Poco después, cuando ya las tres naves estaban a la misma altura, el padre Valderrama alzó un gran crucifijo de bronce invocando a la Santísima Virgen de la Victoria, patrona de la flota, y a San Andrés, cuya festividad correspondía aquel día. Las dotaciones, mientras tanto, permanecían de rodillas humildemente. El sacerdote después de bendecir la armada y el desconocido mar, inició el canto de un Te Deum. Al finalizar éste, Magallanes ordenó disparar unas salvas, tras lo cual arengó a los hombres.
—Estamos navegando por aguas no surcadas por ningún buque —dijo—.
Dios haga que siempre las encontremos tan pacíficas como ahora. Con esta esperanza llamaré a este mar el Mar Pacífico, y este nombre seguirá perdurando a través de los siglos.
LA SAN ANTONIO
En cuanto la
Concepción
y la
San Antonio
se hubieron adentrado en el brazo de mar para explorarlo, Esteban Gómes reunió en el castillo de proa a tres hombres que sabía que estaban tan en contra de Magallanes como él: el escribano Hierónimo Guerra y los sobresalientes Joan de Chinchilla y Francisco de Angulo.
—Creo que ha llegado el momento de la acción —anunció mirando recelosamente a su alrededor.
Hierónimo Guerra frunció las cejas y le miró con ojos inquisidores.
—¿Qué quieres decir?
Gómes no se anduvo por las ramas.
—Me consta —dijo— que tenéis tantas ganas como yo de volver a España.
Francisco de Angulo sacudió una larga mata de greñas, y asintió percatándose por momentos de lo que aquella reunión significaba.
—¿Quieres decir... apoderarnos del barco?
Gómes movió lentamente la cabeza de arriba a abajo mirando hacia la popa, donde estaba la cabina del capitán.
—Será la única manera de volver con vida...
Joan de Chinchilla era el único de los cuatro que cuidaba de su aspecto.
Tenía la barba y pelo recortado y sus ropas presentaban un aspecto relativamente limpio.
—Me gustaría volver a Murcia vivo —respondió a modo de aceptación—,
¿qué sugieres que hagamos?
—Tenemos que apoderarnos del capitán —respondió el piloto portugués lentamente—. Una vez Mesquita en nuestro poder, los marineros no opondrán resistencia. De todas formas, la mayor parte de ellos está a favor de volver...
—¿Cuándo? —preguntó Guerra.
—Durante la noche. Cuando todos estén durmiendo nos apoderaremos de algunas armas. Sé de media docena de marineros que nos ayudarán...
Álvaro de Mesquita tuvo, por segunda vez en la expedición, un despertar brusco y desagradable. Su camarote estaba invadido por varios hombres fuertemente armados.
—¿Qué es esto?, ¿quiénes sois?
—Lo siento, Mesquita —dijo Gómes acercándose un farol al rostro—, tomamos el mando.
—¡Un motín! ¡Estáis locos! ¿Qué pretendéis?
—Seguir con vida —contestó el piloto—, eso es todo.
—Nunca lo conseguiréis.
—Al contrario. Nosotros volveremos y daremos a conocer al mundo entero dónde está el paso, mientras que Magallanes y los demás jamás regresarán.
—Os encarcelarán por traición.
—¿Estáis seguro?, ¿a quién creéis que harán más caso cuando contemos lo que les pasó a Cartagena, Quesada y Mendoza?
Mesquita les miró con ojos de temor.
—¿Qué vais a hacer conmigo?
—No os preocupéis, no os mataremos. Sólo os mantendremos en el cepo hasta que hayamos salido del paso y pongamos rumbo a San Julián.
—Queréis rescatar a Cartagena...
—Si están vivos todavía, sí.
Al amanecer, bajo una fuerte nevada, la
San Antonio
salía del brazo de mar rumbo a la entrada del estrecho Todos los Santos. La mayoría de los marineros acataron de buena gana las órdenes del nuevo capitán, pues se daban perfecta cuenta de que con ello salvaban la vida. La parte más difícil de la expedición se había realizado ya. Ahora le correspondía a otra expedición bien preparada realizar el resto. Además, si morían todos, ¿cómo sabría el mundo dónde estaba el paso? Con estos argumentos no fue difícil convencer a los marineros más reacios a aceptar el nuevo rumbo.
Al final del día, la nave salía otra vez a la mar abierta del océano Atlántico.
—¡Largar las gavias! ¡Cazar las escotas! —gritó Gómes señalando al norte—. ¡Rumbo a San Julián!
—¿Estarán todavía vivos? —preguntó Guerra al nuevo capitán.
El piloto se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Cosas más difíciles se han visto...
Cuando la nave entró en el puerto de San Julián estaba ya anocheciendo.
La enorme cruz sobre la colina era apenas una sombra que se confundía con el fondo oscuro del firmamento. No se oía ningún ruido ni se veía señal de humo.
Por precaución, Gómes decidió esperar hasta el amanecer para enviar un bote.
