Después de esta comida, el italiano y Bartolomé Sánchez pasearon por toda la isla, mientras Pigafetta tomaba nota cuidadosamente del nombre dado a cada objeto. Los nativos no podían ocultar su sorpresa al verle escribir y luego repetir al cabo de un rato lo que aparecía en unos signos misteriosos dibujados en el papel.
Cuando llegó la hora de cenar, les sirvieron otros grandes platos de porcelana con cerdo cocido en su propio jugo. Se observó el mismo ceremonial que se había empleado en la merienda y, finalizada la cena, se trasladaron a la residencia real, una vivienda de grandes dimensiones, levantada del suelo mediante cuatro gruesos postes de madera. Tanto las paredes como la techumbre eran de fibra textil y hojas plataneras. Cuando pasaron al interior les hicieron sentarse sobre una gran estera. De la techumbre colgaban unas lámparas a las que llamaban ánimas, cuyo combustible parecía ser resina de árbol envuelta en hojas de palma y de higuera. Poco después apareció el hijo del rey, y, juntos, estuvieron charlando más de media hora por medio de la mímica.
De repente, varias jóvencísimas nativas aparecieron sonriendo con nuevos platos de comida.
—¡Por todos los santos! —exclamó Bartolomé Sánchez con los ojos desorbitados—. ¡No pensarán que vamos a comer más; me sale la comida por las orejas!
Pigafetta miraba con ojos de incredulidad las fuentes de pescado asado cortado en trozos en salsa de coco, gallina asada rociada con aceite de palmera, arroz con pimienta, jengibre fresco recién cogido y vino de palmera en abundancia.
—¡Y pensar que hace cuatro días estábamos muriéndonos de hambre...!
Aunque el estómago de los dos hombres estaba repleto en cuanto a comida se refería, sí que tenía cabida todavía para las libaciones de aquella maravillosa bebida extraída de las palmeras.
Al cabo de algún tiempo, la conversación se había generalizado entre los cuatro hombres y ya ninguno se molestaba en recurrir a la mímica. Sencillamente, hablaban en su idioma nativo sin importarles demasiado el hecho de que los demás no entendieran una sola palabra de lo que decían. A medianoche, el reyezuelo mostró sus deseos de retirarse, hizo una seña a una de las jóvenes que les atendían y se retiró con ella. Bartolomé Sánchez, ya completamente ebrio, vio con ojos injustos aquella repartición.
—¡Oye! —balbuceó dirigiéndose al hijo del rajá—. Eso no es justo. Hasta ahora hemos repartido todo lo que teníamos, comida y ¡hip! bebida... —Señaló a las jóvenes que les habían servido la cena—. Yo también... quiero una...
Pigafetta, que estaba un poco más sereno, le recriminó:
—¡Estás borracho, Bartolomé. No nos comprometas!
Pero el marinero se levantó tambaleándose y se dirigió hacia una de las jóvenes.
—¡Dame un beso, guapa...!
La jovencita se rió, mirando de reojo al hijo del rajá. Éste asintió con la cabeza, y la joven se levantó ayudando a Bartolomé a mantener el equilibrio.
Suavemente le condujo hacia otra partición donde había una estera, en la que ayudó al marinero a tumbarse.
—¡Qué maravilla...!
No terminó la frase, porque ya estaba dormido cuando reclinó la cabeza en la almohada hecha de hojas de palmera en la que le había colocado la joven.
A la mañana siguiente, Pigafetta despertó a su compañero.
—¡Qué, Bartolomé!, ¿cómo te sientes?
—¡Por todos los santos, parece que me ha pisoteado una manada de elefantes...!, ¿qué pasó anoche...?
—¿No te acuerdas?
—Lo último que recuerdo es el abrazo de una de esas preciosas muñecas desnudas...
—Bueno —sonrió Pigafetta—, fue más bien al revés, una de esas muñequitas te llevó del brazo para que no te cayeras.
—¿Y qué pasó luego? —inquirió el marinero esforzándose por recordar algo.
—Pues, a juzgar por tus ronquidos, te faltó tiempo para dormirte. Lástima, porque la niña estaba muy bien.
—¡Oh, no! —se lamentó Bartolomé—. ¡Un año sin catar una mujer, y cuando tengo una a mi disposición me quedo dormido...!
—Bueno —le consoló el italiano con una sonrisa maliciosa—, eso ocurre hasta en las mejores familias. Tengo que contárselo a los demás cuando subamos abordo.
Antes de que Sánchez pudiera contestar, se presentó el rey acompañado por otro personaje, que por lo visto había llegado a primera hora de la mañana; un hombre muy diferente al reyezuelo, aunque se le parecía físicamente. Sus cabellos larguísimos iban sujetos con un turbante de seda, de sus orejas pendían dos grandes aretes de oro, colgando de la cintura llevaba una gran daga con una enorme empuñadura de oro y la vaina de madera muy bien trabajada y de la cintura a las rodillas le cubría una tela de algodón bordado en seda. Pigafetta, que era un experto en perfumes, pudo apreciar que estaba prácticamente bañado en estoraque y benjuí.
