A la semana de estancia en tan grato lugar apareció una piragua con nueve indígenas a los que Magallanes recibió en la playa. El que parecía el jefe avanzó en ademán pacífico, haciendo gestos de intenciones amistosas. Llevaba la cara pintada y su cuerpo estaba cubierto de tatuajes y los que le acompañaban tenían unos cabellos larguísimos que les pasaban de la cintura e iban embadurnados de aceite de coco y sésili. Todos cubrían el sexo con trozos de corteza de palmera, y el jefe llevaba una banda de tela de algodón bordada en seda en los extremos.
En prueba de amistad, el viejo nativo ofreció al capitán general nueces de areca que él mascaba sin cesar y que el portugués aceptó con una sonrisa, fingiendo que le gustaba un fruto que en realidad encontraba repugnante. A cambio, les ofreció cascabeles, gorros rojos, espejos y otros objetos. Los indígenas, por su parte, traían bananas, cocos, licor de palmera y pescado. Con gestos inequívocos, el jefe les aseguró que volverían al cabo de cuatro días con muchas más provisiones, como si se disculpara por lo poco que traían consigo esta vez.
Efectivamente, el día 22 de marzo, cumpliendo su palabra, se presentaron con dos canoas, tripuladas por cuatro fornidos remeros y el viejo jefe, repletas de cocos, naranjas, bananas, un cántaro de licor de palmera y una gallina.
—¿Te has fijado en sus pendientes? —inquirió Duarte con ojos brillantes de codicia—. Son de oro puro.
Serrao señaló con la cabeza a los acompañantes.
—¿Y qué me decís de sus brazaletes o las guarniciones de sus machetes y lanzas?
Magallanes les interrumpió rápidamente.
—¡Ni una palabra sobre el oro! ¡Lo último que queremos es que se den cuenta de lo mucho que codiciamos el metal! —Se volvió a todos los marineros que se habían agolpado alrededor de los nativos—: Mantened la mayor indiferencia para no despertar recelos.
El portugués invitó a los nativos a subir a la nave capitana, de la que éstos contemplaron con asombro el enorme velamen recogido, los cientos de cabos, las jarcias, el timón, el ancla. Magallanes ordenó a un grumete que les hiciera alguna demostración de cómo se subía a la cofa, lo cual les produjo un enorme asombro.
Por su parte, ellos quisieron dar a entender que su isla se llamaba Suluan y que formaba parte de un gran continente que se extendía muchísimo hacia el norte y algo menos hacia el sur. Indicaron, por señas, que antiguamente era una tierra unida que un gigante sostenía sobre los hombros, pero que, aburrido y cansado de las luchas que entablaban los hombres, dejó caer la carga al mar, donde se fragmentó en mil islas.
Mientras los marineros cazaban, pescaban o simplemente convalecían, Pigafetta tomaba nota de la forma de vida de los nativos: Las nueces de coco son los frutos de una especie de palmera de la que los nativos obtienen su pan, su aceite y
su vinagre. Para conseguir el licor hacen en la copa de la palmera una incisión que penetra hasta la médula,
de donde brota gota a gota un licor parecido al mosto blanco pero un poco más agrio. El licor cae en un recipiente de caña del grueso de una pierna, que se ata al árbol y es preciso vaciar dos veces al día. El fruto de esta
palmera es tan grande como la cabeza de un hombre.
La primera corteza es verde, tiene dos dedos de espesor y está compuesta de filamentos que usan para trenzar
cuerdas con las que amarran sus barcas. Después, hay
otra segunda corteza más dura y más espesa que la de la nuez, que queman para extraer un polvo que usan. Hay
en el interior una médula blanca de un dedo de espesor que se come a guisa de pan con la carne y el pescado.
En el centro de la nuez y en medio de esta médula
se encuentra un licor limpio y dulce. Si se le deja reposar en un vaso toma la consistencia de una manzana.
Para obtener el aceite se deja pudrir la médula con el licor, en seguida se cuece, y de ello resulta un aceite espeso como la manteca. Para conseguir el vinagre se deja reposar el licor solo, y, exponiéndolo, al sol se vuelve ácido y semejante al vinagre que se hace con vino blanco.
Los cocoteros se parecen a las palmeras que producen
dátiles, pero sus troncos no tienen tantos nudos,
aunque tampoco son lisos. Una familia de diez personas puede subsistir con dos cocoteros, haciendo agujeros
alternativamente cada semana en uno y dejando reposar el otro, a fin de que un derrame continuo no lo seque.
Los indígenas aseguran que los Cocoteros viven
cien años.
El 25 de marzo, tras diez días de reposo, la armada se hizo nuevamente a la mar.
Ese día, Lunes Santo, pudo ser de trágicas consecuencias para Pigafetta. El italiano estaba pescando en popa, sobre una verga mojada, cuando notó una fuerte picada. Al tratar de alzar el enorme pez que, sin duda, había atrapado, resbaló y cayó al mar.
