—Disparad —ordenó a Espinosa.
La flecha de éste atravesó el pecho de un nativo que, atónito, se la arrancó con la mano de un tirón, la miró asombrado y cayó repentinamente ante la mirada expectante de los demás, que no se explicaban tan súbita muerte.
—¡Seguid disparando!
Nuevos disparos de flechas, y pronto la cubierta se enrojeció con un baño de sangre. Los heridos gritaban enloquecidos de dolor, lo cual provocó el pánico de los asaltantes, que huyeron confusa y precipitadamente, aunque no sin robar el bote de la nave.
—¡Respetad la vida de los heridos! —gritó Magallanes al ver que la marinería enfurecida remataba a los nativos caídos, pero la orden llegó demasiado tarde. Sólo uno de ellos se libró de la matanza.
Magallanes contempló preocupado a los cientos de indígenas que se agolpaban en la playa. Era imprescindible desembarcar, pero, vista la actitud hostil de los nativos, sería peligrosísimo hacerlo al atardecer. Era muy posible que, aprovechando la oscuridad, intentaran atacar de nuevo.
—¡Levad las anclas! —ordenó—. Pasaremos la noche costeando.
A costa de sobrehumanos esfuerzos, los marineros de la
Trinidad
consiguieron levar las pesadas anclas y largar las velas del trinquete, que no habían cortado.
Los primeros rayos de un sol resplandeciente apenas se adivinaban ya en un horizonte teñido de púrpura, cuando las tres naves enfilaron hacia la bahía.
Una pequeña marejada hizo cabecear a los barcos al cruzar la barra. En la playa, apenas se vislumbraban las primeras señales de vida de los nativos.
Cuando la
Trinidad
estuvo en posición, Magallanes dio orden de abrir fuego; los efectos de la primera andanada fueron fulminantes. Los indígenas huyeron despavoridos del poblado lanzando gritos de terror.
Los botes de la
Concepción
y la
Victoria
, con dieciséis hombres armados cada una, alcanzaron la orilla y sus tripulantes corrieron en busca de algún arroyo donde saciar la sed que les consumía.
Después, mientras unos hombres volvían a los barcos con los botes, incluyendo el de la
Trinidad
, los demás invadieron el pueblo buscando comida.
Como una plaga de langosta, todo lo que se pudiera llevar a la boca era devorado casi sin masticar por aquellos esqueletos vivientes.
El poblado consistía en chozas de madera cubiertas de tablas sobre las que se extendían hojas de palmera y habitaciones muy confortables. Los lechos eran cómodos y blandos, hechos de esteras de finísima palma extendidas sobre paja. Todas las cabañas tenían una especie de almacén o bodega excavado en la tierra, donde los invasores encontraron tubérculos, cocos, cañas de azúcar y diversos frutos desconocidos para ellos.
Magallanes mandó poner centinelas en los senderos por si volvían los nativos, mientras el resto de la dotación se dedicó a recoger cestos de fruta, cerdos y gallinas. Llenaron todas las barricas de agua antes de quemar las viviendas como represalia.
Pronto las cacerolas humeaban una vez más en las cocinas de los tres barcos, y la carne de cerdo y de gallina no tardó en ser devorada con fruición por los famélicos marineros medio cruda. A los más enfermos se les dio leche de coco con frutos del árbol del pan.
Al día siguiente Pigafetta escribía en su diario:
A esta isla providencial la hemos denominado la Isla de los Ladrones, aunque el prisionero que capturamos la llama Guam. Los indígenas son de color aceitunado, aunque, según el prisionero, nacen blancos para convertirse en morenos con la edad; son fornidos y recios, algunos se dejan barba ya muchos les llega hasta la cintura un negro cabello, que otros anudan sobre sus frente. Los dientes los colorean de rojo y negro, en tanto las mujeres son pálidas, de buena talla y menos morenas que los hombres. Evas y Adanes se untan el cabello y todo el cuerpo con aceite de coco
y
sésili, que es una semilla oleaginosa muy frecuente en estas Islas.
Sus armas se reducen a unas lanzas con una espina de pescado muy aguda en la punta. Son magníficos nadadores y no temen aventurarse en alta mar. No conocen ninguna ley, ni tienen rey, jefe o dioses, siendo la norma de su conducta hacer cuanto les viene en gana.
Ante el miedo de que los nativos hicieran su aparición, y para evitar otra confrontación, Magallanes mandó levar anclas y dirigirse hacia otra isla más pequeña, pero igual de frondosa, que se divisaba en la lejanía.
En la
Concepción
, Elcano subió de la bodega después de dar de comer papillas y leche de coco a los más enfermos, entre ellos Bustamante.
—Pronto te pondrás bien —le sonrió Juan Sebastián, forzándolo a tragar un poco de alimento—. Tengo todos los elementos necesarios para curarte de esa «peste del mar»: frutas y verduras.
Tumbado en su coy, el viejo emeritense trató de forzar una sonrisa. No intentó hablar, pues la hinchazón de las encías le impedía articular palabra, pero agradeció con la mirada las atenciones del guetariano.
