—Llevaréis una carta mía como respuesta.
Durante algún tiempo, sólo se oyó en el camarote el garrapateo de la pluma sobre el papel. Cuando terminó, Carquizano se lo dio al emisario.
—Aquí tenéis mi respuesta —dijo.
Francisco de Castro echó un vistazo rápido al escrito, en el que el capitán castellano rehusaba la invitación del portugués y le invitaba a su vez a acudir a su nave.
—No habéis firmado la carta —señaló el portugués.
Carquizano sonrió.
—Tampoco vuestro capitán ha firmado la suya.
—Si don García Henríquez no firmó la suya fue por las prisas que tuvo en enviar este despacho.
—Pues decidle que no deje de firmar por descuido ni por prisa. Y que mire bien cómo escribe a un capitán del emperador.
A pesar de sus jactancias, Carquizano comprendía perfectamente su desventajosa situación. Ordenó inmediatamente a la dotación que se preparara para un combate, que a buen seguro no tardarían muchos días en entablar.
Sin embargo, tampoco parecía que los portugueses las tuvieran todas consigo, porque al cabo de dos días volvió a aparecer otro emisario luso llamado Hernando de Baldaya.
Volvió a repetir las demandas de su capitán, a lo que Carquizano respondió con idénticas respuestas, indicándole una vez más que de cuantas pérdidas, daños y muertes ocurrieran ellos serían los únicos responsables, con lo que el portugués volvió a los suyos, no sin antes pasear su atenta mirada por las lombardas y falconetes de la nave.
Andrés de Urdaneta contempló alejarse la chalupa del portugués.
—Me imagino —dijo dirigiéndose a Carquizano—, que habréis observado las atentas miradas que dirigen nuestros huéspedes a los cañones. Me parece que saben tan bien como nosotros con cuantos contamos.
Carquizano asintió.
—Y espero que los cuenten bien y no se les olvide el número. Quizás así nos respeten un poco más.
—Ellos tienen dos carabelas y una fusta, aparte de infinidad de paraos.
—Sí, además de un batel grande. Lo sé. También sé que nos están esperando resguardados al abrigo de la costa.
En ese momento la voz del vigía les interrumpió.
—Capitán, se acerca un barco. Se dirige a Ternate.
—¿Un barco?
—Parece un barco de carga. Es grande, pero no parece que vaya armado.
—Será un barco de aprovisionamiento —murmuró Carquizano para sí, luego alzó la voz—. ¡Zafarrancho de combate! ¡Todo el mundo a sus puestos!
Al verles, el barco malayo de aprovisionamiento intentó darse a la fuga, pero pronto se vio claro la inutilidad de sus esfuerzos. A la primera andanada de aviso, su capitán dio órdenes de plegar la velas.
Carquizano mandó subir a bordo todo el botín capturado.
—¿Qué hacemos con la tripulación, capitán? —preguntó Urdaneta.
Carquizano se encogió de hombros.
—Dejad que se vuelvan a Malaca con su barco.
Al día siguiente de apresar la nave enemiga, Andrés de Urdaneta se acercó al capitán de la nave con semblante serio.
—Capitán, quisiera hablar con vos.
—Tienes cara de pocos amigos, Andrés. Vamos a mi camarote.
Una vez en su cámara, el capitán le hizo un gesto para que se sentase, pero Urdaneta permaneció de pie.
—Lo que he venido a deciros es una cosa muy desagradable, capitán.
Carquizano apoyó los codos en la mesa entrelazando las manos. Con los dedos índices se acarició los labios.
—¿De qué se trata?
—De una traición.
—¿Una traición?
—Soto, el contador general, piensa hacerse con la nave y llegar a un acuerdo con los portugueses.
Carquizano entornó los ojos.
—¿Estás seguro?
—Me temo que sí.
—Llama a Hernando de la Torre.
Cuando éste se presentó en el camarote, Carquizano se dirigió a él sin preámbulos:
—Coge seis hombres y tráeme a Soto.
Poco después, un tembloroso contador general era llevado a la presencia del capitán.
—Bien, Soto, ¿qué tienes que decirme?
Era evidente, por el temblor del hombre, que no hacía falta explicarle por qué le habían conducido a la presencia del capitán. Se humedeció unos labios resecos antes de responder.
—Creo..., creo —consiguió decir entre dientes— que deberíamos pactar con los portugueses.
—Eso es lo que te proponías hacer a mis espaldas, ¿no?
—Ellos son muchos más que nosotros...
Carquizano aspiró profundamente.
—¡Pero nosotros somos castellanos y traemos una orden de su majestad el emperador!
Eso no pareció impresionar mucho al contador, que balbuceó:
—Pero ellos cuentan con apoyo logístico en la península de Malaca...
—Y nosotros contamos con las naves que tarde o temprano aparecerán...
—se encogió de hombros y continuó—. Y si no aparecen, lucharemos hasta el último hombre.