Cuando volvió a la superficie, se dio cuenta horrorizado de que nadie se había apercibido del incidente, estaba solo en medio del océano. Presa de pánico, miró a su alrededor. La
Trinidad
se alejaba por momentos, mientras que la
Concepción
, que era la más cercana, estaba a más de un cable a sotavento.
Desesperado, trató de gritar mientras trataba de mantenerse a flote, pero sólo consiguió que el agua le penetrara en los pulmones. Braceó alocadamante para no hundirse, pues nunca se había molestado en aprender a nadar, pero sólo consiguió gastar inútilmente sus energías.
De repente, sus dedos asieron algo debajo del agua, algo que se movía. Se dio cuenta de que era un cabo de la vela de mesana, que algún descuidado marinero había dejado caer por la borda. Se aferró a ella con desesperación y se sintió arrastrado por encima de las aguas.
Finalmente, sus gritos obtuvieron respuesta.
—¡Hombre al agua!
Un grupo de marineros se agolpó sobre la popa. El contramaestre bramó.
—¡Arriad velas! ¡Bote al agua!
Minutos más tarde, un asustadísimo Pigafetta se tumbaba temblando sobre la cubierta.
—¡Ha sido la Santísima Virgen la que me ha salvado! —exclamó el vicentino.
La navegación de la flota se realizaba durante el día, pues el capitán general no se atrevía a navegar de noche ante tantas islas y canales de rápidas corrientes. Pasaron ante cuatro islas a las que llamaron Cenalo, Huinangan, Ibusson y Abarien. Era evidente que lo que había dicho el jefecillo era correcto, estaban ante un gran archipiélago completamente ignorado de todos. Por la mente de Magallanes cruzaban una y otra vez las palabras del rey ofreciéndole una veinteava parte de todo lo descubierto, así como el título de gobernador y adelantado. La tentación de tomar posesión de aquellas tierras en nombre del rey y regresar a España con la buena nueva era muy grande. Sin duda, estos territorios eran riquísimos. Su nombre se cubriría de gloria y su bolsillo de oro... Sin embargo, su sentimiento del deber se impuso. Había prometido demostrar al rey que las Molucas estaban en la parte del planeta que el Papa le concedió, y tenía que cumplir su palabra. Ya llegaría el tiempo en que la tierra que tenía a la vista fuera regida por el hombre que supo hallarla...
El Jueves Santo divisaron al Norte una gran hoguera, en cuya dirección enfilaron a la mañana siguiente para fondear en una pequeña isla que tenía por nombre Massawa. Casi inmediatamente partió de tierra una pequeña embarcación a bordo de la cual iban ocho hombres que impulsaban la embarcación con un bogar cauteloso y desconfiado. Magallanes los recibió con el boato acostumbrado ofreciéndoles los regalos de rigor y, de repente, ante el asombro de todos, Enrique, el esclavo de Magallanes, nacido en Sumatra, comenzó a hablar con los recién llegados en su lengua vernácula. El capitán general, atónito se quedó observando a su esclavo. No sólo se hacía entender, sino que parecía que hablaban exactamente su mismo idioma. Aquello superaba ampliamente las expectativas que tenía el portugués desde que avistó el archipiélago. Si viniendo del este habían topado con el mismo idioma que había dejado de oír cuando regresó de la Indias a Portugal, navegando hacia el oeste, era indudable que de nuevo se encontraba en los mismos lugares de los que partiera hacía ya tantos años. Esto significaba que, navegando a favor del sol o contra su curso, se llegaba al mismo sitio de donde se partía. Por lo tanto, la Tierra era redonda. Mientras el capitán general se entregaba a estos jubilosos pensamientos, su esclavo Enrique se encontraba no menos satisfecho que él por poder hablar en su lengua vernácula.
—Pregúntales por su rey —le indicó Magallanes.
—Ya lo he hecho —exclamó Enrique—, dicen que le avisarán para que venga a saludaros mañana.
—Bien —asintió el navegante—, diles que será bien recibido.
Al día siguiente, dos gabarras planas y anchas de vela cuadrada se aproximaron llenas de hombres a las naves. En la mayor aparecía sentado sobre una esterilla, bajo una especie de palio, un curioso personaje de aspecto tan sumamente grave y de una dignidad tan exagerada, que resultaba casi grotesco.
Era el rey, que venía a contemplar de cerca aquellas enormes naves, tan extrañas como inquietantes. Sin embargo, a diferencia de los visitantes del día anterior, la gabarra del rajá se mantuvo a prudentísima distancia de las naos, de modo que no pudiera alcanzarla ningún arma arrojadiza.
Magallanes mandó botar el esquife y ordenó a Enrique y algunos hombres que se acercaran con regalos, que el reyezuelo observó con una indiferencia tan fingida que causaba risa. A su vez, obsequió a los españoles con frutas, verduras, arroz guisado, gallinas cocidas y una olla de barro con vino de palmera. Por fin, los temores del rajá se fueron disipando paulatinamente y consintió en subir a bordo, donde fue agasajado ceremoniosamente.
El capitán general se vistió para la ocasión con una capa de terciopelo y un sombrero de ostentosas plumas y le recibió sentado en un sillón carmesí.
