Mientras tanto, en las Molucas se sucedían los intentos de los portugueses de minar las fuerzas castellanas. El mismo día en que partió Álvaro de Saavedra, Meneses envió un embajador al capitán castellano exigiendo la devolución del navío conquistado, con toda su tripulación y artillería, así como de los paraos cogidos anteriormente, y el abandono de todas las islas conquistadas.
Al mismo tiempo, la labor portuguesa cerca de los reyezuelos sometidos a De la Torre no cesaba. Los argumentos portugueses ponderando la creciente merma de las fuerzas castellanas eran cada vez más convincentes.
Preocupado por los acontecimientos, De la Torre convocó una reunión de los oficiales castellanos.
—El rey de Gilolo ha pactado una tregua con los portugueses —anunció con rostro preocupado—. En mi último viaje a Gilolo se quejó de que sus arcas están vacías. Según dice, su deseo de pactar con los portugueses obedece únicamente a su intención de comerciar con ellos y así procurarse algún dinero.
—¡Pobre hombre! —exclamó Urdaneta irónico—. No le llegará para mantener a las doscientas concubinas que tiene en su palacete. Tendrá que mandar la mitad a casa...
De la Torre no hizo caso de la observación sarcástica del joven.
—Él asegura que estaría dispuesto a romper con Meneses si les dejamos una guarnición de treinta soldados. Pero esto es imposible.
—Podríamos mantener allí el bergantín capturado a los portugueses y algunos hombres más —sugirió Urdaneta.
—Es un problema tener que dispersar la guarnición —comentó Alonso de los Ríos.
Hernando de la Torre asintió.
—Es un problema, pero no tiene solución de momento si queremos contar con su ayuda.
—¿Por qué no hacemos correr rumores de que se ha visto un barco navegando por las islas? —sugirió Martín de Carquizano—. Eso daría qué pensar a los portugueses.
De la Torre se encogió de hombros.
—Bueno, eso no hace daño a nadie, y quizá asuste un poco a Meneses.
Encárgate tú mismo del asunto. Y tú —prosiguió volviéndose hacia De los Ríos
—, lleva la nave a Gilolo con una veintena de hombres. Enseguida te paso la lista de los que tienen que ir.
El capellán castellano, Juan de Torre, se ocupaba de la salud espiritual de los suyos y de la salvación del alma de los que morían. La vida para él era más bien rutinaria. Oficiaba la Santa Misa todos los domingos y fiestas principales y oía en confesión a los pocos que decidían vaciar sus conciencias con él. De vez en cuando hacía la misma operación en la isla de Gilolo, y la vida transcurría plácida para él en el interior de la fortaleza de Tidor.
Sin embargo, había una cosa que le preocupaba, hacía muchos meses que no se confesaba. No tenía con quién hacerlo y, sin embargo..., había en las islas otro clérigo; el único inconveniente era que se hallaba en el otro bando.
Por fin se decidió a hablar con Hernando de la Torre:
—Me gustaría acercarme a la isla de Ternate. No creo que éstos pongan ninguna objeción si solicito confesarme con su capellán.
El capitán castellano extendió las palmas de las manos en un gesto que indicaba que no esperaba que el enemigo opusiera ninguna pega a que dos clérigos se confesasen mutuamente.
—Id si queréis. Os acercarán en un parao a la costa.
—Iré con el joven Rafael Martínez. Se ha ofrecido voluntario para acompañarme. Iremos los dos en un pequeño parao.
Al desembarcar, los dos hombres se acercaron a la fortaleza lusitana pidiendo permiso para entrar, al tiempo que solicitaban ver al capellán portugués.
Cuando Meneses tuvo noticia del hecho, pensó que era una buena oportunidad para conseguir la libertad de algunos prisioneros portugueses y ordenó encerrarlos. A pesar de la indignación que le embargaba, De la Torre tuvo que ceder finalmente y dar libertad a cuatro prisioneros portugueses a cambio de la de los dos castellanos.
Aunque la balanza del poder en las Molucas estaba hasta cierto punto equilibrada, los castellanos temían que cualquier suceso podía desequilibrarla.
Este suceso fue la enfermedad del rey de Gilolo. Viéndose el rey morir, hizo llamar a los castellanos. El día de Año Nuevo de 1529 se presentaron ante él Alonso de los Ríos, Andrés de Urdaneta y Fernando de Añasco, cuyo cometido fue en primer lugar consolar al rey y en segundo ofrecerse a lo que pudiera necesitar de ellos. El rey les encomendó a un hijo suyo de seis años y les rogó que le tuvieran en su lugar y le favoreciesen. Encareció que aconsejasen al capitán castellano que cuidara de su reino de Gilolo, y que él dejaba mandado que siempre fuesen muy leales amigos y servidores de los castellanos.
A la muerte del rey, los ánimos fueron caldeándose, y muy en particular los de los portugueses, que atacaban y efectuaban continuas incursiones desde Chiava, desde donde se oían rumores de que pretendían caer sobre Zamafo. Una vez más, Hernando de la Torre se vio obligado a intervenir. Hizo reunir a sus oficiales en la capilla y les explicó la situación.
