Elcano vigilaba tenso desde el castillo de popa lo que sucedía a su alrededor. Veía el mismo quehacer frenético en las otras dos naves. Todos se afanaban en poner a los barcos en facha antes de que algún enemigo, todavía invisible, les atacara. En tierra no parecía que nada extraño sucediera. A sus oídos llegaban apagados los sones de algunos laúdes y tamboriles, señal de que la fiesta se estaba llevando a cabo según lo previsto. Nada hacía sospechar que hubiera algo anormal.
—¿Qué pasa, Juan Sebastián?, ¿por qué esta alarma? —El contramaestre se le había acercado y trataba de escudriñar en la oscuridad, inquieto.
—No lo sé, pero Carballo y Espinosa han venido remando como alma que lleva el diablo, levantando la alarma.
—¿Y la gente que está en el banquete?
Juan Sebastián Elcano pensó en su amigo Andrés San Martín. En su fuero interno rezó para que la alarma resultase infundada.
—No lo sé —musitó quedamente.
Interrumpió sus lúgubres pensamientos el grito de uno de los grumetes.
—¡Se acercan piraguas por estribor! ¡Docenas de ellas!
—¡Fuego a discreción! —gritó Elcano—. ¡Levad las anclas, rápido!
—Nunca conseguiremos levantarlas a tiempo, Juan Sebastián —gritó el contramaestre, precipitándose en busca de un hacha—. ¡Habrá que cortar la cuerda!
—¡Córtala! ¡Rápido!
Mientras Juan de Acurio cortaba la cuerda del ancla de proa, Juan Sebastián Elcano hacía lo mismo con la de popa. Entre tanto, media docena de marineros, jugándose la vida en la oscuridad, trepaban por la jarcia para soltar todo el velamen.
Con una desesperante lentitud, el pesado navío empezó a aprovechar la brisa fresca que soplaba del noroeste. Los cañones de estribor habían ya empezado a disparar contra las pequeñas canoas que se habían ido acercando sigilosamente. En tres de ellas se reflejaba la luz de la luna en algo brillante que sólo podía ser una cosa, las armaduras de los compañeros caídos.
Elcano se acercó a la borda de estribor, donde una docena de marineros se afanaba en cebar la pólvora en los cañones e introducir las pesadas balas de piedra en los orificios de las bombardas.
—¡Apuntad a las embarcaciones que llevan alguna armadura. Seguro que su jefe se ha puesto la de Magallanes! —gritó el guipuzcoano por encima del retumbar de los cañones.
Elcano tenía razón. Los nativos de Mactán se habían visto desagradablemente sorprendidos por las andanadas, que esta vez sí estaban causando estragos en sus filas. Varias embarcaciones fueron alcanzadas por los cañones de los tres navíos, y muchas otras volcaron por el pánico que producían los disparos entre los nativos.
—¡Alto el fuego! —Carballo, que había tomado el mando de la
Trinidad
y por lo tanto de la expedición, hacía señas a las otras dos naves para que no malgastaran la pólvora.
Tal como habían aparecido, las canoas de Mactán se habían evaporado en la oscuridad. De su presencia sólo daban testimonio una docena de canoas flotando boca abajo.
—Nos acercaremos a la playa para ver si podemos rescatar a alguno de los nuestros —gritó Carballo.
Apenas terminó de hablar el nuevo capitán cuando un griterío se elevó del poblado, y poco después un tropel de indígenas llegaba a la playa portando muchos de ellos antorchas. Llevaban maniatado y desnudo a Joan Serrao, que sangraba abundantemente de varias heridas.
—¡No disparéis! —gritó el desgraciado.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Carballo.
—Han matado a casi todos —informó aterrado Serrao—. El esclavo de Magallanes nos ha traicionado. Ha cogido a Barbosa prisionero para venderlo como esclavo... Por mi vida piden dos bombardas. Enviádselas en un bote.
Todas las miradas se dirigieron al nuevo capitán. Abandonar a Serrao sería una felonía, pero, por otro lado, enviar un esquife con algunos hombres podría significar perderlos a todos:
Juan Sebastián Elcano se ofreció voluntario:
—Yo me acercaré con un par de voluntarios —le gritó a Carballo.
—No arriesgaré más hombres —respondió éste—. ¡Largad las velas!
Serrao vio con terror y consternación indescriptible cómo las naves maniobraban para hacerse a la mar.
—¡No me dejéis! —imploró a voz en grito—. ¡Me asesinarán en cuanto os vayáis! ¡Carballo, manda una chalupa!
En vista del silencio del capitán, Serrao prosiguió con sus lamentos, gritos y patéticos ruegos. Por fin, viendo que sus lamentaciones eran inútiles, lanzó terribles imprecaciones.
—¡Lo pagarás, Carballo! ¡Lo pagarás muy caro ante Dios! ¡Le diré que el día del juicio final pida cuentas a tu alma por lo que estás haciendo! ¡Te condenarás, Carballo! ¡Esto será causa de tu condenación eterna!
