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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (70 page)

BOOK: Los navegantes
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El joven guipuzcoano se acarició un mentón en el que todavía no había empezado a crecer la barba.

—No lo sé —dijo mientras meditaba—. Tendré que darle unas vueltas.

Aunque me imagino que lo mejor será presentarme cuanto antes a Carquizano y explicarle mi versión de los hechos.

La noticia de lo ocurrido se extendió rápidamente por la isla de Gilolo, donde el joven, con sus acciones valerosas, se había ganado el respeto de todos los nativos.

El rey Quinchil no tardó en presentarse, muy preocupado, para hablar con Urdaneta. Con él venía su sobrino Quichiltidore.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó el viejo monarca.

Urdaneta se encogió de hombros.

—Me presentaré ante mi jefe para explicarle lo sucedido. Espero que comprenda la situación.

—¿Y si no comprende?

El joven se acarició un cuello deformado por la cicatrices.

—O me lo cortan o me lo estiran con una soga —dijo con un humor un tanto amargo.

—Mi sobrino Quichiltidore irá contigo —exclamó el rey abrazando al joven. No consentiré que te pase nada. Mi sobrino explicará lo sucedido al jefe castellano. Ahora debéis preparar el discurso que diréis allá. También puedes llevar a los prisioneros portugueses.

Urdaneta correspondió al abrazo emocionado.

—Gracias, Quinchil. Eres una buena persona y un rey justo.

A la mañana siguiente Urdaneta partió con Quichiltidore en un gran parao impulsado por treinta remeros. Todos ellos se presentaron ante Carquizano, quedándose los nativos fuera del fuerte a la espera de lo que ocurriera en el interior.

En el patio del fuerte los castellanos formaron animados corrillos. Había en el aire una gran tensión en espera del desenlace. Todos sabían la estima que tenía Carquizano al joven guipuzcoano; sin embargo, las explicaciones deberían ser muy convincentes para que no le hiciera colgar de las almenas como había prometido.

El joven Urdaneta hizo sus descargos ante su jefe explicándole los motivos que le habían impulsado a obrar como lo hizo. A continuación hizo entrar a los prisioneros portugueses que corroboraron sus palabras y por último Quichiltidore tomó la palabra.

—Mira, señor —dijo en tono vehemente—: cuando los enemigos no tienen palabra, juramento ni vergüenza que los apremie a guardar lo que prometen, más segura es con ellos la guerra que la paz, por muchas prendas que ofrezcan. Mi rey, debajo de tu fe, hizo pregonar la paz, que le ha muerto sus vasallos. Y tú fuiste el primer ofendido con la ruptura de la tregua, y lo que el rey y Urdaneta han hecho ha sido restituir la honra al emperador y a ti, y no romper la tregua sino restañar la ofensa que con tan poca vergüenza en las barbas del rey, mi señor, y a su puerta se atrevieron de hacer, sobre seguro, a tu nación y a nosotros, lo cual no pudieron hacer sino con la confianza de la tregua. Por tanto, señor, el rey os suplica que, aprobando y teniendo por bien lo que se ha hecho, hagáis mercedes a Urdaneta y a los demás castellanos que en Gilolo están, y te avisa que te guardes de gente que tan mal cumple su palabra; y, por muchas treguas que asientes, no pienses confiar más, si el rey de Ternate no le envía vivos los capitanes que le mataron sus vasallos, rompiendo la tregua. Y aun tú, señor, será bien que de tu parte pidas enmiendas, y las personas de los portugueses que en ello hallaron, pues Urdaneta los habló y sabe sus nombres.

El sobrino del rey de Gilolo puso tal ardor en la defensa de Urdaneta que, Martín Íñiguez de Carquizano (quien, por otra parte, estaba deseando que lo convencieran) se levantó y dio al joven un fuerte abrazo.

