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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (57 page)

Mejor es la que viene.

Una es pasada y dos muele.

Más molerá si Dios quisiere.

Cuenta y pasa, que buen viaje faza.

Otro de los grumetes se paseaba por la cubierta principal justo antes del final de la guardia recitando otro estribillo
:

Al cuarto, al cuarto, señores marineros de buena parte, al cuarto, al cuarto, en buena hora

de la guardia del señor piloto
,

que ya es hora; leva, leva, leva.

El amanecer y la puesta del sol venían señalados por oraciones especiales, como la que saludaba el alba
:

Bendita sea la luz, y la Santa Veracruz

y el Señor de la Verdad, y de la Santa Trinidad
;

Bendita sea el alma, y el Señor que nos la manda
;

Bendito sea el día, y el Señor que nos lo envía.

Los domingos había servicios especiales en los que la tripulación entera se reunía en la cubierta principal ante un altar montado sobre arcones, mientras el capellán de a bordo oficiaba la Santa Misa ayudado por dos grumetes, que hacían de monaguillos. Aparte de las guardias, había montados turnos de vigía durante las veinticuatro horas del día, y durante el turno de noche se les hacía una llamada cada hora. «Ah, de popa, alerta, buena guardia.» El vigía tenía la obligación de responder a la llamada para demostrar que estaba despierto: «Buena guardia».

En la Gomera, las siete naves se detuvieron hasta el 14 de agosto para tomar agua, leña y víveres. Loaysa decidió reunir una junta de capitanes en la que apenas hubo discusión, aceptándose pronto y unánimemente la propuesta de Elcano de navegar derecho y sin más demora hasta el estrecho de Todos los Santos. El de Guetaria sugirió que en caso de tempestades o cualquier otro incidente que les obligara a separarse, se dirigieran todos a la bahía que daba entrada al estrecho. En una islita que había en el centro se levantaría una cruz, a cuyo pie se enterraría una olla con una carta indicando el rumbo que se tomaría y la fecha en que se partía.

Andrés de Urdaneta, al igual que todos los que se embarcaban por primera vez, pasó los tres primeros días devolviendo por la borda y lamentando en lo más profundo de su ser haberse embarcado en tal aventura.

—No te preocupes, hijo. Se te pasará —le consoló Bustamante—. Pronto estarás trepando por las jarcias como los monos. Yo también juré por todos los santos que nunca más volvería a embarcarme, y ya ves, aquí estoy otra vez preparado para mi segundo viaje alrededor del mundo...

El joven fijó ojos amarillentos en el cirujano.

—¿Estuvisteis con Elcano en el primer viaje?

—Sí, y con él pasé todas las penalidades que puede soportar un ser humano.

—Y, sin embargo, volvéis...

—Vuelvo, hijo, vuelvo.

—¿Por qué?

—Pues no estoy muy seguro. La verdad es que echaba un poco en falta la vida a bordo, el mar, las playas de las islas del Pacífico... Bustamante se interrumpió al ver al joven inclinarse sobre la borda por enésima vez, con fuertes arcadas. Veo —comentó con ironía— que ya has aprendido la diferencia entre barlovento y sotavento...

Después de los primeros días de aprendizaje, empezó el acomodarse de los tripulantes a lo que sería su rutina diaria durante largos meses de convivencia.

Todo era nuevo y fascinante para el joven Andrés: las guardias, los cánticos de los marineros mientras tiraban de los cabos o izaban las velas, las tertulias al anochecer cuando algún viejo marino relataba increíbles aventuras reales o imaginarias, los juegos de dados y cartas, que, pese a estar prohibidos, estaban al orden del día. En cuanto a las dos comidas diarias que se preparaban en un pequeño fogón portátil de hierro, se tomaban calientes cuando no había marejada, y frías cuando ésta azotaba el barco y no se podía encender el fuego y consistían en un mejunje cocido de verdura, mientras la había, además de legumbres o cereales mezclados con trozos de carne o pescado. Cuando se terminaban todas las provisiones frescas se recurría a la salazón, carne y pescado en salmuera, galletas, frutos secos o cereales, y siempre se disponía de ingentes cantidades de ajo y limón. Para beber, los marineros recibían un cuartillo de vino diario. Los que hacían guardia comían en la cubierta superior de popa, sobre una mesa improvisada de algunos arcones puestos unos contra otros y sentados sobre los cubos de baldear puestos boca abajo. Las comidas de este grupo se anunciaban con una coplilla especial, recitada, claro está, por uno de los grumetes.

En lo que respecta al resto de la tripulación, su sistema era mucho más sencillo: se ponían en fila delante del fogón, llevando cada uno un plato de madera. Una vez que le servían, se llevaban su comida a algún lugar cómodo y se sentaban a comérsela, mientras uno de los grumetes recorría la cubierta con un pellejo de vino, repartiendo un poco para cada uno.