Apenas el sol estaba tiñendo de oro las nubes que se cernían sobre el horizonte del este, cuando ya el esquife bogaba lentamente surcando unas aguas harto conocidas por todos ellos. No se divisaban ya los cuatro cadalsos. Sin duda, los dos condenados habían aprovechado su madera para calentarse. De la cabaña no salía humo ni había señales que indicaran que los hombres seguían vivos.
Una docena de marineros armados se acercó lentamente a la entrada.
—¡Cartagena! ¡Padre Sánchez!
No hubo respuesta. Antes de abrir la puerta, los expedicionarios se aseguraron de que no había indígenas ni señales de ellos por los alrededores. Sólo entonces, Guerra, que iba al mando, se decidió a entrar en la barraca.
¡No había nadie!
El escribano se acercó al hogar, construido con piedras en medio del recinto. No pudo evitar el pensar en las veces que se habían calentado en ese mismo lugar los pasados meses. Las cenizas estaban frías, nadie había encendido fuego allí desde hacía muchos días.
—¿Dónde estarán? —masculló Joan de Chinchilla—. ¿Qué habrá sido de ellos?
Un marinero se adelantó y señaló algo sobre la mesa.
—Aquí hay unas anotaciones.
Guerra se acercó a la mesa y cogió unos papeles.
—Parecen ser una especie de diario —dijo acercándose a la puerta donde había más luz. Allí leyó la última página: «Hoy hemos consumido todas las provisiones que nos quedaban. Tendremos que ir hacia el norte para intentar cazar algo, pero tenemos miedo de tropezarnos con los nativos. Hace unos días vimos a alguno de lejos. Quizá si ven que estamos solos quieran vengarse por lo que Magallanes hizo a sus compañeros...».
Guerra dobló el papel para llevárselo a Gómes.
—Se han dirigido hacia el norte —le informó tendiéndole los papeles.
—¿Cuándo?
—Según la fecha que pone ahí, hace ya tres semanas.
Gómes movió la cabeza con pesimismo.
—Si no han vuelto en tres semanas, ya nunca volverán.
—¿Qué hacemos?
—Esperaremos un par de días. Exploraremos los alrededores. Y si no vemos señales de ellos, seguiremos nuestro camino.
—¿Qué rumbo ponemos, capitán?
Gómes no dudó un momento en señalarlo.
—Norte-nordeste. A todo trapo. Rumbo a Santa Lucía.
Un hurra general se elevó de todas las gargantas de la tripulación. El fuerte viento de popa permitía llevar las gavias con dos rizos y el barco pronto perdió de vista el nefasto puerto que les había servido de refugio durante todo el invierno. Tres semanas más tarde, el vigía en la cofa del palo mayor avistaba las doradas playas que tan gratos recuerdos traían a sus mentes.
—¡Santa Lucía!
Un enorme griterío recibió la noticia. Los cincuenta y cinco tripulantes de la
San Antonio
treparon alborozados por la jarcia tratando de divisar la ansiada bahía. El recibimiento por parte de los nativos fue tan amistoso como había sido la primera vez. Gómes abrió las bodegas para proporcionar regalos a los tripulantes, y una vez más los espejitos, peines y tijeras baratas invadieron las playas.
—Antes que os entreguéis a los placeres mundanos —les advirtió el portugués—, debemos conseguir provisiones. Dedicaremos las mañanas a recoger agua y conseguir alimentos. Por la tarde podéis disponer de vuestro tiempo como queráis.
Nunca una tripulación se había visto tan contenta. Los marineros no podían dar abasto a la oferta tan grande de sexo. Las nativas prácticamente se pegaban por conseguir que un marinero les otorgase sus favores a cambio de tesoros tan estimables como unas cintas de colores o un espejito.
—No me importaría quedarme aquí toda la vida —bromeó Joan de Chinchilla. Sobre sus rodillas una jovencísima nativa trataba de recoger su larga mata de pelo negro con una cinta rosa, mientras mostraba unos pechos pequeños, puntiagudos, con una naturalidad que no dejaba de asombrar a los expedicionarios.
Francisco de Angulo se tumbó perezosamente a pocos metros de distancia; a la sombra de un enorme cocotero, tenía la cabeza apoyada en el regazo de una de las dos nativas que había «adquirido» a cambio de un cuchillo y un hacha. Éstas hacían con sus caricias que los pasados sufrimientos se olvidaran por completo.
—¡Cómo envidio a esta gente! —exclamó el murciano—. ¡Tienen de todo al alcance de la mano y no se complican la vida! ¡Comer, dormir y...!
—...joder —rió Angulo pellizcando a una de sus esclavas. Hizo una seña a la otra para que le trajera algo para beber—. Nunca me creerán en mi jodido pueblo cuando se lo cuente...
—Francamente —dijo quedamente Joan de Chinchilla—, yo no sé si volver.
Angulo echó un trago del fuerte licor dulzón que los nativos fabricaban con zumo de frutas desconocidas para ellos.
—¡No me jodas! ¿Serías capaz de quedarte aquí...?
—¿Por qué no?
El sobresaliente de la
San Antonio
escupió a la arena por el hueco de un diente.