—No sabes qué peso me quitáis de encima —exclamó el capitán castellano aliviado—. En realidad, no esperaba menos de tu valentía y tu honradez. Te prometo que te gratificaré generosamente, si Dios me da con qué. Suplicaré al emperador que te haga merced según su magnánima generosidad.

—Me es suficiente vuestro afecto y amistad, capitán —respondió Urdaneta emocionado.

—La tienes, hijo, la tienes. Quiero ahora que vuelvas a Gilolo y asegures la paz en esa isla. Y te sugiero que te lleves a Maluka.

Siguiendo los consejos de Carquizano, Urdaneta llevó a la joven nativa a Gilolo, y levantó una pequeña choza junto al fuerte. Durante algún tiempo volvió una tregua no declarada entre los contendientes, momentos en los que el joven guipuzcoano pudo disfrutar de una paz hogareña.

—Eres maravillosa —dijo el joven atrayendo a Maluka hacia sí y besándola en los labios.

Ella sonrió.

—Me gusta lo que haces con los labios —dijo—. Los hombres de aquí no hacen eso. Sólo quieren pasarlo bien ellos y no se preocupan de la mujer. Tú eres diferente. Primero me acaricias con tus labios, después con tus manos. Tú haces que mi corazón se acelere. En tu tierra las mujeres deben de ser muy felices...

Los pensamientos de Andrés volaron a Villafranca de Oria. Nunca había pensado que las mujeres allí fueran especialmente felices, pero acaso lo fueran.

De todas formas, poco podría asegurarlo, pues todo el bagaje sexual que había traído de su tierra natal había sido un beso robado a la luz de la luna a una prima lejana...

—Me imagino que sí —dijo por fin—. Aunque ninguna de ellas es tan bonita como tú. Tú sí que mereces ser feliz, y yo te prometo que lo serás.

—Pero algún día te irás...

Urdaneta no contestó por un momento. Como todos los demás castellanos, soñaba con el día en que apareciera una armada enviada por el emperador con la que volverían a su tierra con las bodegas llenas de especias, lo que les haría ricos a todos. Por otro lado, podían pasar años antes que eso ocurriera, o quizá no sucediera nunca y tuvieran que quedarse en las islas para toda la vida. Bueno, tampoco era ésta una mala vida.

—Lo más probable es que me quede aquí para siempre —dijo.

—¿Y tendremos hijos? —sonrió ella acariciándole el pecho quemado.

Urdaneta se quedó mirándola en silencio.

—Pues... no había pensado en eso, pero me imagino que sí...

—¿Te gustan los niños?

El joven otra vez se quedó mirando a la nativa sin saber qué responder.

Por fin, se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió—. ¿Por qué lo preguntas?

Ella volvió a sonreír mientras ocultaba su rostro en el hombro del guipuzcoano.

—Porque vamos a tener uno.

Quichiltidore era un joven de la edad de Urdaneta, inteligente y siempre dispuesto a aprender.

—Enséñame a manejar ese aparato —dijo el nativo señalando el astrolabio del que nunca se separaba el guipuzcoano—. ¿Para qué sirve?

Urdaneta abrió la caja y sacó cuidadosamente el pesado aparato de bronce.

—Con este aparato —dijo— podemos saber dónde estamos.

Quichiltidore se encogió de hombros.

—No necesito aparatos de metal para saber dónde estoy.

—Pero, cuando navegas, ¿cómo sabes qué rumbo tomar?

—Las estrellas me lo dicen. Ellas nunca te engañan.

Urdaneta asintió.

—Claro, pero cuando recorres grandes distancias se necesitan mapas para saber dónde estás, y este aparato te dice en qué punto del mapa te encuentras.

Además, cuando atraviesas el ecuador...

Andrés se detuvo pensando en lo inútil que era hablar del ecuador a un nativo para quien el mundo entero se reducía a unas cuantas islas perdidas en el océano. Y menos se podía explicar las diferentes constelaciones que se observaban en ambos hemisferios.

