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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (36 page)

BOOK: Los navegantes
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La islita tenía dos reyezuelos, que se detestaban y deseaban hacerse con el poder absoluto de la isla, Zula y Cilapulapu. El primero tenía un carácter poco belicoso y muy acomodaticio; el segundo, por el contrario, era muy violento y orgulloso, no se arredraba ante nada y estaba dispuesto a mostrar su valor ante quien osara ponerlo en duda.

Ante las coacciones de los expedicionarios de que debía abjurar de su religión y declararse súbdito del rey de España, respondió altivo que por encima de él no había nadie, aseguró que sus creencias eran las verdaderas y se negó rotundamente a convertirse en vasallo de un monarca desconocido, por muy poderosos que fueran sus soldados. Tal insolencia enfureció a Magallanes. Ante semejante desplante sintió renacer su altivez. Era una buena ocasión para demostrar la valía de sus soldados y aplicar un castigo merecidísimo que sirviera para mostrar a todos los isleños la conveniencia de estar aliado de los españoles, acatando sus mandatos.

Antes de proceder a la expedición de castigo, hizo llamar a los capitanes y oficiales, más por puro protocolo que para una consulta auténtica.

—He decidido, señores, dar una lección a estos nativos, y demostrar al mismo tiempo la valía de nuestros soldados y la superioridad de nuestras armas.

Un pequeño escarmiento hará que todo el archipiélago se muestre sumiso a nuestro emperador y asegurará un buen recibimiento a futuras expediciones.

Ninguno de sus oficiales se mostró, sin embargo, partidario de tal castigo.

El primero en expresar su opinión fue Serrao:

—Permitidme expresar mis dudas, capitán. Esta expedición jamás ha tenido por fin colonizar ni cristianizar país alguno. Francamente, no creo que estemos preparados para ello. Únicamente vinimos para encontrar el paso occidental al Moluco, determinar su posición geográfica y volver a España cargados de especias.

—Opino que la consigna del rey fue bien clara —coincidió Barbosa—: no avasallar ni matar a los nativos. Por lo tanto, deberíamos limitarnos a obedecer las órdenes del rey, dejar a un lado los conflictos tribales que no nos conciernen y poner cuanto antes proa a las Molucas.

Aunque los demás oficiales mostraron su adhesión a tales palabras, el portugués, como siempre que hallaba una oposición, lejos de razonar sereno, se negó a dar su brazo a torcer y a abandonar Cebú.

—Señores —dijo obstinadamente—, no solamente castigaré al reyezuelo ese, sino que yo mismo tomaré el mando de la expedición punitiva.

Todos los reunidos se miraron inquietos. Por fin, Serrao volvió a tomar la palabra:

—Con el debido respeto, señor. Creo expresar la unánime opinión de todos los oficiales manifestando que, según las órdenes del rey, el capitán general no puede en modo alguno abandonar la armada sin causa justificadísima, arriesgando su vida en incursiones terrestres; incluso en caso de que no hubiera peligro, no se puede dejar la flota sin mando.

Magallanes respondió con desprecio:

—¡No pensaréis que corro ningún peligro, enfrentándome a un puñado de salvajes! En cuanto oigan los primeros arcabuzazos y vean caer a algunos de los suyos, correrán como liebres. He tomado parte en muchas batallas y sé lo que ocurre...

Joan López Carballo siguió insistiendo, tratando de disuadir a su jefe de tal empresa, que estimaban absurda. Pero tal era el fervor religioso que invadía al capitán general, que gritó que era indispensable castigar al jactancioso hereje que había osado nada menos que desafiar a Cristo, y que ejecutaría tal castigo con su propia mano sin permitir que le acompañase oficial alguno. Solamente llevaría veinte hombres voluntarios de cada dotación. Pregonó que volvería triunfante de la jornada porque Dios y su patrona la Santísima Virgen de la Victoria le darían su bendición y su ayuda.

La decisión estaba tomada. Nada haría ya cambiar al capitán general. En los demás barcos la aventura se veía con inquietud. Durante la comida de ese mismo día Serrao explicó a los demás comensales lo que había acaecido en el camarote de Magallanes. Juan Sebastián Elcano, que desde la rebelión de San Julián no era llamado a las reuniones de los oficiales, movió pensativamente la cabeza.

—Esto es una solemne tontería. Si sale bien no habremos ganado nada, y si sale mal perderemos todo nuestro prestigio y... quizás a nuestro capitán.

—No se podrá decir que él no se lo ha buscado —intervino Bustamante—.

¡Un hombre con cincuenta y un años, cojo, y metido en una armadura que le asfixia no puede resistir un cuerpo a cuerpo!

Serrao mostró su preocupación.

