Al atardecer, el vicentino regresó al navío tras informarse de que, además de animales de granja, como cerdos, cabras y gallinas, los nativos cultivaban arroz y jengibre. También le pareció entender que abundaba el oro. Al descender por el río hacia los buques, Pigafetta observó el macabro espectáculo de varios hombres colgados de un árbol y, al indagar por señas el motivo de su ajusticiamiento, le indicaron que eran malhechores.
Las dos naves siguieron navegando rumbo oeste-sudoeste hasta alcanzar otra isla, que los nativos llamaban Palaoán, donde los expedicionarios pudieron contemplar un espectáculo nuevo para ellos, la pelea de unos gallos bravísimos, que se acometían con rabia singular y un ciego coraje, mientras tanto, los espectadores apostaban entusiastas por el resultado de la pelea.
Al día siguiente, zarpó una vez más la expedición hasta encontrar otra isla a cincuenta leguas. Al ir a atracar se levantó una terrible tempestad que obligó a la tripulación a permanecer en continua alerta toda la noche. Ya de madrugada, el fuego de San Telmo apareció en los palos mayores, de trinquete y mesana mientras la tormenta retumbaba cada vez más lejana.
Poco después de la salida del sol, una piragua se acercó a las naos. Era larga y estilizada y un finísimo pabellón blanco y azul flotaba en la popa rizándose ligeramente al viento. El tope del asta ostentaba los bellísimos colores de la cola de un pavo real. Detrás de esta embarcación venían otras dos menos lujosas, pero en las que varios músicos tocaban alegremente sus cornamusas, timbales y tambores.
Ocho ancianos subieron trabajosamente abordo de la
Trinidad
. Carballo ordenó extender uno de los tapices de Magallanes sobre la popa del barco. Los recién llegados ofrecieron a los expedicionarios un cuenco de madera cubierto por un amarillo cendal de seda lleno de raíces de araca y betel y adornado con flores de azahar y jazmín. Daba la impresión de que todos los nativos del archipiélago eran aficionados a mascar estas raíces. Consigo traían también dos jaulas llenas de gallinas, dos cabras, tres ánforas de vino de arroz y cañas de azúcar. Al ir a retirarse, los nativos abrazaron a los que tenían a su lado y desaparecieron en la lejanía tras indicar por señas que volverían. Pasaron, sin embargo, seis días, con la correspondiente inquietud de los expedicionarios, sin que nadie apareciera.
Por fin, vieron gozosos que tres piraguas se aproximaban con sus músicos. Las pequeñas embarcaciones dieron la vuelta en torno de las naos mientras sus tripulantes agitaban alegre mente las manos. Carballo dio orden de disparar una salva de bombardas en su honor. Los regalos esta vez consistían en diversos platos de arroz hechos con huevo y miel. Por medio de gestos, los visitantes les dieron a entender clarísimamente que podían hacer en la isla provisión de leña y agua, así como traficar cuanto quisieran. Esto obligaba a una reprocidad en los regalos. Tras una minuciosa búsqueda, Carballo les entregó para el rey una túnica a la turca de terciopelo verde, cinco brazas de paño rojo, un gorro, una silla tapizada en terciopelo, una taza de vidrio dorado y otra de vidrio con tapadera, un tintero dorado y tres cuadernos de papel. Para la reina eligió un par de zapatos plateados, tres brazas de paño amarillo, una taza de vidrio dorado y una caja llena de alfileres. Tras el intercambio de regalos, siete hombres decidieron desembarcar para ir a saludar al rey; entre ellos Juan Sebastián Elcano, además, por supuesto, de Pigafetta.
Cuando las canoas llegaron a la playa, ante el asombro de los siete hombres, nadie hizo el menor intento de saltar a la playa. Aquello no dejaba de ser extraño. Transcurrió un largo rato sin que persona alguna apareciera. Cuando ya iban transcurridas dos horas, la situación se hizo inaguantable, los españoles se miraban de reojo temiendo una traición.
—¿Qué hacemos, Juan Sebastián? —El viejo Bustamante, que había decidido unirse al grupo a última hora, miró interrogativamente al guipuzcoano.
—Esperar —replicó éste—. Me imagino que estamos esperando a algún personaje importante. Si quisieran atacarnos, no nos harían esperar aquí en la playa.
