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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (56 page)

—Os he traído también una botella de
txakoli
.

—Gracias, señora —dijo el más joven sonriendo a la madre de los Elcano.

Mientras ella les cortaba unos pedazos de pan y unas rebanadas de queso, Andrés contestó a la pregunta que le había hecho el navegante:

—Es lo que más deseamos en el mundo.

—¿Por qué?

—Queremos hacer fama y fortuna.

Elcano sonrió comprensivamente.

—Mucha gente quiere hacer fama y fortuna, pero, ¿estáis dispuestos a pagar el precio?

—¿El precio?

El navegante asintió mientras vertía el
txakoli
en tres grandes vasos de cristal.

—¿No te han contado nada sobre los sufrimientos: el hambre, la sed y la peste del mar que mata de una manera horrible y dolorosísima?

—Hemos oído de todo ello. Sabemos que sólo volvisteis unos pocos.

—Dieciocho de los doscientos sesenta y cinco que zarpamos.

—Pero trece se quedaron en Cabo Verde y el rey los ha reclamado.

—Eso es verdad.

—Y otros cuarenta zarparon con la
Trinidad
hacia el Nuevo Mundo.

—También eso es cierto.

—Aparte de las deserciones..., un barco entero, la
San Antonio
se volvió a Sevilla y varios marineros se quedaron en las islas.

—Veo que estáis bien informados.

—Hemos estado preguntando. También nos han dicho que vais a llevar a tres de vuestros hermanos.

—A dos, exactamente, y un cuñado.

—Llevadnos con vos cuando partáis hacia Sevilla.

—Bien, jovenzuelos, sea. Por vuestra forma de hablar, veo que tenéis estudios.

Andrés de Urdaneta asintió.

—Yo he estudiado latín, algo de griego, historia y matemáticas. Miguel también estudia.

—Eso está bien. ¿Sabéis algo de navegación?

—No, pero estamos dispuestos a aprender..., si no os importa.

—¿Importar? Al contrario, joven. Me gusta la gente que quiere aprender. Os mandaré llamar dentro de unos días. La semana que viene salimos para La Coruña, que es donde se está preparando la expedición. Mañana voy a Fuenterrabía a comprar unas redes.

García Jofre de Loaysa era un hombre preocupado. La misiva del rey asignándole la expedición a las islas Molucas le había halagado en un principio, pero la enorme responsabilidad y su nulo conocimiento de náutica le impedían dormir.

Jofre de Loaysa era sobrino del altísimo, preclaro dominico y hombre de Estado cuyos méritos habían hecho que Carlos I le nombrara obispo de Osma y después de Sigüenza, y, por último, arzobispo de Sevilla. Nacido en Ciudad Real, Jofre de Loaysa era un caballero inteligente, comprensivo y más inclinado a la bondad que al castigo.

Ya desde el principio había delegado todos los trabajos relacionados con los preparativos de la expedición en Juan Sebastián Elcano.

—¿Cómo van las cosas, maese Elcano?

El de Guetaria miró al mar embravecido del cabo Finisterre a través de una ventana de la Casa Comunal.

—Tenemos ya aquí, en La Coruña, a seis de las siete naves, y la
Santiago
no tardará en llegar.

—¿No os parece ésta un poco pequeña para semejante travesía?

—¿Cincuenta toneles? —Elcano se encogió de hombros—. Bueno, hay que reconocer que no es muy grande, pero nos vendrá muy bien cuando haya que explorar ensenadas de poco calado o adentrarse en algún río.

—¿Y cómo va la recluta de los tripulantes?

—No tardaremos en conseguir los cuatrocientos cincuenta que calculo que nos harán falta.

El almirante asintió con un gesto de complacencia.

—¡Siete naves y cuatrocientos cincuenta hombres! ¡Una buena escuadra!

—¡Podéis sentiros orgulloso de mandar una flota semejante!

—¿Sabéis si han llegado los capitanes?

—Sí, todos están ya aquí para la jura.

—Me gustaría invitar a todos los oficiales a cenar mañana por la noche.

—Bien, se lo haré saber.

Esa misma tarde Elcano tuvo una agradable sorpresa.

—¡Por los clavos de Cristo, pero si es mi buen amigo Hernando de Bustamante!

—¡Juan Sebastián, hijo!, ¿cómo estás?

Después de un fuerte abrazo, los dos hombres se contemplaron sonriendo.

—¿Qué haces tú por aquí, viejo matasanos?

Bustamante se sentó en un taburete en la pequeña oficina de la que disponía Elcano en la Casa Comunal.

—Mi trabajo me ha costado encontraros. Estuve a punto de viajar a Sevilla.

—La Casa de la Contratación se ha quedado al cargo de las Indias, pero las expediciones a las Molucas se organizarán aquí, en la Casa Comunal de La Coruña.

—Pues menos mal que alguien me informó a última hora de que estabais por estos lares...

—¡Por los clavos de Cristo! ¡No habrás venido a enrolarte...!

—Tú lo has dicho. ¡No sabes cómo echo de menos las galletas con gusanos, las ratas a la parrilla y el cuero de los obenques en salsa maloliente!