—Mira —explicó al nativo extendiendo un mapa sobre la mesa—: Aquí estamos nosotros. Estos puntitos son las islas Molucas. Y todo esto es el recorrido que hemos hecho para venir desde nuestro país.

El hombre miró con admiración durante largo tiempo el pliego de papel con sus continentes, islas y mares. Aunque no terminaba de entender el significado de la mitad de aquellos signos, sí que se daba cuenta de que el mundo era algo muchísimo más grande de lo que él conocía.

—No entiendo —dijo por fin— por qué habéis venido a unas islas tan pequeñas teniendo unos territorios tan grandes en vuestro propio mundo.

Urdaneta sonrió.

—Las especias que crecen en estas islas son únicas en todo el mundo y se pagan grandes fortunas por ellas en nuestro país y otros países cercanos.

El nativo sacudió la cabeza.

—No sé para qué queréis riquezas..., la naturaleza te da todo lo que necesitas... —Mientras hablaba había cogido el mapa y lo examinaba de cerca—.

¿Qué son estas rayas en forma de flecha?

—Con eso indico la dirección de los vientos.

—¿Y éstas?

—Éstas indican la dirección de las corrientes.

—Vuestros barcos necesitan la ayuda de los vientos para navegar... Te voy a decir una cosa que algún día te puede ser útil.

—Dime.

—Aquí has puesto que los vientos soplan siempre hacia allí —dijo señalando al oeste.

—Sí, eso es.

—Pues eso no siempre es así. A varias lunas de distancia hacia allá

—explicó señalando el norte—, el viento sopla en dirección contraria.

—¿Ah, sí? Eso es interesante —dijo Urdaneta pensando en los vientos alisios que ayudaban a la navegación que se dirigía a las Indias, mientras a la vuelta a España los navegantes cogían otra ruta distinta. Quién sabe si algún día le vendría bien saber que más al norte los vientos soplaban en dirección contraria...

—Gracias, Quichiltidore. Lo recordaré.

CAPÍTULO XXXV

MUERTE DE CARQUIZANO

A finales de junio de 1527 nada parecía perturbar la vida tranquila de las islas, y sin embargo, por debajo de la aparente tranquilidad, traiciones y asechanzas se fraguaban en Ternate. En un parao procedente de Tidor, venía uno de los soldados castellanos. Mostraba gran agitación cuando subió al fuerte en busca de Urdaneta.

—Andrés —dijo—, debes venir conmigo a Tidor. Carquizano está enfermo.

Urdaneta le miró preocupado.

—¿Enfermo?, ¿qué clase de enfermedad?

—No sé —respondió el marinero—. Tiene grandes bascas y congojas, parece como si algo que hubiera comido le hubiera sentado mal...

Al guipuzcoano le vino a la memoria la historia de Almanzor. La eliminación por medio de veneno parecía ser una constante en las islas.

—¿Ha tenido alguna visita últimamente?

—Hace varios días estuvo ese embajador portugués...

—¿Baldaya?

—Sí, ése.

—¿Y cuándo se empezó a sentir mal?

—Pues yo creo que al día siguiente.

—Entiendo. Espérame en el parao. Estaré contigo dentro de media hora.

—Debo ir a Tidor inmediatamente —anunció a Maluka—. Si tengo que quedarme allí mucho tiempo mandaré un parao a por ti.

La joven se abrazó a él.

—Tengo miedo —dijo—. Esos son los síntomas del veneno de unas plantas que crecen en Ternate. Vuestro jefe morirá dentro de una luna.

—¿Estás segura?, ¿no hay algún remedio?

Ella negó con la cabeza.

—Cuando yo era pequeña mataron de la misma forma al rey Almanzor.

Y antes que él a muchos otros. Los relatos de nuestros abuelos están llenos de historias de envenenamientos.

Urdaneta movió tristemente la cabeza. Sentía como un puño que le atenazaba el estómago.