—Nos dirigimos ahora a otra isla —comunicó Elcano al enfermo—. A ver si tenemos más suerte allí y los nativos nos reciben más amistosamente.
Mientras hablaba, se oyó un griterío fuera.
—Te dejo, Hernando. A juzgar por el griterío, parece que vienen a despedirnos los nativos...
Efectivamente, cuando Elcano se asomó en cubierta pudo contemplar cerca de cien canoas rodeando las tres naves, a pesar de haber sido destruidas todas las piraguas que vieron en el embarcadero. Juan Sebastián se acercó al castillo de popa, donde Andrés de San Martín recogía el astrolabio y el cuadrante solar.
—¿Y de dónde diablos han salido todos éstos? —exclamó sorprendido señalando a los gesticulantes nativos.
Andrés se encogió de hombros.
—Nos están enseñando pescado fresco, como si quisieran venderlo.
Elcano pudo ver cómo las voces de algunos nativos que parecían ofrecerles pescado se mezclaban con los alaridos y llantos de algunas mujeres que se mesaban los cabellos.
—Lo siento por ellas —dijo señalándolas con la cabeza—. Éstas deben de ser las que han perdido a sus maridos.
Las piraguas, mientras tanto, se habían acercado a los costados de las naves y, de pronto, cuando ya estaban cerca, los peces desaparecieron y los nativos empezaron a arrojar piedras a los tripulantes con grandes voces e imprecaciones. Después, desaparecieron con una celeridad increíble.
Las naves se alejaron con viento rolando al oeste, navegando sólo con las gavias y mesanas, hasta echar anclas en la nueva isla, quedando cabeceando entre las olas. Apenas habían terminado de hacerlo cuando algunas canoas se acercaron con hombres armados, hasta detenerse a prudente distancia. Por señas, Magallanes indicó al prisionero herido que les dijera que no les causarían ningún daño, sólo deseaba adquirir frutas y gallinas, a cambio de las cuales el capitán general ofrecía mercancías valiosísimas, algunas de las cuales enseñó a los desconfiados isleños desde la borda.
Éstos, después de hacer una serie de preguntas al prisionero, viraron en busca de la playa, de la cual, al cabo de un buen rato, partió una embarcación mayor, de proa alta, tallada en forma de cabeza de tiburón, con conchas por ojos y en la bocas dientes de escualo. Según se iban acercando, hicieron sonar una caracola y luego un prolongado retumbar de tambores. Al llegar al costado de la
Trinidad
, tres hombres treparon ágilmente por el costado.
Los marineros tuvieron que contener la risa ante el aspecto estrambótico de los recién llegados, que llevaban una especie de careta hecha con cáscara de coco agujereada en la parte correspondiente a los ojos y nariz, la boca provista de dientes de tiburón y la cabeza con una peluca de pelo natural teñido de escarlata.
El cuerpo lo cubrían con unas capas cortas de plumas rojas y amarillas, en las manos llevaban un pequeño coco hueco con un fémur humano a guisa de mango.
Atada a la pierna derecha colgaba una calavera con piedrecitas que tintineaban al andar y del cuello de uno pendía un largo colmillo de cachalote, otro exhibía un collar de dientes de jabalí y el tercero portaba un idolillo de madera en el extremo de un palo.
Magallanes supuso que tales sorprendentes personajes eran brujos o jefes, y los recibió amablemente. Por medio de señas les mostró la variedad de regalos que les tenía preparados: espejos, tijeras, cuchillos y hachas, y, en su afán de congraciarse con ellos, Magallanes ofreció poner en libertad al nativo preso en la otra isla, pero éste rehusó por señas y prefirió continuar en la nave. El intercambio de baratijas por comida continuó a lo largo de tres días, con gran satisfacción por ambas partes.
La mesa del capitán general era ciertamente muy diferente a la que había sido durante los últimos casi cuatro meses. Aunque no tenían vino, lo podían sustituir por el aguardiente que los nativos conseguían destilando del zumo de los cocos. Por primera vez en muchas semanas se oía a lo largo y ancho de los barcos alegres canciones y carcajadas. Todos los marineros celebraban lo que consideraban la última de sus penalidades.
Todos menos uno, Gonzalo de Vigo, un joven grumete de dieciséis años, no podía quitar de su atormentada mente los padecimientos sufridos. Tumbado en su coy durante tres semanas, enfermo de la «peste del mar», había visto la muerte demasiado cerca como para querer enfrentarse a ella de nuevo. Además, tenía otro aliciente. Reuniendo todo su valor, se acercó a la puerta del camarote de Magallanes:
—Señor, quisiera hablaros.
El capitán general se levantó de la mesa que compartía con el padre Valderrama, Serra y Duarte Barbosa y se acercó a la puerta.
—¿Qué puedo hacer por ti, Gonzalo?