Cuando el rey les estaba invitando a desayunar, apareció el bote de la
Trinidad
para recoger a los dos hombres. Pigafetta aprovechó para invitar al recién llegado a visitar la nave.
—¡Capitán, capitán! Tenemos visita —anunció Cristóbal, el criado de Magallanes.
—¿Quién viene?
—No lo sé, señor. Cuatro nativos, uno de ellos muy bien vestido.
—¿Vestido? —se oyó la voz del capitán general al otro lado de la puerta.
—Sí, señor. Vienen con Pigafetta y Sánchez.
El portugués apareció en la puerta ajustándose el jubón.
—Haz que preparen un buen desayuno. ¿Dónde está Enrique?
No hacía falta que le buscaran, el esclavo de Magallanes estaba esperando a los visitantes en cubierta.
Tras los habituales saludos se hicieron las presentaciones, gracias a los buenos oficios de Enrique, por lo que, poco a poco, se fueron aclarando las incógnitas sobre los nuevos visitantes.
—Parece ser —les explicó Enrique—, que hay una gran isla que se llama Mindanao, dividida en dos reinos, Butuan y Calagan. Él es rey de Calagan, mientras que su hermano Colambu es el rey de Butuan. A esta isla de Massawa sólo vienen para conferenciar. Dice que en su país existen abundantes pepitas de oro, tan gruesas como nueces, y algunas como huevos. Parece ser que basta cribar la tierra para encontrarlas. La abundancia de este metal es tan grande que lo emplean incluso para hacer sus platos y vasos.
A los marineros que escuchaban tales explicaciones se les salían los ojos de las órbitas. En su fuero interno, todos se hacían la misma pregunta: ¿por qué no se quedaban en esa isla que llamaban Mindanao haciendo una buena recolección de ese metal?, al fin y al cabo, ¿no era a hacerse ricos a lo que habían venido?,
¿cuál era la diferencia entre llevar los barcos llenos de oro a llevarlos llenos de especias?
Magallanes adivinó lo que se reflejaba en los ojos de los marineros y, para dejar bien claras sus intenciones, rechazó por segunda vez una barra de oro que le ofrecían los recién llegados. En la
Concepción
y en la
Victoria
no se tardó en conocer la decisión de Magallanes de rechazar el oro.
—Está visto que vinimos a por especias y con especias volveremos
—suspiró Andrés San Martín, contemplando el mapa del archipiélago que estaba dibujando.
Juan Sebastián Elcano había subido su desayuno de la cocina y, apoyado en la barandilla del castillo de popa, comía un revuelto de arroz cocido en leche de coco.
—Quizá sea mejor así —ironizó—. Imagínate que se hunde el barco bajo el peso de tanto oro...
—Claro —exclamó el vitoriano, dando unos retoques con su pluma de ave en la isla de Massawa—, además, ya sabes que un kilo de oro siempre pesará más que un kilo de azafrán...
—Muy gracioso... ¡Oye!, mira, parece que Magallanes envía al dominico a la playa. ¿A qué irá?
—Pues a qué va a ir... A celebrar misa en tierra. ¿No sabes que hoy es Domingo de Pascua?
—Ya. Querrá saber si el reyezuelo ese, tan gracioso, nos deja celebrar misa en su isla.
—Pues mira que como asistan a misa todas esas Evas desnuditas...
—Bueno, eso ya ocurrió en Santa Lucía.
—No me lo recuerdes. Aquello fue un desmadre...
Andrés sonrió.
—Pues a ver si con un poco de suerte aquí nos encontramos con otro desmadre parecido...
—Que no se queje el cura luego de que no estamos atentos al Santo Sacrificio...
—¡A ver si consigue estarlo él...!
—Hay que reconocer que uno tiene que ser poco menos que un santo para conservar la castidad rodeado de estas criaturas tan deliciosas implorándote que les hagas un favor.
—¡Pues sí! Yo, al menos, me alegro de no tener que romper ningún voto.
—¡Vete a saber lo que harán los curas cuando no les vea nadie!
—No creo que el padre Valderrama sea de ésos. ¡Éste es capaz de meter lo que... te imaginas en agua helada para mantener su castidad!
—Bueno, desde luego que Valderrama no tiene nada que ver con el bueno del padre Pedro Sánchez. Aquél sí que era humano...
—Sí, tan humano que en Santa Lucía salía a escondidas de noche cuando creía que nadie le observaba.