—Parece que ese entusiasmo místico empieza a convertirse en locura. En mi opinión, hoy mismo ha cometido ya dos gravísimos errores: ha rechazado el amistoso mensaje que, por conducto de uno de sus hijos, le ha enviado Zula. Le ha propuesto que si le ayuda sólo con un bote de hombres armados se compromete a combatir y subyugar por completo a su enemigo. Por otro lado, Magallanes ha sido demasiado orgulloso para aceptar la ayuda que le brindaba Humabon de mil soldados aguerridos. Magallanes le ha prohibido terminantemente intervenir en la lucha, así como a su yerno, el príncipe Cilumai, que también estaba dispuesto a desembarcar en la isla para acometer al enemigo por la retaguardia. Nuestro capitán ha rehusado todas estas ayudas. El muy fanfarrón ha respondido que les invita a todos a presenciar la lucha como espectadores.

—Nunca se debe despreciar a un enemigo por pequeño que sea —exclamó Elcano rascándose la barba—. Si mal no recuerdo, una lanza perdida acabó con la vida del gran Amílcar Barca, padre de Aníbal. ¡Quién sabe si aquí puede suceder lo mismo...!

Empezó a oscurecer la tarde del día 26 de abril de 1521. La playa del poblado se iba llenando de una cantidad abigarrada de marineros, grumetes y soldados, la mayoría de los cuales jamás había tomado parte en batalla alguna. Sin embargo, todos, al igual que su jefe, estaban convencidos de que bastarían unos pocos disparos y algunos mandobles para poner en huida a los nativos. Todos reían, cantaban y bromeaban, demostrarían a sus compañeros lo valientes que eran en la lucha. Portaban cascos y corazas, pero las piernas carecían de protección. En cuanto a las armas, además de espadas y lanzas llevaban ballestas y arcabuces, que muchos no sabían manejar debidamente.

A medianoche salieron tres bateles con los sesenta hombres seguidos de un sinfín de
balanghais
y sampanes a cuyo bordo iba el rey cristiano, su yerno y algunos jefes destacados, así como numerosos isleños que se limitarían a presenciar el encuentro como si se tratara de un gran espectáculo.

Los expedicionarios llegaron a la isla de Mactán poco antes del alba.

Magallanes, tan seguro de sí mismo y lleno de jactancia, en vez de atacar tratando de sorprender al enemigo, envió a tierra al mercader moro con un mensaje. Si se rendían y reconocían la soberanía de España pagando los tributos exigidos, se les consideraría amigos; de negarse, conocerían el poderío de las armas castellanas.

Cilapulapu no se dejó intimidar. Si bien las lanzas españolas sabían herir, las suyas no les iban a la zaga. La respuesta que el isleño envió al capitán general era tan ingenua que dejó atónito al portugués.

—Me encarga decir Cilapulapu —le comunicó el mercader moro—, que suplica que no se le ataque de noche, pues espera refuerzos y con ellos dispondrá de más hombres para el combate.

Magallanes no sabía si reír o preocuparse. ¿Era la súplica una burla o un ardid para encorajinarle más y forzarle a un ataque inmediato en la confianza de que en la oscuridad los suyos cayeran en agujeros que hubieran cavado a orillas del mar? Indeciso decidió aguardar. Por fin, y tras una espera interminable, amaneció el trágico 27 de abril de 1521.

La primera luz del día tiñó de un tenue íñigo azulado una mar en calma que mostraba una marea baja, bajísima. Los botes no podrían llegar a la orilla debido a los arrecifes de coral. ¿Sería por eso por lo que Cilapulapo había pedido una demora en el ataque? No era cuestión de pensárselo mucho ni de detenerse más todavía. Decidido, Magallanes dio la orden de desembarcar, saltando en cabeza al agua que le llegaba hasta la cintura. Cuarenta y nueve hombres se lanzaron tras él, mientras los otros once se quedaron en las chalupas a fin de proteger a sus compañeros con el disparo de las bombardas. Los expedicionarios iniciaron lentamente un costosísimo avance por lo pesado de las armaduras y las irregularidades del terreno, tropezando constantemente con escollos ocultos. A tres millas de distancia, las tres naves fondeadas en el puerto de Cebú eran mudos espectadores de la tragedia que se avecinaba. A bordo de la
Concepción
, Serrao paseaba impaciente sobre el puente de popa. Junto a él, desayunaban en silencio Juan Sebastián Elcano, Andrés de San Martín y el piloto portugués Joan López Carballo.

—No entiendo a este hombre —exclamó por fin Serrao, incapaz de contenerse más tiempo—. Lo está haciendo todo mal. Tiene tal seguridad de que los indígenas se escaparán al primer arcabuzazo, que ni siquiera piensa en lo que puede suceder si no lo hacen.

—Debo reconocer que no le tengo ninguna simpatía a Magallanes desde lo de San Julián —confesó Elcano—, pero sí creía que era un hombre experimentado en la lucha. Hasta el más bisoño de los comandantes adoptaría alguna precaución en un enfrentamiento, aunque sea con unos nativos. ¡Qué menos que acercar las tres naves y bombardear la isla antes de efectuar un desembarco!

—Y además —Joan López señaló las rocas de la bajamar con un muslo de ave—, efectuar un desembarco en bajamar es una locura. Las lanchas de apoyo van a quedarse a más de cien metros y de poco van a servir las bombardas que han llevado.