Era evidente que al joven grumete le costaba un esfuerzo terrible dirigirse al capitán general. Sin duda había preparado las palabras que iba a decir, pero éstas se le atragantaban a la hora de expresarlas. Por fin, después de respirar profundamente dijo con voz trémula:
—Quisiera solicitar permiso para quedarme, señor.
Magallanes se quedó mirando atónito al joven que tenía ante sí.
—¿Qué quieres decir con eso de quedarte?
—No quiero seguir adelante, señor. Quiero quedarme en esta isla.
Los otros comensales abandonaron la conversación y se volvieron para contemplar al grumete. De repente, se había hecho un silencio sepulcral en la cámara.
—¿Te das cuenta de lo que dices, hijo? —preguntó el padre Valderrama.
—Lo he meditado mucho —respondió el joven—, y no quiero volver a sufrir tantas penalidades. Aquí hay de todo lo que uno puede apetecer.
—Estamos ya a un paso de las islas de las especias —dijo Magallanes—; allí podrás hacerte rico. Todos nos haremos ricos.
—De nada les servirán las riquezas a los que mueran en el camino. Además, he conocido a una nativa.
—¿Una nativa? ¿Y has pensado en lo que será de ti, aquí, solo, en medio de esos salvajes, sin entender su idioma? —preguntó Duarte.
—Lo he pensado mucho, durante mucho tiempo —insistió Gonzalo—.
Cuando estaba a un paso de la muerte, con las encías inflamadas, sin poder comer, con todos los huesos doloridos, acurrucado en mi coy, atormentado por la sed y el hambre, me juré a mí mismo que si salía de ésta no volvería a hacer ni una singladura más. Me quedaría en la primera isla que viera. Hace tres días, cuando conocí a Nakori, ya no lo dudé más.
Magallanes vio que el joven grumete estaba decidido a afrontar su suerte.
Podría fácilmente haberlo encerrado hasta que partieran al día siguiente, pero abandonó rápidamente esa idea.
—Bien —suspiró—, puedes quedarte, si así lo deseas. ¿Tienes algún familiar en Vigo?
—No señor. Soy huérfano. Nadie me echará de menos.
—Bueno, coge las armas que necesites, mañana te desembarcarán con todas tus pertenencias... y que Dios te asista.
—Gracias, señor capitán —El joven se quedó indeciso en la puerta, hasta que se decidió a dirigirse al padre Valderrama—: Padre, quisiera vuestra bendición.
El dominico se levantó pesarosamente, y se acercó al joven.
—De rodillas, hijo.
Hizo la señal de la cruz en la frente del grumete y apoyó una mano sobre su cabeza.
—Yo te bendigo,
in nomine Patri et Filii et Spiritui Santi
, amén.
A la mañana siguiente, mientras en la
Trinidad
se largaban las gavias con desgana, como si a la dotación le costara deshacerse de un miembro de la tripulación, el joven, inmóvil en la playa, veía a sus compañeros cazar las escotas; junto a él, una jovencísima nativa sonreía feliz: La nave empezó a ganar velocidad. Detrás, a medio cable de distancia, por sotavento, la
Concepción
y la
Victoria
empezaron también a hinchar sus velas. Toda la dotación entera tenía los ojos fijos en aquella figura que prefería la seguridad de una vida, aunque fuera en estado salvaje, a la incertidumbre de un viaje que nadie sabía cómo terminaría.
Juan Sebastián Elcano, desde la cubierta de popa de la
Concepción
, con los brazos apoyados en la barandilla, mascullaba para sí.
—¡Creo que envidio un poco a ese chico. Tiene más agallas que muchos de nosotros...!
EL ARCHIPIÉLAGO
Aunque la primera impresión que tuvo Magallanes fue de que habían llegado por fin a la deseada ruta del Moluco, no tardó en advertir su error, el azar les había conducido a un archipiélago cuyo valor y riqueza parecían superar en mucho a las de las obsesionantes islas de las Molucas.
Al cabo de unos días de navegación dieron con una gran isla que los nativos llamaban Zamal, y poco después arribaron a otra, todavía mayor, que bautizaron con el nombre de San Lázaro. La armada siguió su navegar siempre en dirección sudoeste y descubrieron otra isla, llamada Suluan por los indígenas; más tarde otra gran isla llamada Hommonhón, que parecía deshabitada, a pesar de haber plantaciones de arroz, abundar los cocoteros y el árbol del pan. Parecía un magnífico sitio para dar un buen repaso a los barcos y un descanso a los hombres.
—Descansaremos aquí unos días —informó Magallanes a los otros capitanes—. Levantaremos un campamento debidamente protegido, por si aparecen nativos de otras islas, y habilitaremos un par de tiendas para los imposibilitados.
Durante los días siguientes, el capitán general se interesó personalmente por los enfermos, algunos de los cuales estaban en franca mejoría. La dieta de leche de coco, naranjas y toda clase de verduras estaba haciendo maravillas en la mayoría de ellos. A los demás, se les dio permiso para cazar y pescar o pasearse todo el tiempo libre que les dejaba la carena y el calafateado de los barcos, así como el repaso de los aparejos.