—El rey de Tidor me pide ayuda para destruir el pueblo de Chiava —dijo—.
Me temo que tendremos que ayudarles.
—¿Cuándo será el ataque? —preguntó Urdaneta.
—Saldréis de aquí el 15 de enero, dentro de tres días. Martín García de Carquizano irá al mando. Tú, Andrés, estarás bajo sus órdenes directas. Os llevaréis a dieciséis castellanos y ochocientos nativos. Quichilrede tendrá otros tantos en Zamafo. El día 20, de madrugada, atacaréis Chiava por tres lugares diferentes. Los grupos estarán al mando de Martín, Andrés y Alonso. ¿Alguna pregunta?
Tal como estaba planeado, los atacantes cayeron sobre el poblado al amanecer. El grupo de Urdaneta atacó la casa del gobernador, al que mataron, y se apoderó de cantidad de armamento, incluyendo varios falconetes de bronce.
A las dos de la tarde todo había terminado. El botín fue cuantioso en esclavos y «mujeres hermosas», según las propias palabras de Urdaneta.
Afortunadamente para los castellanos, no tuvieron que lamentar bajas, aunque sí murieron muchos nativos de los dos bandos. Tampoco había en aquel momento ningún portugués en Chiava.
Aprovechando el éxito de la operación, los castellanos planearon junto con Mier, el rey de Tidor, el ataque hasta la entonces inexpugnable isla de Dondera, una pequeña isla defendida por un fuerte con piezas de artillería servidas por portugueses.
Los castellanos dividieron sus fuerzas en dos escuadrones. García de Carquizano iba al frente del grupo que había de ponerse a tiro de los baluartes con la intención de llamar la atención de los donderanos; el segundo escuadrón, al mando de Urdaneta, se puso al abrigo de los muros por la parte trasera, y los escaló con cuerdas.
Tal como había ocurrido en Chiava, la lucha fue sangrienta, con muchísimas bajas por ambas partes, inclinándose la victoria del lado castellano.
Al anochecer, una vez saqueado, fue pasto de las llamas.
La muerte del rey de Gilolo significó para los castellanos del Moluco algo más que la desaparición de un amigo y protector.
El regente Quichilrede, cegado por los éxitos conseguidos últimamente y por el enorme botín conquistado, exigió a los castellanos su ayuda en más expediciones guerreras. Y aunque De la Torre se resistió al principio, tuvo que ceder finalmente ante la insistencia y veladas amenazas de cortarles los avituallamientos si no les ayudaban.
—Me temo que tendremos que ayudarles en sus correrías —confesó De la Torre—. Nos tienen completamente cogidos.
—¿Qué quieren ahora? —preguntó Urdaneta.
—Atacar unas islas pequeñas a varias jornadas de distancia. Aseguran que el botín será enorme...
Alonso de los Ríos movió la cabeza preocupado.
—Lo malo es que vamos a dejar la fortaleza desguarnecida durante ese tiempo.
Martín García de Carquizano se acercó al mapa.
—¿Qué islas son? —preguntó.
—Estas dos. Necesitaréis dos semanas entre la ida y la vuelta.
Para Jorge de Meneses aquel 19 de octubre fue un día feliz. Uno de los centinelas se acercó a su despacho.
—Un indígena viene de Tidor. Asegura que es enviado por la reina madre del rey Mier.
Meneses sabía que la reina madre no se llevaba bien con Quichilrede, y tampoco apreciaba mucho a Hernando de la Torre. No podían ser malas noticias.
—Hazle pasar —dijo.
Efectivamente, las noticias no podían ser mejores.
—Mi señora me manda decir que muchos paraos han salido de Tidor esta mañana.
—¡Ah, muy interesante! —exclamó Meneses—. ¿Y adónde han ido?
—A atacar unas islas a varias jornadas de distancia. Tardarán quince días en volver.
—¡Estupendo!, ¿y cuántos se han quedado?
—Siete castellanos y treinta moluqueños.
Meneses no pudo evitar una gran sonrisa de triunfo.
—¡Vaya, vaya!, conque los tenemos en nuestra mano, ¿eh?, esto sí que son grandes noticias...! Vuelve donde tu ama y dale las gracias por la información.
Dile que nos ha sido muy útil.
Apenas se hubo ido el nativo, el capitán lusitano mandó llamar a todos sus oficiales.
—Preparad a todos los hombres y naves —exclamó triunfal—. Vamos a expulsar a los castellanos de una vez por todas de su guarida.
La armada portuguesa constaba de una docena de paraos grandes y dos veleros con veinte lombardas y falconetes. Él mismo partió al frente de ella.
En la otra cara de la moneda estaba Hernando de la Torre.
—¡Capitán, capitán, se acercan muchos barcos!
Al grito del vigía, el capitán castellano salió corriendo hasta lo más alto del fuerte. Efectivamente, una gran armada se dirigía hacia Tidor buscando un sitio para desembarcar fuera del alcance de sus cañones.