Tal como había dicho Juan Sebastián Elcano, el capellán había ido a tierra con varios marineros y el intérprete Enrique con el fin de comunicar al rajá que deseaban celebrar una ceremonia de su culto. Éste, por supuesto, accedió gustoso, regalándoles incluso dos cerdos recién sacrificados. Magallanes dio permiso para asistir al oficio a la mitad de la tripulación, que vistió sus mejores ropas, mientras la otra mitad se mantenía alerta junto a los cañones. En el momento de pisar la playa, desde las naves dispararon seis bombardazos en señal de paz y en honor del Señor. Los dos reyes salieron al encuentro de los visitantes, y después de abrazar efusivamente al portugués, se colocaron uno a cada lado, acompañándolo hasta el lugar elegido para celebrar el santo sacrificio. Antes de dar comienzo a la misa, el capellán roció con agua bendita a todos los participantes, incluyendo a los dos reyes. Durante la oblación éstos acudieron a besar la cruz tal como vieron hacer a Magallanes y los suyos. La primera misa celebrada en tan recóndito lugar de la tierra no dejaba de ofrecer un espectáculo alucinante. Poco más de un centenar de marineros españoles rodeados de varios cientos de indígenas prácticamente desnudos, tanto ellos como ellas.
Los nativos contemplaban con gran curiosidad los diversos actos que uno de aquellos extranjeros, revestido de una indumentaria elaboradísima, llevaba a cabo delante de los demás. Tan pronto elevaba las manos al cielo como hacía signos misteriosos trazando en el aire una serie de líneas, primero de arriba abajo, y luego de derecha a izquierda. Después bebía de una gran copa y tomaba una delgadísima placa blanca redonda. Todos sus movimientos eran seguidos atentamente por los expedicionarios, quienes a veces se ponían en pie, otras se arrodillaban doblando la cabeza humildemente, como cuando el celebrante levantaba la copa o aquella forma redonda. Ya hacia el final, muchos de los hombres se acercaron para que el celebrante pusiera sobre su lengua la misma cosa redonda, que recibían con infinitas muestras de respeto. Sin duda, aquélla debía de ser la fuerza poderosa que les hacía invulnerables...
Al final de la misa, los expedicionarios ofrecieron a los nativos una danza de espadas, vistosa y movida, que éstos siguieron con gran asombro y admiración, y cuando terminó la danza, Magallanes hizo traer una gran cruz ante la cual se prosternó, lo mismo que todos los expedicionarios. Cuando se puso en pie, Magallanes llamó a Enrique.
—Diles a los nativos que esta cruz es el estandarte que nos ha confiado nuestro monarca para implantarla allá donde pisemos. Quiero hacerlo en esta isla, con lo que no sólo cumpliré los mandatos de mi soberano, sino que todos los habitantes del país encontrarán un grandísimo beneficio, pues cuantos barcos de otras naciones alcancen a verla sabrán que se les recibirá amistosamente.
Cuando Enrique hubo terminado la traducción, el portugués prosiguió:
—Hazles saber que quiero plantarla en la más elevada de las cimas que se halle cerca de la costa. Diles que si vienen a adorarla todos los días, ni el rayo ni las tormentas podrán causarles el menor daño.
Los dos reyezuelos dieron efusivamente las gracias a Magallanes y, por medio de Enrique, prometieron cumplir puntualmente cuanto se les pedía.
—Pregúntales qué clase de religión profesan —dijo el navegante.
No tardó Enrique en averiguarlo.
—Parece ser que adoran aun ser supremo a quien llaman Abba. No tienen ídolos, ni sacerdotes, ni brujos, o al menos eso dice.
Pigafetta, que estaba junto al grupo, se dirigió al esclavo.
—Me gustaría saber de qué se alimentan, pues en esta isla no parece que haya mucha caza, y tampoco hay mucho terreno sembrado, sólo unos arrozales.
Enrique se dirigió nuevamente al jefezuelo y, según recibía explicaciones, iba asintiendo con la cabeza. Por fin, se volvió a Pigafetta.
—Dice que no residen en esta isla. Aquí sólo vienen para reunirse o pasar una pequeña temporada.
Magallanes se mesó la barba pensativo. Había llegado a la conclusión de que sería importantísimo para futuras expediciones crear una base sólida en estas islas, y eso se podía conseguir fácilmente por medio de una acción bélica, algo que demostrara a los nativos el potencial terrible de sus armas de guerra.
—Pregúntale si tiene enemigos —indicó a su esclavo.
Colambu contestó afirmativamente a la pregunta.
—Dice que está en guerra contra los habitantes de otras dos islas —dijo Enrique—, pero que no considera ahora el momento oportuno para atacarles.
—Bueno —concedió el capitán general—, dile que puede contar con nuestra ayuda si así lo desea.
Tal como había querido Magallanes, se izó la gran cruz de madera en lo alto de una colina, mientras los soldados, en línea de batalla, disparaban sus armas. Al finalizar el acto, volvieron a los barcos a comer, ya continuación, ya sin armas, saltaron nuevamente a tierra, donde los expedicionarios se mezclaron con los nativos animada y cordialmente. El rey ofreció un refrigerio para los oficiales en el cobertizo, momento que Magallanes aprovechó para seguir informándose sobre aquel archipiélago que le fascinaba.
—Pregúntale cuáles son las mayores islas del archipiélago donde podamos aprovisionarnos —le dijo a Enrique.
—Ceylán, Cebú y Calagán —le informó Colambu por boca del esclavo—.
Quizá Cebú sea la mejor y más rica para aprovisionarse.