El tiempo dio la razón al de Guetaria. Habían estado dos horas esperando a... unos elefantes. Boquiabiertos por el asombro, los españoles contemplaron cómo los dos corpulentos animales llegaban al agua para conducirlos sobre sus lomos. Los paquidermos iban lujosamente cubiertos de finísima seda y sobre ellos venían varios hombres que portaban vasos de porcelana y bandejas de plata y oro.
Los siete hombres se miraron con asombro y, entre risitas que disimulaban su recelo, subieron trabajosamente sobre los enormes animales.
Éstos, precedidos de los criados que portaban los regalos, se pusieron lentamente en marcha.
Todavía no se habían repuesto de su asombro cuando llegaron a la casa del gobernador, quien les recibió con la más exquisita y reverenciosa cortesía al pie de una escalinata de mármol blanco. Ante los atónitos ojos de los viajeros se levantaba una lujosísima mansión de grandes proporciones, con un extensísimo jardín que era un estallido de color. Flores exóticas de gran belleza y colorido crecían exuberantes a ambos lados de unos senderos de grava roja bien cuidados.
Al subir la escalinata los marinos se encontraron con una amplia terraza que daba entrada a un enorme salón. Una bóveda de un blanco inmaculado estaba sostenida por cuatro columnas de mármol rojizo veteado. Lienzos de la más fina seda pintados con temas de caza colgaban de las paredes, dando al conjunto un aire majestuoso. En el centro de la estancia el anfitrión había ordenado preparar unas mesas que una docena de criados se afanaban de llenar de viandas. Platos de la más fina porcelana china estaban arropados por tenedores y cuchillos de oro; el mismo metal que las altas copas en que se servían los vinos.
—Esto es como vivir un cuento de hadas —murmuró Bustamante—, tendré que pellizcarme para ver si estoy despierto.
—Sí, ciertamente, esta gente disfruta de ciertos lujos —admitió Elcano con ironía.
Comparando semejante derroche de lujo con las privaciones que los expedicionarios habían tenido que pasar, aquello no tenía nada de real. Los marinos miraban a su alrededor con ojos de asombro. Nunca habían visto un lujo semejante, ni siquiera en la corte de Portugal se imaginaban que hubiera tales exhibiciones de riquezas.
Los platos que sacaron a continuación no hicieron nada por desmerecer la opinión de opulencia que el gobernador estaba dando a sus invitados. Faisanes asados servidos en grandes fuentes de porcelana y adornados de todas sus plumas, lechones crujientes tostados en su jugo, cabritos al horno con verduras y rodajas de piña, arroz cocido de media docena de maneras y acompañado de nueces, almendras y avellanas, enormes sábalos recién pescados y hechos lentamente con aceite de coco. Y, para postre, platos de pastelillos calientes de miel, almendra y leche, tortitas de harina de arroz, huevo y dátiles, rodajas de piña, coco y otros muchos frutos exóticos desconocidos para los europeos. Todo ello rociado con varios tipos de vino extraídos de la palmera y de diversos cereales.
Después de tan suntuosa y opípara cena, los siete delegados fueron llevados a sus habitaciones. El asombro de Juan Sebastián Elcano dio paso al estupor al encontrarse con un lecho cuyo colchón de seda estaba relleno de algodón. Las sábanas de fina tela de Cambaya eran una caricia para la curtida piel de un navegante. Antes de que pudiera salir de su asombro, varios esclavos entraron en la habitación llevando unos cubos de agua caliente que vertieron en una pequeña bañera al fondo de la alcoba.
Dos esclavas entraron a continuación portando una especie de bata o albornoz; iban vestidas con una especie de sari de seda. Con amplias sonrisas le invitaron a despojarse de sus vestiduras e introducirse en un baño caliente.
—Me temo que no estoy muy acostumbrado a que me desnuden las mujeres
—masculló un tanto enervado el navegante, sin parar mientes en el hecho de que no le entendieran una palabra—, si al menos... —dejó de hablar cuando entre las dos le quitaron la última prenda que le quedaba encima y se vio tal como había venido al mundo.
Se introdujo precipitadamente en la bañera, encogiéndose dentro del agua espumosa.