—¡Hemos caído en la trampa! —musitó De la Torre palideciendo—. ¡Por los clavos de Cristo!, ¡hemos caído en la trampa de la manera más tonta! —Se volvió al centinela—. Llama a todos a sus puestos y cebad los cañones. No nos cogerán tan fácilmente.
Sin embargo, en su fuero interno, De la Torre sabía que toda resistencia era inútil. Además, de los siete castellanos que habían quedado en el fuerte, había tres (Bustamante, Hanse y Godoy) que por ser oficiales de la Real Hacienda no tenían por costumbre el uso de las armas. Al requerir De la Torre la opinión de todos ellos, Bustamante fue el primero en responder.
—Debemos pactar con ellos —afirmó—. No nos serviría de nada defendernos a ultranza, pues es evidente que no podemos resistir un ataque frontal.
De la misma opinión eran los otros dos. La situación no era agradable, pero, con todo, Hernando de la Torre no quiso doblegarse.
—No dejaré que se apoderen de nuestra fortaleza sin defenderla. Prefiero morir con honor que vivir como un cobarde. ¡Vosotros —dijo dirigiéndose a los artilleros—. Disparad en cuanto estén a tiro!
Sin embargo, era tan desproporcionada la diferencia de fuerzas, que los hombres se negaron a obedecer las órdenes de su capitán. Ante tal negativa, Hernando de la Torre aplicó él mismo la mecha a los cañones ya cebados. No era mucho el daño que un hombre sólo pudiera causar a más de quinientos atacantes, por lo que, muy a pesar suyo, tuvo que ceder a los ruegos de los demás y capitular.
Los términos de la capitulación fueron los siguientes: Que el Capitán Hernando de la Torre les diese y entregase los portugueses que al presente tenía presos, que había tomado en la galera, y la galera con toda la artillería y la munición que estuviese en la fortaleza de Tidor que fuese del rey de Portugal, que se había tomado siendo capitán Don Jorge de Meneses..., y todos los esclavos y esclavas que se habían tomado en Ternate, y que el capitán
Hernando de la Torre, con todos los castellanos, se
saliesen y se fuesen de la isla de Tidor dende en aquella hora hasta otro día siguiente a la hora de mediodía, y se llevase sus haciendas y todo lo que pudieran sacar y llevarlo en el bergantín que tenían, y los dos paraos que el dicho don Jorge de Meneses les prestaba; y que fuesen al lugar de Zamafo o a otro lugar donde quisieran o por bien tuviesen, con tal que no fuese en alguna de las cinco islas de clavo, según que más parcamente se relata en el contrato entre los dichos capitanes de ambas partes y oficiales de su majestad y el rey de Portugal.
Seis fueron los castellanos que decidieron pasarse a los portugueses: Hernando de Bustamante, contador, que se llevó consigo las escrituras y testamentos y almonedas de los difuntos; Juan de Torres, capellán; Francisco de Godoy, escribano; Diego Ollerón, ayudante de piloto; Pascual Sanmarco, herrero que se llevó toda su fragua, y Artus, lombardero.
Urdaneta y Alfonso de los Ríos, capitanes de la expedición castellana, ignoraban totalmente lo ocurrido. Su correría había alcanzado notables éxitos y habían conseguido un botín considerable. De lo ocurrido en Tidor tuvieron algunas noticias a su llegada a Gilolo el 3 de noviembre. Sin embargo, todo eran contradicciones, y Urdaneta resolvió acercarse de noche junto con Quichilrade, cinco castellanos y algunos nativos para averiguar qué había pasado en la isla. El joven estaba inquieto por la suerte que podía haber corrido su familia.
Los expedicionarios llegaron a Tidor amparados por la oscuridad y desembarcaron a dos leguas de un poblado. Al acercarse comprobaron que había sido arrasado por el fuego. No quedaba nada en pie, algunos cadáveres todavía yacían sin sepultar medio comidos por las alimañas. El joven Andrés sentía que un nudo le oprimía la garganta. No se atrevía a pensar en Maluka, que vivía a escasa distancia del fuerte. Según se iban acercando sigilosamente a éste, su angustia fue in crescendo. El silencio de la noche trajo hasta ellos voces de los centinelas. Evidentemente, eran voces portuguesas. El fuerte, pues, estaba en manos de los hombres de Meneses. Urdaneta cogió el sendero que conducía hacia su casa y se dirigió rápidamente hacia ella. El corazón le latía alocadamente. Casi podía adivinar lo que iba a encontrar. La puerta estaba abierta, golpeando suavemente con la brisa nocturna. Por la ventana entraba un rayo de luna que iluminaba una parte de la habitación. Varios murciélagos huyeron aleteando ruidosamente ante la presencia de los intrusos. En esa parte todo estaba revuelto.
Era evidente que alguien había estado saqueando la casa y se había llevado todo lo que había encontrado de valor en ella. Los ojos de Andrés, sin embargo, trataban de ver en el lado oscuro del habitáculo. Aquel bulto que había en un rincón... Sólo podía ser una cosa... De sus labios partió el ronco grito de desesperación.