Elcano rió.

—Hay otro marinero que también repite, el artillero Roldán.

—¡Así que volvemos tres!

—Sí.

—¿Y qué hay de tus hermanos, también traes alguno?

—Dos hermanos y mi cuñado se han empeñado en venir. Martín viene conmigo en la
Sancti Spiritus
como piloto; Antón va en la
Santa María del Parral
como segundo piloto y Santiago de Guevara es el capitán de la
Santiago
.

—¿Y a quién más traes de tu tierra?

—A un clérigo, Juan de Areiza, y a un chaval de diecisiete años, Andrés de Urdaneta. Iba a venir otro chico con él, pero se ha puesto enfermo y no ha podido acudir. Ojo con este Andrés, parece un elemento prometedor.

—Lo tendré en cuenta. Oye, y ¿cuándo zarpamos?

—No tardaremos más de dos semanas. Las naves ya rebosan de víveres y dentro de unos días todos juraremos nuestro cargo. Esta noche el comandante Jofre de Loaysa nos ha invitado a cenar.

Después de la cena tuvo lugar la presentación de los capitanes de los navíos a Jofre de Loaysa con toda solemnidad. Elcano se encargó de nombrar, uno a uno, todos los cargos.

—La nave capitana, a la que todos debemos seguir, será la
Santa María de la Victoria
, comandada por el excelentísimo García Jofre de Loaysa; yo capitanearé la
Sancti Spiritus
, Pedro de Vera mandará la
Anunciada
, Rodrigo de Acuña, la
San Gabriel
; Jorge Manrique de Nájera, la
Santa María del Parral
; Francisco de Hoces, la
San Lesmes
, y Santiago de Guevara, la
Santiago
. Íñigo Ortiz de Perea, Diego de Estella, Alonso de Tejada, Diego Ortiz de Orúe, Bartolomé Simón Taragó y Diego de Victoria serán los contadores y los tesoreros serán Alonso de Solís, Luis Luzón y Juan de Benavides. Rodrigo Bermejo desempeñará la misión de segundo piloto mayor, y Lope Vallejo y Martín de Valencia son los lapidarios, es decir, los técnicos en piedras preciosas.

—¿Habéis terminado ya con la recluta? —preguntó Alonso de Tejada.

—Casi. Esta misma semana tendremos tripulación completa, cuatrocientos cincuenta hombres.

—He oído decir que hay alguno que estuvo en la primera expedición.

—Somos tres los que repetimos —informó Elcano—: el tesorero, Hernando de Bustamante, el artillero Roldán y yo mismo.

Diego de Estella levantó un vaso de vino.

—Brindo por nuestro comandante y por el éxito de la expedición.

La primera vez que Andrés de Urdaneta pisó la
Sancti Spiritus
era también la primera vez en su vida que pisaba un barco. Todo era desconocido para él. Los marineros cruzaban y recruzaban sin cesar el tablón que unía la embarcación con el muelle; unos subían por las jarcias, otros bajaban a la bodega cargados de fardos y barricas; los carpinteros martilleaban aquí y allá sujetando tablones, los calafateadores daban los últimos toques de brea a las juntas rellenas con estopa.

Media docena de marineros doblaban cuidadosamente las velas de repuesto, otros sujetaban los dos esquifes, el más pequeño encima del grande.

El joven miró con ojos asombrados los cañones, dos en cada banda, y una culebrina en popa. El desorden que reinaba por toda la cubierta era increíble. Por un momento se detuvo indeciso. Por fin, reunió todo su valor y preguntó a un marinero:

—Perdonad, vengo de parte de maese Elcano. Me ha dicho que me adelante, él vendrá enseguida. ¿Dónde están las habitaciones?

El marinero se quedó mirando al joven como si estuviera viendo visiones; por fin, dejó caer el saco de harina que llevaba al hombro, que debía de molestarle para reír, y estalló en una sonora carcajada.

—¡Eh!, ¿habéis oído eso, compañeros?, el joven quiere saber dónde están las habitaciones...

Todos los marineros dejaron lo que estaban haciendo y se unieron a su compañero en sus grandes risotadas. En ese momento, un hombre mayor se acercó a Andrés y le puso una mano en el hombro.

—Tú debes de ser el Andrés de Urdaneta de quien me habló Juan Sebastián.

El joven asintió mirando asustado a los marineros que todavía estaban desternillándose de risa.

—¿Qué he dicho de malo?, ¿qué es lo que encuentran tan gracioso?

—Déjame que me presente, primero. Soy Hernando de Bustamante, el tesorero de la nave. En cuanto a tu pregunta sobre qué es lo que esta gente encuentra gracioso, te responderé que en un barco no hay habitaciones. Sólo el capitán tiene lo que se llama un camarote; en algunos barcos grandes, el maestre tiene un pequeño habitáculo. Los demás, el contramaestre, los sobresalientes y yo dormimos en la popa bajo cubierta, junto a la caña del timón; los marineros se las arreglan como pueden; generalmente duermen a la intemperie o en la bodega entre las barricas de avituallamiento.