Queriendo impresionarles aún más, Magallanes ordenó que un soldado se vistiese con la armadura completa. Después se volvió a su esclavo:
—Diles que las armas no pueden nada contra uno de mis soldados. Verán como sus compañeros le atacan con lanzas y espadas sin que el soldado sufra el menor daño. El asombro de los nativos no tuvo límites cuando vieron cómo una y otra vez los lanzazos y golpes de espada resbalaban en la brillante armadura.
—Mi señor posee muchos soldados como éste —explicó Enrique al jefecillo—. Su ejército es invencible.
—Dile a tu señor —exclamó el rajá— que yo, Colambu, rey de Massawa, estoy muy honrado de ser su amigo. Mañana le enviaré un gran regalo.
Efectivamente, al día siguiente, una canoa se acercó a la Trinidad con una cesta llena de jengibre y otra con un lingote de oro. El portugués aceptó el jengibre, pero, fingiendo un desprecio que estaba lejos de sentir, rechazó el oro con gesto ostensible.
La buena armonía que parecía existir con los nativos movió a Magallanes a fondear cerca de la playa. A continuación envió a su esclavo, Enrique, a solicitar del reyezuelo nuevos víveres que serían bien pagados.
La alegría y el contento reinaban en las tres naves. Sólo una nota vino a enturbiar el bienestar de los navegantes: la muerte de Antonio de Coca. La «peste del mar» seguía cobrándose sus víctimas, y la amenaza de la terrible enfermedad rondaba por encima de sus cabezas continuamente; esta vez le había tocado el turno al destituido capitán de la
San Antonio
.
A la mañana siguiente, ya vencidos los primeros recelos y desconfianzas, el reyezuelo se presentó ante la nave capitana acompañado de ocho personajes tan variopintos como él mismo. Tratando, sin duda, de impresionar a sus acompañantes, abrazó ostentosamente a Magallanes y le ofreció, entre otros presentes, tres jarrones de finísima porcelana llenos de arroz y cubiertos con hojas.
El capitán general, a su vez, correspondió con una túnica de tela roja y amarilla, hecha a la turca, y un gorro rojo, y al séquito le entregó espejos y cuchillos.
Durante el desayuno que les ofreció, Magallanes les hizo saber por medio de su esclavo que desearía considerarle como su hermano, lo que halagó ostensiblemente al reyezuelo y, tras el pequeño ágape, Magallanes hizo traer telas de diferentes clases y colores, así como otras mercaderías. Les mostró también algunas armas de fuego y ordenó disparar algunos cañonazos que causaron gran espanto a los indígenas.
—Asegúrales que no deben temer nada —indicó a Enrique.
Así lo hizo éste y, cuando se calmaron un tanto, mandó que un hombre se armase, como lo había hecho el día anterior, con todas las piezas de una armadura y otros intentasen atacarlo con sables, puñales y lanzas. El rey y sus acompañantes no salían de su estupor.
—Diles —ordenó Magallanes a su esclavo— que en cada nave hay doscientos hombres armados así.
Era evidente, por la expresión del jefe, que consideraba a seiscientos hombres así capaces de conquistar todo su mundo conocido. En su fuero interno, se felicitaba de ser amigo de un hombre tan poderoso.
En el castillo de popa mostró a los asombrados nativos las cartas de marear y la brújula. Enrique les explicó cómo habían encontrado un estrecho para llegar hasta allí, y les relató las lunas que habían pasado en medio del océano sin ver tierra.
—El rey de España —les explicó Enrique— es un monarca muy poderoso.
Todos los demás países le rinden pleitesía. Posee cientos de naves como estas tres, y su ejército consiste en miles de hombres protegidos por estas corazas y armados con armas que escupen fuego por la boca.
Impresionado, el jefe pidió a Magallanes que enviara a tierra a dos de los suyos para que conocieran el país, e inmediatamente Pigafetta y un marinero de Huelva, Bartolomé Sánchez, se ofrecieron voluntarios.
Más tarde Pigafetta escribió en su diario:
Apenas pisamos tierra firme, alzó el rey las manos al cielo, volviéndose después hacia nosotros. Tomóme el rey
de la mano; uno de sus conspicuos hizo lo mismo con
mi camarada y así penetramos en un cobertizo de cañas que encerraba un balangai muy largo, como de ochenta
palmos de los míos, delgado y esbelto cual góndola.
Tomamos asiento en la popa de él, siempre expresándonos por ademanes. Nos rodeaba toda la tribu en pie,
con espadas, dagas, lanzas y escudos. Ordenó traer un plato con carne de cerdo y una jarra grande llena de
vino. Bebíamos una taza de vino a cada bocado, el que le sobraba al rey alguna vez, pocas, lo vertía en otra jarra de su solo uso. A cada trago que se disponía el rey a echar, alzaba las manos juntas al cielo y después hacia nosotros. La primera vez que realizó tal ceremonial me pareció que me iba a propinar un puñetazo, con lo que instintivamente me eché hacia atrás. Con tanto ceremonial y variadísimas señales amistosas, dimos fin a la merienda.