A la hora de acostarse, los que no estaban de guardia, sencillamente extendían una esterilla en algún rincón de cubierta y, si llovía o hacía mucho frío, intentaban buscar algún hueco entre las barricas o fardos en la bodega.

La flota navegó sin contratiempos durante dos semanas. Entonces, de repente, surgió el primer incidente:

—¡Capitán!, ¡capitán! Me parece que le ocurre algo a la nave del Almirante.

Elcano siguió con la mirada la mano extendida de Andrés de Urdaneta, y sus ojos se tropezaron con la
Santa María de la Victoria
, que marchaba medio cable por delante. Efectivamente, el palo mayor de la capitana tenía una inclinación que no era natural.

—Las cuñas del mástil se han aflojado —dijo pensativo—, habrá que enviar un par de carpinteros. Les haremos señas.

Mientras se botaba el esquife pequeño, el joven Andrés no pudo retener su curiosidad:

—¿Qué queréis decir con eso de que las cuñas del mástil se han aflojado?

—Verás —respondió el navegante—, los palos transmiten la energía del viento desde las velas al casco, y, por lo tanto, la unión de este último con cada palo debe ser fuerte y no permitir ningún movimiento. La coz del palo mayor, es decir, su base, se apoya en la quilla y está sujeta con unos baos transversales a la cubierta principal. Precisamente el punto en el que el mástil atraviesa esa cubierta es el más débil de todos, y tiende a aflojarse con el movimiento del palo cada vez que cambia la fuerza del viento. Por eso se refuerza añadiéndole las llamadas cuñas de mástil, unos trozos de madera muy largos, de unos dos metros, y en forma de cono. Se colocan alrededor del palo en el punto en que éste atraviesa la cubierta.

No fue fácil la reparación del palo mayor, más que nada por la fuerte marejada y el aguacero que tuvieron que soportar todo el día. Las naves navegaban, mientras tanto, sólo con las trinquetas.

Apenas hubieron arreglado la avería tuvo lugar un segundo incidente. De forma incomprensible, durante la noche la capitana embistió a la
Santa María del Parral
y le destrozó toda la popa y rompió el palo de mesana.

De nuevo tuvieron que amainar las velas y, con la ayuda de todos los carpinteros, poner remedio a la avería con nuevas tablas.

La navegación prosiguió sin nuevos incidentes en su lento y monótono avanzar hacia el sur. El joven Andrés de Urdaneta, vencidos ya los primeros días de mareos y vómitos, se había acostumbrado a los violentos vaivenes y cabeceos de la nave. Pronto aprendió, como había vaticinado Bustamante, a trepar por las jarcias con la agilidad propia de su edad, y lo mismo baldeaba la cubierta que ayudaba a recoger o desplegar las velas. Observó que la manera más sencilla de recoger el velamen consistía en bajar la verga, tensando a la vez los chafaldetes.

Luego, los marineros, de pie sobre cubierta, cogían la vela y la ataban a la verga, volviendo a subir ésta al mástil para que no estorbara. Si soplaba mucho viento y el maestre decidía no arriar la vela, los marineros tenían que trepar y sentarse a horcajadas en la verga, y una vez arriba, la recorrían de un extremo a otro mientras que desde abajo alguien tensaba los chafaldetes. Entonces se subía la vela a mano y se ataba a la verga. Por experiencia, aprendió que para hacer eso hacía falta tener un gran sentido del equilibrio, ya que no había huecos para los pies.

Estaba claro que un barco era una gran máquina muy equilibrada que crujía y gemía a medida que se abría camino por los mares. El capitán o maestre debía tener mucho cuidado a la hora de calcular la cantidad de vela que tenía que largar con cada viento, pues, si no, la vela podía desgarrarse, el palo romperse o los tablones de la cubierta abrirse debido a la presión. Era evidente que el mayor peligro consistía en que una tormenta repentina los cogiera desprevenidos; en esos casos, observó que Elcano, o bien ordenaba soltar los cordajes de las velas para dejarlas caer por su propio peso, o bien hacía que se bajasen rápidamente las vergas, dejándolas en cubierta.

Todo era novedoso e interesante para el joven grumete. Sin embargo, el momento más excitante para él fue la noche en la que Elcano le pidió ayuda para la toma de la posición del barco con el astrolabio y el cuadrante.

—Con el astrolabio —le explicó el capitán— se trata de fijar la posición de la estrella polar con el instrumento puesto en vertical; como verás, en un barco esto es muy difícil. Lo mejor es hacerlo entre dos: yo sujeto el instrumento manteniéndolo en alto con el pulgar por esta anilla, y con esta otra mano muevo la mira hasta que apunte hacia la estrella. Cuando consiga mantenerlo en la mira, tú me dices la altura que marca. Ten en cuenta que un error de un grado en la latitud de la estrella supone una equivocación de sesenta millas. Por eso —añadió el capitán— hay que utilizar siempre el mismo astrolabio. Un buen piloto puede determinar la latitud con un error de un tercio de grado.