—Será como hacer estallar fuegos de artificio —asintió San Martín uniéndose al grupo—. Si el ruido asusta a los nativos, todo irá bien; pero si no es así, que Dios les coja confesados...

Los temores de los cuatro hombres de la
Concepción
se vieron claramente confirmados. Los nativos partidarios de Cilapulapu se habían dividido en tres grupos de unos quinientos hombres cada uno, dos de ellos les atacaron por los flancos y el tercero por el centro cuando todavía estaban los expedicionarios en el agua.

El estruendo y el aullar de las mil quinientas gargantas de indígenas apagó incluso el tronar de los arcabuces y las bombardas. Por otra parte, las flechas lanzadas por las ballestas, aunque atravesaban la madera de sus escudos, no llegaban a matarlos, como habían temido. Así que, lejos de acobardarlos, les enardecían más.

En medio de aquella algarabía las órdenes de Magallanes no llegaban a los oídos de sus soldados, su voz se perdía sin que nadie la oyera.

Confiados ante el poco daño que recibían, los mactanos iniciaron el avance arrojando una nube de lanzas, flechas y piedras, haciendo muy difícil defenderse ante tal diluvio de proyectiles. Aunque tarde, Magallanes se dio cuenta de la trampa en que se había metido. Dio orden de retirada, pero con semejante algarabía era imposible hacerse oír. Ante sus ojos cayeron dos de los suyos, su criado Cristóbal Rabelo y el yerno de Serrao, Juan de Torres. Tenían que llegar a las lanchas, si demoraban la retirada serían completamente aniquilados.

Por la mente del navegante pasaron instantáneamente todos los obstáculos que había tenido que vencer desde el inicio del viaje. Siempre había conseguido salir adelante. Él aniquiló a cuantos enemigos habían intentado mermar su autoridad, oscurecer su nombre u oponerse a sus designios; él había descubierto un paso que unía a dos mares; él había descubierto islas remotas e incluso un archipiélago tan dilatado como rico; él había salvado bautizando a cientos de almas revelándolas la verdadera fe.

Magallanes se acordó de las jactancias del día anterior, de cómo pondría en huida vergonzosa a todos los nativos con unos cuantos arcabuzazos. ¡Nada de esto había ocurrido! Precisamente estaba sucediendo todo lo contrario. Pasara lo que pasara, su prestigio iba a quedar destruido para siempre.

En ese momento una flecha le atravesó la pierna derecha. En su rabia reconcentrada, el capitán general no exhaló ni un gemido, su rostro no indicaba dolor... sólo ira, ira por lo estúpido que había sido menospreciar al enemigo, ira porque no había tomado las precauciones más elementales, en su afán de lucirse ante los espectadores de la gran batalla...

La retirada se había ya iniciado paso a paso, sin dejar de combatir. Los nativos se habían percatado de que sus golpes en el cuerpo de los expedicionarios no obtenían resultado alguno, por lo que dirigían sus armas a las piernas descubiertas.

Los castellanos, que habían visto derrumbarse estrepitosamente su arrogancia, retrocedían como podían, tratando inútilmente de protegerse de las jabalinas y dardos. Magallanes había perdido el casco y apenas podía mantenerse en pie a causa de la herida. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, retrocedió lentamente, sin dejar de hacer frente a sus adversarios. A su alrededor, se apiñaron siete u ocho hombres, entre ellos Pigafetta y Enrique, su esclavo.

—Manteneos firme, señor —gritó el italiano—. Os protegeremos.

El malayo se puso delante de su amo protegiéndolo con su cuerpo. El capitán general trataba inútilmente de retroceder, pero le era casi imposible mantenerse en pie. Tres marineros se lo echaron a hombros protegiéndolo con sus broqueles y consiguieron llegar al agua, pero era tal la avalancha enemiga, que tuvieron que dejarlo en las rocas para defenderse. Aquélla fue una oportunidad que no fue desaprovechada por los atacantes. Uno de ellos alcanzó la cara del portugués con una caña afilada. Éste, rabioso, le atravesó el pecho con su lanza.

Intentó desenvainar la espada a continuación, pero no pudo terminar la acción porque una pica le atravesó el brazo. Los indígenas, dándose cuenta de que estaba indefenso, se abalanzaron sobre él como bestias sedientas de sangre. Aquella gente, que había tenido miedo de los castellanos, al darse cuenta de que eran vulnerables, estaban exaltados, poseídos de un furor demoníaco que solamente la sangre de sus enemigos podía calmar. Un enjambre de indígenas se lanzó contra el herido, al que era imposible moverse. Magallanes vio su fin cerca, y comprendió que nadie podría salvarle esta vez. La sangre le manaba a raudales de las heridas de la cabeza.

—Señor —suspiró respirando profundamente—, ¡hágase tu voluntad! Sí así lo deseas, llévame contigo...

No pudo terminar su oración, un golpe en la pierna buena le hizo caer de bruces sobre las rocas, una docena de indígenas se lanzaron sobre su cuerpo y le acribillaron con toda clase de armas. Ya en el suelo, Magallanes todavía tuvo fuerzas para volver la cabeza, preocupado por la seguridad de sus hombres.

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