Soto no contestó mientras trataba de tragar saliva. Sabía muy bien lo que les ocurría a los que traicionaban a su patria. Esperó temblando a que el capitán dictara sentencia. Sin embargo, Carquizano no estaba en posición de perder un solo hombre, aunque éste fuera un cobarde como Soto.
—Reunid a los hombres ahí fuera —dijo.
Poco después, el capitán de la nave subió al castillo de popa y se dirigió a la dotación. Su tono era sereno, sin altibajos; sin amenazas:
—Sabéis cuál es la situación —dijo—; los portugueses nos aventajan en número dos a uno y cuentan con varios barcos, más pequeños pero que, juntos, tienen la misma potencia de fuego que nosotros.
»Soto, aquí presente, pretendía hacerse con el poder y pactar con el enemigo Eso, naturalmente, le hace reo de muerte, y sé que hay varios de vosotros que le respaldáis.
»No voy a ejecutar esa pena de muerte —dijo mirando fijamente a los rostros que tenía a su alrededor—, ni averiguar quiénes son los que le apoyan.
Necesitamos a cada uno de los hombres que puedan empuñar un arma. A partir de hoy vamos a escribir una página gloriosa de nuestra historia, y la vamos a escribir entre todos. Colón descubrió un Nuevo Mundo; Magallanes encontró un paso hacia un océano desconocido; Elcano dio la vuelta al mundo por primera vez; nosotros conquistaremos las Molucas. Y lo haremos todo al servicio del emperador.
Los gritos de entusiasmo de la tripulación indicaban claramente que su arenga había producido efecto. El clamor era unánime.
—¡Estamos listos y aparejados para servir y morir por su majestad! —dijo una voz.
—¡Qué nunca Dios quisiese —exclamó otra voz— que nosotros fuésemos en rehusar de cumplir lo que su majestad decía en el mote de la divisa de las columnas:
Plus Ultra
.
Inmediatamente se procedió al recuento de los hombres que podían tomar armas: ciento cinco. Se formaron tres pelotones, cuyo mando quedó encomendado a Hernando de la Torre, Andrés de Urdaneta y Andrés de Palacios. Además, como contador de la nave se destituyó a Soto y se nombró a Bustamante.
La moral subió de tono rápidamente. Se olvidaron todos los sufrimientos pasados. Las luchas por venir serían afrontadas con ánimos inmejorables.
En ese momento se divisó el parao enviado por el rey de Tidor, que llegó poco después pidiendo a los castellanos que se dirigieran cuanto antes a esa isla.
—¡Largad velas! —ordenó Carquizano—. ¡Todos a sus puestos! ¡Cebad la artillería!
Cuando la nao se hallaba doblando el cabo de Gilolo, apareció la armada lusitana tras unas islas. Eran tres navíos, rodeados de un centenar de paraos. En ellos estaban los reyes de Ternate y Batham.
El capitán de la pequeña armada portuguesa, Manuel Falcón, contempló indeciso la enorme envergadura de la nave enemiga.
Aunque ellos les ganaban en número, la potencia de las lombardas castellanas era muy superior a la de las suyas. Sufrirían, sin duda, grandes pérdidas antes de tenerles al alcance de sus cañones.
—¿Abrimos fuego, capitán?
Manuel Falcón negó con la cabeza.
—Dejadles pasar.
El día de Año Nuevo de 1527 la nao ancló en Tidor. El rey y sus súbditos renovaron la estupenda acogida prestada a Elcano y Gómez de Espinosa seis años antes en ese mismo lugar.
Aquel mismo día, Carquizano dio orden de comenzar la construcción de un fortín con la ayuda de los indígenas. Cañones desmontados de la nao constituyeron la artillería del baluarte, así como de otros dos fortines en las puntas de abrigo donde estaba anclada la nao.
El capitán distribuyó a su gente. Cuarenta hombres al mando de La Torre fueron destinados para defender las fortificaciones. Por su parte, él mismo con los restantes soldados quedó en la nave, que situó de forma que constituía el puntal más sólido de aquel sistema defensivo.
LA ANUNCIADA y LA SAN GABRIEL
Acuña vio cómo el pataje
Santiago
se perdía lentamente de vista.
—Rumbo noroeste —ordenó al timonel—. Vamos al río Santa Cruz.
En la entrada del río se encontró con la
Anunciada
, cuyo capitán tampoco parecía dispuesto a seguir a la capitana, y poco después se reunieron los dos capitanes.
—Y bien —preguntó Acuña—, ¿qué te propones hacer?
Vera se arrellanó en su asiento incómodo. Parecía un hombre preocupado.
—Creo que deberíamos ir a las Molucas por el Cabo de las Tormentas
—dijo por fin—. El viento nos favorece y el tiempo es bueno.
Rodrigo de Acuña movió la cabeza negativamente.
—No tengo agua para semejante recorrido.
—Os podemos dar cinco o seis pipas.
—No. Es demasiado arriesgado. Para eso sería mejor volver a unirnos a la expedición de Loaysa.