—Os he visto también usar otro instrumento —comentó Andrés.

—Sí, el cuadrante —asintió el navegante sacando uno de su caja—. Hay que sujetarlo firmemente con la mano, así, tratando de alinear la estrella con los dos agujeros o con el borde superior. Al mismo tiempo, hay que contrarrestar cualquier movimiento del barco con movimientos del cuerpo en sentido contrario.

Una vez alineado, la altitud se indica con esta cuerda de la que cuelga un peso de plomo. Hace falta una segunda persona para leer lo que marca.

—Se balancea mucho —comentó el joven.

—Sí, te aseguro que cuando hay mar gruesa es dificilísimo hacer una lectura aproximada.

Andrés de Urdaneta se quedó pensativo un momento.

—Estaba pensando —dijo por fin—: ¿qué pasa cuando no se ve la estrella polar?

—¿Quieres decir cuando está nublado?

—O cuando se cruza el ecuador. Tengo entendido que cuando se está al otro lado del hemisferio se ven otras estrellas distintas.

—En primer lugar —continuó su explicación Elcano—, cuando está nublado no hay otro remedio que navegar a ciegas y hay que esperar a que las nubes desaparezcan. En cuanto a la segunda suposición, que tú mismo comprobarás muy pronto, la navegación se hace guiándose por el sol durante el día y por la Cruz del Sur durante la noche.

En ese momento la voz del vigía les interrumpió:

—¡Capitán! Hay un barco a babor. Desde la capitana nos hacen señales para cortarle el paso.

Elcano dejó el cuadrante en las manos del joven grumete y subió a lo alto del castillo de popa.

—Parece un mercante francés —murmuró—. ¡Todo el mundo a sus puestos!

¡Contramaestre! ¡Ordena sacar dos cañones por cada banda!

A partir de ese momento, la tranquilidad con la que se había estado navegando dio paso a un caos total. Mientras unos marineros sacaban los cañones por las portañolas y los colocaban en posición de disparar, otros bajaban a los pañoles y formaban una cadena por la que pasaban de mano en mano cubos de pólvora y bolas de hierro y piedra. Se necesitaba media docena de hombres para que cada lombarda fuera operativa.

Andrés de Urdaneta, que formaba parte de la cadena en cubierta, veía de reojo cómo dos de los servidores de cada bombarda vertían cuidadosamente la pólvora en la recámara, mientras otros dos introducían una pesada bola por la boca del cañón con grandes dificultades. De la recámara colgaba una mecha corta a la que, según Andrés supuso, el cañonero prendería fuego con una yesca en cuanto el capitán les ordenara abrir fuego.

El contramaestre se acercó a Elcano.

—Todas las velas desplegadas, capitán. Sólo faltan por largar las sobrejuanetes...

Elcano miró a lo alto de los mástiles y movió la cabeza dubitativamente.

—Déjalas. Hay demasiada marejada. De todas formas —añadió contemplando a la presunta presa a unos seis cables a babor—, va a ser muy difícil darles alcance, al menos para nosotros. Quizá la
Santiago
y la
San Gabriel
que son mucho más ligeras y además están más cerca, tengan alguna opción.

Efectivamente, la
Santiago
y la
San Gabriel
, que sin duda eran las más rápidas de la escuadra, se dirigían a gran velocidad hacia su presa navegando de bolina y lanzando espuma hasta las bordas de sotavento. Sin embargo, la nave acosada, un vieja carraca de vela cuadrada, muy cargada a juzgar por la línea de flotación, había largado todo el velamen en una acción desesperada por alejarse de la escuadra castellana. A pesar de la mayor velocidad de las dos naves castellanas, la persecución se preveía larga y dudosa a causa de la gran ventaja que llevaba. Además, había cambiado de rumbo y se dejaba llevar por el viento.

A media tarde, Loaysa, viendo que la caza se prolongaba más de lo conveniente, ordenó disparar un cañonazo para que las naves abandonaran la persecución y se reunieran de nuevo.

—Volvemos a la navegación normal —dijo Elcano—. Contramaestre, ordena que recojan los cañones. Piloto, vuelta al rumbo sur-sudoeste. A medio cable de la Almirante.

—No parece que todos estén dispuestos a obedecer —murmuró al cabo de un rato Urdaneta, señalando la
Santiago
y la
San Gabriel.

—Quizá no hayan oído el cañonazo... —dijo quedamente Elcano. Fuera lo que fuera, las dos pequeñas naves no parecían dispuestas a dejar escapar su presa, que cada vez estaba más cerca de sus cañones. La
Santiago
llegó antes a la altura de su enemigo y disparó una andanada a la proa de la embarcación, que parecía desarmada, o al menos no se veía con poder suficiente para hacer frente a toda una escuadra enemiga, por lo que enarboló bandera blanca.

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