—Yo no me fiaría de estos jodidos nativos. ¿Qué harán si te quedas aquí solo e indefenso? Y las putitas éstas —Angulo eructó ruidosamente y dio una sonora palmada en el trasero de una de ellas—, ¿crees tú que se mostrarán tan dispuestas cuando no tengas nada que ofrecerles?
Joan de Chinchilla tardó en responder. Acarició suavemente la mata de pelo sujeta por la cinta rosa.
—Sí, tal vez tengas razón —dijo por fin con un suspiro—. Sería demasiado bueno para durar.
Lo bueno duró tres semanas, el mismo tiempo que habían estado la primera vez. Gómes decidió que ya era hora de volver. Mesquita seguía, mientras tanto, encerrado en la bodega.
El 6 de mayo de 1521, la
San Antonio
llegó a Sevilla en medio de una gran expectación. Su llegada había sido anunciada por un velero rápido que hacía el trayecto desde las islas Canarias, y los oficiales de la Casa de Contratación esperaban a los cabecillas de la sublevación.
Gómes, Guerra, Chinchilla y Angulo declararon uno por uno ante una docena de oficiales presididos por Rodríguez de Fonseca, el guipuzcoano Ibarrola entre ellos. El primero en ser llamado fue el portugués Esteban Gómes.
—Tomad asiento —indicó el presidente de la sala—. Tened la bondad de relatarnos lo sucedido desde el momento en que salisteis de Sanlúcar de Barrameda.
Durante dos horas Gómes fue desgranando la historia, haciendo hincapié en el ajusticiamiento de los hidalgos Mendoza y Quesada, exponiendo la crueldad añadida de hacer mutilar los cuerpos y dejarlos expuestos a las aves carroñeras durante el tiempo que estuvieron en San Julián. A continuación indicó que la indignación contenida en algunos de ellos por el abandono de Cartagena y el padre Sánchez a su suerte se había traducido, en cuanto descubrieron el paso, en su decisión de volver con la
San Antonio
a rescatarlos de una muerte segura.
Magallanes, con su empecinamiento, estaba poniendo en peligro la vida de todos los tripulantes de la expedición, lo principal estaba conseguido, se había descubierto el paso, los víveres escaseaban, la «peste del mar» había hecho su aparición y las naves estaban en un estado pésimo, necesitando una reparación a fondo. Con todo aquello, la idea de emprender una singladura por un mar desconocido, sin saber cuántos meses duraría el viaje, era una locura. Sólo un poseso podía ordenar semejante insensatez. ¿Qué pasaría si todos morían en la empresa? La existencia del paso seguiría desconocida. Era mucho más sensato volver con la nueva y organizar otra expedición con un derrotero ya conocido.
Cuando Gómes terminó de relatar su versión de los hechos se hizo un gran silencio en la sala. Los oficiales de la Casa de Contratación habían oído muchas historias de descubrimientos y traiciones desde su fundación. Sabían que había que escuchar a las dos partes.
Rodríguez de Fonseca se dirigió al piloto:
—¿Así que vos creéis que Magallanes no volverá?
El portugués trató de mostrar una seguridad que no sentía.
—Nunca lo conseguirá.
—¿Qué me decís de Álvaro de Mesquita?
—Estuvo siempre al lado de Magallanes. Fue su brazo derecho. Se mostró particularmente cruel e inhumano en el trato de los cuarenta condenados en la sublevación de San Julián. Les hizo pasar privaciones injustificables.
—Decís que buscasteis a Juan de Cartagena y al padre Sánchez durante varios días...
—Sí, pero a juzgar por la nota que encontramos, y que conservo —tendió los papeles a un alguacil para que los entregase al presidente de la sala—, parece ser que se fueron hacia el norte en busca de comida.
Rodríguez de Fonseca leyó las notas y las pasó a los demás oficiales.
—¿Creéis que sería inútil, entonces, fletar un barco para ir en su búsqueda?
—Sí, lo creo. Juan de Cartagena y el padre Sánchez no eran hombres que pudieran valerse por sí solos en un lugar como ése. Además, estaban los nativos, que tenían sobrados motivos para vengarse de cualquier hombre blanco.
—Entiendo. Bien, creo que esto es todo por hoy. Seguiremos interrogando a los demás testigos.
Después de Gómes, pasaron a declarar Hierónimo Guerra, Joan de Chinchilla y Francisco de Angulo. Los tres confirmaron la historia de su jefe.
Después le tocó el turno a Álvaro de Mesquita. El primo de Magallanes insistió en la confabulación que ya desde la salida de los barcos de las islas Canarias habían formado los capitanes contra el capitán general. Éste se había visto obligado a tomar unas medidas que, si bien muy duras, eran completamente imprescindibles para el buen término de la expedición.
La sublevación de San Julián la habían llevado a cabo los capitanes españoles —según su versión—, y además ellos fueron los que hicieron derramar la primera sangre. Magallanes se limitó a defender sus derechos como capitán general de la expedición y a luchar bravamente contra un número muy superior de amotinados.