—Bien, Maluka. Si es así, mandaré a por ti.

—Tened cuidado vosotros también. Si han fabricado veneno para uno, también pueden haberlo fabricado para más. Cuidado con el agua del pozo. Fíjate si tiene algún tinte verdoso, algún polvillo verde flotando en ella. Mejor será que vayáis hasta la cascada y cojáis el agua de allí.

Lo primero que hizo Urdaneta al llegar fue comprobar el agua del pozo, antes, incluso, de ir a ver a Carquizano. Tal como había vaticinado Maluka, había una pelusilla verde flotando en el agua que sacó en un cubo. Inmediatamente llamó a un centinela.

—Monta guardia aquí —ordenó—. Que no beba nadie de este pozo. El agua está envenenada.

A continuación entró en la habitación de Carquizano, a quien halló tendido en la cama. Hernando de Bustamante le daba una infusión de hierbas en ese momento. Junto a ellos estaban el sobrino del capitán y el clérigo, Juan de la Torre.

—¿Cómo os encontráis, capitán? —saludó el joven al entrar—. Me han dicho que estáis enfermo.

El capitán le miró con ojos preocupados.

—¿Qué haces tú... aquí, Urdaneta?, ¿tan grave estoy para que abandones...

tu puesto?

Era evidente la gravedad de Carquizano, no sólo por el color de su piel, sino también por la dificultad que tenía para hablar.

—Todo está tranquilo en Gilolo —dijo el joven—. He venido a haceros una visita rápida.

—Dejémosle descansar —recomendó Bustamante—, se encuentra muy fatigado.

Una vez fuera, Urdaneta les explicó lo del veneno.

—He ordenado que no beba nadie agua del pozo —dijo señalando al centinela—. Durante algún tiempo, habrá que ir hasta el río y coger agua allí.

—Eso explica las diarreas que ha habido estos últimos días —exclamó Bustamante.

—¿Habrán sido los portugueses? —preguntó Martín Iñiguez de Carquizano.

—¿Quién, si no? —dijo Urdaneta—. Parece que la historia de las islas está plagada de envenamientos. Muchos de estos reyezuelos hacen probar a los prisioneros o esclavos la comida antes de comerla ellos.

El 12 de julio de 1527 el capitán Martín Íñiguez de Carquizano dejó de existir. Con mucho pesar, Urdaneta anotó en su diario: Las treguas que los portugueses asentaron con nosotros fueron con cautela y gran traición porque, viniendo

muchas veces a nuestra isla, procuraron alzarse con los indios de Tidor a poder de dádivas que nos matasen a

traición y, no hallando aparejo en los indios, procuraron matarnos con ponzoña, echando en un pozo de donde

bebíamos, de lo cual fuimos avisados y así se remedió.

Empero, todavía tuvieron manera para matarnos al

capitán Carquizano, al cual le dio ponzoña, según pública fama, Fernando de Baldaya, factor de la fortaleza del rey de Portugal, por mandado de Jorge de Meneses, y

dende el día que le dio en un mes murió. Al capitán le enterramos en una iglesia que teníamos y Dios sabe cuánta falta nos hizo por ser muy hábil y valeroso para el dicho cargo, era muy temido así de los cristianos como de los indios.

Calientes aún los restos de Martín Íñiguez de Carquizano, se reunieron en la iglesia los oficiales españoles para proceder a la elección del sucesor del capitán castellano. En un ambiente tenso, comenzó a hablar Martín García de Carquizano, sobrino del capitán fallecido, reclamando para sí el puesto por el hecho de ser tesorero general de su majestad. La acogida no fue calurosa, y fueron muy pocos los adeptos que logró. Acto seguido tomó la palabra Hernando de Bustamante, que aprovechaba su segunda oportunidad de hacerse con la capitanía por su empleo de contador general. Abundó en títulos para su propia recomendación, pero tampoco obtuvo el voto favorable de los presentes.

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