—Bueno —exclamó el joven resignado—, ¿y dónde dejo mis cosas?

Bustamante sonrió divertido.

—Yo que tú buscaría un hueco en la bodega. Alguno quedará todavía...

Urdaneta miró a su alrededor con aire preocupado.

—Perdonad, maese Bustamante. Una última pregunta. ¿Dónde... dónde hace uno aquí sus... sus necesidades?

El viejo cirujano amplió su sonrisa.

—Mira, hijo. Si se trata de mear, lo haces por la borda. Eso sí, aprende primero qué es barlovento y sotavento, no sea que te lleves una sorpresa desagradable...

El joven hizo un claro gesto de incomprensión.

—Barlovento y sotavento...

—Barlovento es el costado del barco o la dirección de la que sopla el viento.

Sotavento, por supuesto, es el lado contrario.

—Entiendo. ¿Y... para hacer lo otro?

Bustamante señaló media docena de cubos atados con cabos para baldear la cubierta.

—O te cuelgas de la borda o lo haces en uno de ésos. No te olvides, claro está, de limpiarlo luego en el mar.

Por fin, el 24 de julio de 1525, cuando el rojo disco del sol apenas apuntaba por el horizonte, la armada levó anclas aprovechando la marea.

A pesar de lo temprano del día, una muchedumbre se reunió en los muelles para dar el último adiós a los expedicionarios. No había nadie en La Coruña que quisiese perderse la partida de las naves. Las esposas sostenían a sus pequeños en brazos despidiendo a sus maridos, las madres escondían lágrimas furtivas mientras observaban a sus hijos trepar ágilmente por las jarcias, las prostitutas del puerto lamentaban ruidosamente la pérdida de clientes, mientras clérigos de oscuras sotanas daban su bendición a los que partían.

En medio de un griterío ensordecedor, la armada inició su salida del puerto. La operación de recoger las anclas, que Urdaneta había imaginado sencilla, distaba mucho de serlo: una veintena de hombres en fila tiraban del cable y empezaban a caminar hacia atrás y, a medida que llegaban junto a la caña del timón, el último de la fila se soltaba y corría hacia delante para volver a agarrar la cuerda. Mientras tanto, otros iban pasando el cable por la escotilla.

Si la soga se trababa con algo, se usaba el cabestrante, se daban unas cuantas vueltas al cable a su alrededor, y un par de marineros tiraban de él inclinándose hacia atrás, mientras otros lo hacían girar. Lo único que evitaba que éste empezara a girar en dirección contraria, era un simple trinquete. Si por casualidad se estropeaba el cabestrante, entonces se podían utilizar unas jarcias, colocando bozas que sostuvieran el peso durante los cambios. En caso de que el cable del ancla fuera demasiado grueso para enroscarlo en el cabestrante, se utilizaba un virador de combés, un cabo que a su vez tiraba del cable. Para cuando el ancla estaba ya fuera del agua, la nave había avanzado bastante; pero aún no se había terminado de levar el ancla, ya que si ésta no se sujetaba bien podía agujerear la proa del barco.

De una de las serviolas que asomaban a ambos lados de la proa colgaba una jarcia de la que un marinero enganchaba la anilla del ancla, mientras que, desde cubierta, otros hombres tiraban de dicha jarcia, levantando el ancla e izándola a la serviola, donde se ataba fuertemente. Mientras tanto, otro de los marineros atrapaba una de las uñas del ancla con un cabo con una lazada en el extremo. Una vez enganchada la uña, se subía hasta el costado del barco, donde se ataba. Ya con las anclas seguras los barcos largaron trapo y con una salva de cañonazos salieron del puerto de La Coruña, rumbo a una expedición que todo apuntaba a que sería tanto triunfal como fructífera.

La navegación transcurrió con toda normalidad hasta las islas Canarias. A partir de ahí comenzaba lo que iba a ser pronto para Urdaneta la rutina de abordo.

Para empezar, se implantaron los turnos de guardia. En el mar los días se dividían en tres partes, la tripulación se dividía también en tres grupos, y cada uno de ellos tenía un turno de guardia. Durante las ocho horas que duraba su turno, los marineros trabajaban, o se mantenían a la espera, dispuestos a cumplir las órdenes; unos se encargaban del timón y otros de vigilar los alrededores. Cuando terminaban su turno tenían tiempo libre para dedicarse a sus asuntos: lavar la ropa, asearse, reunirse en corrillos y jugar a los dados o cartas; aunque por ley estaban prohibidos todos los juegos, en la práctica los capitanes hacían la vista gorda. Había un sistema de rotación que aseguraba que los marineros hacían cada vez una guardia distinta, ya que la preferida de todos era la segunda, la más tranquila. Las guardias se medían con un reloj de arena de media hora que se colocaba junto a la brújula, y junto a él había siempre un grumete que vigilaba cuándo se terminaba la arena para darle la vuelta. Cada vez que uno de los grumetes daba la vuelta al reloj recitaba una coplilla: Buena es la que va,

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