En ese momento se oyó un enorme griterío, y la gran cruz que Magallanes había ordenado elevar en la colina se derrumbó con gran estrépito.
Mientras las tres naves emprendían una un tanto vergonzosa huida, la voz de Serrao seguía llegando cada vez más débil a los oídos de sus tripulantes.
—¡No quiero morir! ¡Carballo, haces esto para quedarte con el mando...!
¡Lo pagarás! ¡Te juro que lo pagarás...! ¡Tened piedad...! ¡...piedad!
La expedición castellana que había llegado a Cebú rodeada de una gran aureola de grandeza, escapaba de ella habiendo perdido por completo su prestigio y su altanería. Martín Méndez era el único escribano superviviente de la expedición, y fue a él a quien Joan López Carballo encargó hacer el listado de los desaparecidos en Cebú. No tardó mucho el escribano de la
Victoria
en presentar una lista completa.
—Aquí tenéis, capitán. Han desaparecido veintisiete hombres en total, contando al traidor Enrique.
—Léeme los nombres.
Méndez se montó los anteojos sobre una nariz puntiaguda y acercó la lista a sus ojos.
—Los tres capitanes, Barbosa, Serrao y Luis Alfonso. El clérigo, Valderrama, y el piloto Andrés de San Martín. Los escribanos León de Ezpeleta y Sancho de Heredia. El tonelero Francisco Martín. El calafate Simón de Rochela.
Los despenseros Cristóbal Rodríguez y Nuño. Los hombres de armas Francisco de Madrid, Pedro Herrero y Hernando de Aguilar. El grumete Antón de Goa.
Todos los demás son marineros: Antón Rodríguez, Juan Sigura, Francisco Picora, Francisco Martín, Rodrigo de Hurrira, Hartiga, Juan de Sila, Piti Juan, Francisco de la Mezquita y Francisco Ortega.
El nuevo capitán general había estado escuchando en silencio la larga letanía de hombres.
—¿Cuántos quedamos?
—Ciento quince.
—Ciento quince —repitió maquinalmente Carballo—. De doscientos sesenta y cinco que zarpamos quedamos menos de la mitad..., y todavía no hemos llegado a las Molucas.
La navegación de las tres naves prosiguió lentamente rumbo al sudoeste. Los escasos tripulantes de las tres embarcaciones llevaban a cabo las tareas rutinarias de abordo en un silencio sepulcral, se palpaba en el ambiente una cierta vergüenza y culpabilidad por los hechos acaecidos y por la falta de decisión de su nuevo capitán. La mayoría creía que deberían haber llevado a cabo una acción punitiva, arrasando la capital de Cebú si hubiera sido preciso y tratando de salvar a los supervivientes. La vergonzosa huida no había satisfecho a nadie.
Juan de Acurio se acercó a Juan Sebastián Elcano, que contemplaba en grave silencio la estela que dejaba la
Concepción
.
—Siento lo de Andrés. Sé la amistad que os unía.
Elcano levantó pesarosos ojos enrojecidos y los fijó en su contramaestre.
—Deberíamos haber desembarcado —dijo apretando los labios hasta formar una delgada línea blanca que destacaba entre una poblada barba, completamente descuidada—. Tenía razón Magallanes. Teníamos que haberles demostrado quiénes eran los amos..., Y sobre todo, haber intentado rescatar a los nuestros.
—¿Tú crees que quedará alguno vivo?
El de Guetaria asintió convencido.
—El mercader moro estaba allá para comprar mercancías, entre estas mercancías se incluían los esclavos. Me temo que los supervivientes estarán en este momento a punto de ser embarcados hacia China para ser vendidos en un mercado de ese país.
El contramaestre sopesó en silencio las palabras del capitán de la
Concepción
.
—Eso todavía es peor que la muerte...
—El que peor lo va a pasar es Duarte Barbosa. Ese jovenzuelo engreído ha sido el culpable de lo que ha pasado. Él fue, sin duda alguna, el que empujó al esclavo de Magallanes a traicionarnos con sus malos tratos. Ahora las tornas se han cambiado, y es él quien se encuentra prisionero de los nativos. Me apostaría cualquier cosa a que habrá sido su persona el pago de éstos a Enrique.
Al comentario de Elcano siguió un largo silencio, durante el cual los dos hombres mantuvieron los ojos perdidos en la lejanía. Por fin, fue el contramaestre quien interrumpió los pensamientos del de Guetaria:
—Me imagino que te habrás dado cuenta de que quedamos cuatro gatos.
—Ciento quince.
—Lo cual significa treinta y ocho hombres por barco. No somos los suficientes para tripular tres naves hasta el regreso a España.
—Lo sé.
—Además, la
Concepción
se halla en muy malas condiciones. Necesita carenar y quizá cambiar muchas de las tablas.
Elcano volvió a asentir.
—Y nos hemos quedado casi sin carpinteros y calafateadores.
—Sólo hay una solución.
—Sí, desprendernos de la
Concepción
—suspiró Elcano—.
