de Pigafetta y concedió a Elcano una renta vitalicia de quinientos ducados de oro.
—Enhorabuena, capitán —Bustamante dio una palmada cariñosa en el hombro del guipuzcoano—. Lo has conseguido. Eres rico, además de famoso.
—Eso parece —asintió Elcano pensativo—, no obstante, hay una cosa que quisiera ver desaparecer: la acusación del «crimen» que cometí al vender mi nave a los italianos.
—Pues aprovecha la ocasión —dijo Bustamante—. Nunca tendrás una oportunidad mejor para conseguir lo que quieras. Pide y se te concederá.
—Lo haré. No quiero que nadie pueda echarme en cara o acusarme de ello el día de mañana.
La petición de Elcano tuvo respuesta en un documento, fechado el 13 de febrero de 1523, en el cual se hacía constar que:
siendo maestre de una nao de doscientos toneles, nos servisteis en Levante y en África, y como no se vos pagó el salario que habíais de haber por el dicho servicio, tomasteis dineros a cambio de unos mercaderes vasallos del Duque de Saboya, y que después de no les poder pagar, les vendisteis la dicha nao; y por cuanto por leyes y establecimientos vos no podíais vender la dicha nao a los susodichos, por ser extranjeros de dichos reinos, en lo cual cometisteis crimen...
Proseguía el escrito real que, en vista a los servicios que había prestado Elcano con el descubrimiento de las especierías y los trabajos pasados en él, perdonaba y redimía toda pena tanto civil como criminal en que hubiera incurrido por la venta en cuestión y agregaba:
...y mando a los de nuestro consejo y oidores de las nuestras audiencias, alcaldes, alguaciles de nuestra casa y corte, chancillería y a todas las otras justicias y jueces de nuestros reinos y señoríos, que por la dicha causa no procedan contra vos ni contra vuestros bienes en tiempo alguno ni por alguna manera, y en todo vos guarden y cumplan ésta mi cédula, merced y perdón en ella contenido y contra ella no vayan ni pasen pena de la nuestra merced y de diez mil maravedíes para la nuestra cámara a cada uno que lo contrario hiciere.
Animado por los buenos resultados obtenidos en todas sus peticiones, y aguijoneado, quizá, por un poco de vanidad, Elcano solicitó el hábito de la Orden de Santiago, así como la capitanía general de la primera flota que se armara para el Moluco. Al mismo tiempo, si, como era de presumir, se construían fortalezas por aquellas tierras, la tenencia de las mismas no podía recaer en otra persona que la suya, ya que, siendo él quien las descubrió, nadie tendría mayor empeño en conservarlas. Elcano no olvidaba tampoco a los que le habían ayudado en los tiempos difíciles, y pidió una indemnización para los que no habían vacilado en prestarle su ayuda cuando la necesitó. La contestación real, sin embargo, no tenía mucho de satisfactoria. Su majestad no podía, aun lamentándolo mucho, concederle el hábito de Santiago, pues carecía de facultades para ello sin contar con el Capítulo de la Orden. En cuanto a la armada que se preparase para las Molucas, el mando estaba ya otorgado. Resultaba, por lo tanto, imposible acceder a su deseo. En lo referente a las tenencias de las fortalezas, se le comunicaba que sería tenido presente cuando llegara el caso. Por último, se anunciaba en el regio pergamino la adopción de las medidas oportunas para aliviar la situación de los parientes de quienes le hubieran prestado ayuda. Lo que no especificaba era qué clase de ayuda era ésa.
Elcano se sintió un tanto decepcionado por la negativa de la concesión del hábito de la Orden de Santiago. En cuanto al cargo de capitán de la Armada, sabía que era muy difícil que tal cargo no se lo dieran aun hidalgo de preclara estirpe, aunque nunca hubiera puesto el pie en la cubierta de un barco. El navegante, por lo tanto, con parte de sus ambiciones cumplidas y parte rechazadas, decidió que ya era hora de volver a su tierra para abrazar a su madre y ver a los familiares de los vascos muertos en el viaje y entregarles sus pertenencias.
Bustamante y Albo hacía ya tiempo que se habían despedido de él.
Mientras Albo se dirigió a su pueblo natal de Rodas, Bustamante se fue a Mérida.
—Acuérdate de lo que te dije, capitán —le había dicho al abrazarle fuertemente—. Tienes que venir a verme a Mérida, cuna del emperador Adriano.
—Lo recordaré, curandero —dijo Elcano sonriendo—. En cuanto vuelva del norte pasaré por allí camino a Sevilla.
—¡Así que piensas volver a las Molucas...!
—Alguien tiene que indicarles el camino. Si te animas a venir, siempre tendrás un hueco en la expedición...
Bustamante movió la cabeza dubitativamente.
—No sé, creo que no resistiría una segunda expedición. Bastante suerte hemos tenido de salir con vida de la primera. Oye, y hablando de salir con vida, ¿qué sabes de los que se quedaron en Cabo Verde?
—Fueron reclamados por el rey, y ya están en casa.
Bustamante asintió lentamente.
—Ahora me gustaría saber lo que fue de la Trinidad; de Espinosa y los suyos...
—Algún día lo sabremos. Es de esperar que estén ya en las Indias...
—¿Y de los tres indígenas?, ¿qué ha sido de ellos?
—Se los llevaron a un convento dominico. Quieren que aprendan bien nuestra lengua para servir de intérpretes en futuras expediciones.
LA TRINIDAD
Mientras se realizaban los trabajos de reparación en la
Trinidad
, Espinosa mandó levantar una fortaleza en Tidor y establecer en ella una factoría donde quedaran depositadas las mercancías que se destinaban al tráfico del cambio. En ella se guardaron la artillería de la
Concepción
y de la
Santiago
, los aparejos sobrantes y otros efectos que no eran necesarios para una navegación de regreso. La dirección de la factoría y de la custodia de sus efectos se confió al despensero Juan Campos de Escribano, con quien quedaron el sobresaliente Luis de Molina y el maestre Pedro, a quien Magallanes había secuestrado en las Canarias, así como los criados Alonso de Cota y Diego Arias.