Vera señaló el Cabo de las Tormentas en un mapa.
—Podemos estar aquí en dos meses.
—¿Y después?, ¿otros tres meses para alcanzar la isla de Timor?, ¿y piensas seguir la ruta de los portugueses o la línea recta, como hizo Elcano?
Vera se encogió de hombros.
—Lo veremos en su momento.
Acuña se levantó.
—No cuentes conmigo. De momento voy a subir a Río de la Plata.
Acuña y Vera se despidieron deseándose suerte. Ambos sabían que no se volverían a ver nunca más.
Al separarse las dos naves, la
Anunciada
puso rumbo al cabo africano. Nunca volvió a saberse de ella.
Por su parte, la
San Gabriel
aproó hacia el norte, y atracó a los pocos días para hacer aguada en la bahía de los Patos.
Ante su asombro, a los dos días de estar allí se acercó un indígena con un papel en la mano. La misiva estaba escrita por un tripulante de una nao que iba en la expedición de Juan Díaz de Solís en 1515, quien, habiendo desertado de la nave junto con otros diez hombres, se había establecido en un poblado a quince leguas de allí. En la carta les proponían cambiar alguna plata que poseían por cuchillos y hachas. Además, rogaban que el clérigo de a bordo se acercase para bautizar a sus hijos.
El 4 de mayo de 1526 se botó el batel, pero fueron tantos los hombres que se embarcaron en él que se anegó a medio camino y quince personas se ahogaron, entre ellas el contador y el tesorero. Después de este grave incidente, el grupo que desembarcó consiguió llegar al poblado en el que vivían los desertores de forma idílica. De tal forma quedaron cautivados los expedicionarios por la placidez del lugar, que, a la vuelta, uno tras otro pidieron licencia para quedarse.
Viendo Acuña que de seguir así no quedarían tripulantes para manejar el barco, reunió a todos en cubierta.
—Ved aquí tres caminos —dijo—: uno es el del Cabo de las Tormentas, el otro es volver al estrecho de Magallanes y el último el regreso a Castilla. Ved cuál de ellos queréis que tomemos, que tan presto me hallaréis para el uno como para el otro, y que cada uno me diga su parecer.
El primero en hablar fue el maestre Alonso del Río:
—Las jarcias y las velas no están para cumplir un viaje largo —manifestó—; no disponemos de aparejos precisos para una larga navegación. Además, no se ha redoblado la estopa en las juntas.
El piloto Juan de Pilola refutó estas afirmaciones:
—Las jarcias suelen durar siete años —dijo— y, aunque las velas están rotas, hay en la nao cañamazas y holandas, la embarcación es muy buena y otras más ruines navegan.
Siguió una fuerte discusión en que unos optaban por continuar el viaje a las Molucas, y otros no. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo, Acuña decidió bajar a la bahía de Todos los Santos, cargar palo de Brasil, un árbol leguminoso de madera muy dura, y volver a Castilla. El 1 de julio entraron en la mencionada bahía y acto seguido los hombres se distribuyeron en grupos para cortar y almacenar los arbustos.
Al tercer día, Alonso del Río entró en el camarote del capitán, preocupado.
—No han vuelto los hombres todavía, capitán.
Acuña se incorporó.
—¿Qué quieres decir con que no han vuelto?
—Los siete hombres que desembarcaron esta mañana para cortar palo de Brasil tenían que estar de vuelta hace tiempo.
—Manda a un par de grumetes a indagar.
Poco después, el bote dejó en tierra a dos jóvenes que se internaron en tierra en busca de sus compañeros.
El tiempo transcurría lentamente sin que nadie apareciera.
—Capitán —el vigía gritó desde lo alto de la cofa—, alguien se acerca, parece uno de los grumetes... está herido.
—Id en su busca, rápido. Seis hombres con mosquetes.
Cuando consiguieron llevar al grumete a bordo, éste apenas podía articular palabra.
—Muertos todos..., indígenas...
Acuña decidió levar anclas y subir en busca de lugares más pacíficos.
Después de varios días de navegación fueron a surgir al río de San Francisco, donde, para su sorpresa, se toparon con tres galeones cargando palo de Brasil.
—¿Qué hacemos, capitán?
Acuña no las tenía todas consigo, pero supuso que serían portugueses, por lo que se encogió de hombros.
—Hablaremos con ellos. Veremos de dónde son.
Pronto salieron de dudas. Los barcos eran franceses, nación que suponían todavía en guerra con España. Sin embargo, sus tripulantes no mostraron hostilidad hacia ellos, más bien al contrario: cuando vieron que la nao castellana estaba en muy mal estado por la broma ofrecieron un carpintero y un calafate para ayudarles.
Tres días más tarde, sin embargo, todo cambió radicalmente. Lo que el primer día habían sido buenas palabras e intenciones, cambió misteriosamente debido, sin duda, a tensiones internas. Un batel se acercó a la
San Gabriel
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