Juan Sebastián Elcano tenía razón. No había otra alternativa. La decisión se tomó al día siguiente al desembarcar en una pequeña isla desierta. Los tres capitanes, Carballo, Elcano y Espinosa, que había tomado el mando de la
Victoria
, decidieron, después de examinar detenidamente el casco de las tres embarcaciones, que la más deteriorada era la
Concepción
. No había más remedio que prescindir de ella.
Durante tres días, los ciento quince supervivientes se dedicaron a coger de la nave, no ya toda la jarcia, sino todos los pertrechos y armamento, incluso hasta el último clavo aprovechable. Cuando hubieron terminado, Carballo se acercó a Elcano.
—A ti, como su último capitán, te corresponde prenderle fuego.
El guipuzcoano asintió con un nudo en la garganta. La
Concepción
había sido un hogar para él, lo mismo que para muchos otros, que si bien no reunía todas las comodidades del mundo, sí les había servido de refugio tanto en los tiempos buenos como en los malos. Elcano no podía dejar de sentir apego por aquella cubierta por la que había paseado miles de veces, aquel castillo de popa sobre el que había contemplado las estrellas en cientos de ocasiones, aquellos palos que tantas veces había oído crujir en un constante gemido entrañable.
Tragó saliva con dificultad y asintió lentamente. Bajó por la escala de cuerda a la chalupa y cogió una tea que le alargaban desde cubierta. La barca, empujada por los remos de dos marineros, alcanzó la nave desarbolada en pocos minutos. Pesarosamente, Elcano trepó por su costado y se dirigió a la bodega.
Dejó caer la tea sobre un barril de brea que habían dejado para este propósito, y se apresuró a subir por la escalera a cubierta. Pronto, un negro humo empezó a salir por los pañoles, y enseguida una primera llamarada se asomó a cubierta.
Las dos naves, mientras tanto, habían largado velas y se alejaban lentamente con todos los ojos de la dotación clavados en la nave en llamas.
Tras dos días de navegación, la reducida armada descubrió una nueva isla que parecía de gran tamaño y estaba habitada. Desde la borda, los españoles contemplaron la tierra con mirada curiosa y ánimo desconfiado. ¿Qué les esperaba en esta tierra desconocida?
Pronto se disiparon sus dudas. En la playa apareció un lucido cortejo de hombres y mujeres, al frente del cual iba el que, sin duda, era su rey. Subió a bordo de la
Trinidad
seguido de su séquito sin dar la menor señal o indicio de temor o agresividad. Más bien al contrario, dando una prueba de amistad y alianza se pinchó un dedo de la mano izquierda, la más cercana al corazón, y con la sangre se untó el pecho y la lengua. No había ninguna duda de sus intenciones.
Joan López Carballo imitó su gesto tratando de asegurar, por medio de la mímica, que su visita estaba llena de buenas intenciones. Después de algún rato, en el que los expedicionarios echaron de menos la presencia de su traidor intérprete, el rey de aquella isla, que se llamaba Butuan, les invitó a acompañarle.
Pigafetta, movido por su innata curiosidad, fue el único que se ofreció a hacerlo. Bajó por la escala y se arrellanó en el medio de la larga canoa del rey. El vicentino ofrecía un raro contraste en cuanto a vestimenta con aquellos salvajes, que por toda indumentaria lucían un pequeño faldín que ni siquiera les cubría sus partes más íntimas. Lo curioso era que incluso la levedad de tan escaso lienzo debía de parecerles pesada, pues al entrar el batel en el río, a cuya desembocadura estaban ancladas las naves, tanto el soberano como sus cortesanos se lo quitaron mientras bogaban cantando alegremente. Pigafetta observó maravillado cómo, durante el trayecto, los pescadores con los que se cruzaban les ofrecían peces con la mayor amabilidad. Por fin llegaron al «palacio real», que poco tenía de palacio y nada de real, pero donde se les recibió con la mayor cordialidad, saliendo a su encuentro servidores con antorchas de cañas y hojas de palmera arrolladas e impregnadas con resina. Se sirvió una cena, que resultó ser extremadamente frugal: pescado salado servido en tazones de porcelana y arroz excesivamente cocido. Tras la cena, Pigafetta fue conducido a una habitación donde una estera de caña con otras de palmera y una almohada de hojas le sirvió como lecho.
Al día siguiente, el expedicionario, después de desayunar más pescado y arroz, se dedicó a curiosear por la isla. Avanzada la mañana, hizo comprender por medio de gestos al rey que le gustaría conocer a la reina y presentarle sus respetos. Esto pareció agradar mucho al soberano, que le condujo a la cima de una montaña, donde se hallaba situada la casa de aquélla. La encontraron tejiendo esteras de palma.
Pigafetta observó que toda la casa estaba adornada con vasos de porcelana. Había, también, varios timbales en un rincón de la sala principal.
Esclavos de ambos sexos servían a la reina. Pigafetta, después de muchas reverencias y sonrisas amables, se despidió con gran cumplimiento para volver a la casa del rey, que le obsequió con cañas de azúcar.