Entre risitas, las dos jovencísimas esclavas se despojaron de la parte superior de su atuendo y le indicaron por señas que se relajara. Una le enjabonó la cabeza mientras otra le masajeaba las piernas. Elcano, con un suspiro, cerró los ojos, y, siguiendo el consejo de las jóvenes, se relajó en el agua caliente. «Si me viera mi madre —pensó esbozando una ligera sonrisa de culpabilidad— creo que no lo aprobaría. Y en cuanto a mi hermano el cura...»
Cuando hubo terminado el baño, una de ellas le puso la bata con la que le ayudó a secarse, mientras la otra se introducía entre las sábanas de Cambaya con una sonrisa invitadora.
«No, definitivamente, mi hermano Domingo no aprobaría estas lascivas costumbres», dijo Elcano para sus adentros mientras abría las sábanas y se introducía al lado de la nativa con un suspiro.
JOAN LÓPEZ CARBALLO
Al mediodía del día siguiente, montados en los mismos elefantes y precedidos de los portadores de regalos, los siete navegantes se dirigieron al palacio real.
Atravesaron calles guardadas por hombres armados con lanzas, espadas y mazas, que les rendían honores de embajadores extraordinarios.
La comitiva echó pie a tierra al llegar al patio del palacio y, tras subir una gran escalinata de mármol acompañados del gobernador y algunos oficiales, entraron en un grandioso salón, con grandes columnas de mármol blanco adornados con candelabros de oro y plata, lleno de cortesanos.
Atravesando el recinto, los siete navegantes fueron conducidos a otra sala, que aunque era algo más pequeña, estaba adornada más ricamente todavía.
Grandes tapices suntuosos y riquísimos colgantes de seda natural y bellos colores centelleaban con vistosidad. Dos enormes cortinas de pesado brocado tamizaban la centelleante luz del sol, haciendo que el lugar pareciera más bien un sueño, sobre todo para gente que hacía ya dos años que llevaba una vida espartana.
Alrededor de esta sala, a cada dos pasos, montaban guardia doscientos hombres armados de finísimos puñales de empuñadura de oro, y al fondo de esta segunda sala, otras pesadas cortinas de brocado ocultaban una gran puerta de riquísima madera repujada con oro. Al pasar junto a ella, los cortesanos se inclinaban con una reverencia profunda.
—Tendré que pellizcarme para comprobar si estoy despierto —murmuró en voz baja Bustamante, mirando atónito a los palatinos con sus faldellines, unos de paños de oro y otros de sedas preciosas. Todos llevaban al cinto puñales con vainas de oro en cuyas empuñaduras se incrustaban perlas y gemas preciosas de valor incalculable.
—Solamente con las sortijas que uno de estos tipos lleva en los dedos se podría comprar un palacio en España —masculló Elcano admirado.
Pigafetta, que iba más retrasado contemplando absorto lo que le rodeaba, no cesaba de murmurar para sí:
—
Mamma mia
. ¡Qué vida la de esta gente! ¡A esto se llama vivir a lo grande...!
El guía que les había conducido a través del palacio les advirtió que debían hacer tres reverencias al rey. No se trataba de una cortés genuflexión o un reverente doblar el espinazo, sino que debían tocar el suelo con la frente. Les previno por señas, al mismo tiempo, que estaba rigurosamente prohibido hablar a su majestad. Si deseaban exponerle algo debían decírselo a él, quien lo transmitiría a un cortesano de categoría superior y éste a su vez se lo notificaría al hermano del gobernador, el cual expondría sus pretensiones al soberano.
Apenas había terminado de hablar el hombre cuando se alzó la cortina de brocado que ocultaba la gran puerta. A la vista de todos los presentes apareció el rey sentado ante una mesa, mascando betel. Junto a él se sentaba un niño y detrás de su regia persona había varias mujeres. Los siete navegantes se quedaron boquiabiertos contemplando a un semidesnudo cuarentón, de una obesidad repugnante, rumiando unas hojas que le hacían babear.
—No es precisamente el tipo de rey que esperaba encontrar —musitó quedamente Bustamante, sin poder apartar la mirada de la ridícula figura.
Después de las reverencias de rigor y de la presentación de regalos, que el soberano acogió con un gesto de indiferencia, casi de aburrimiento, Pigafetta pasó a expresar, por medio de gestos y ademanes, la intención de los castellanos de aprovisionarse y traficar libremente con sus súbditos.
El mensaje fue transmitido siguiendo el largo y complicado protocolo de ir pasando de boca en boca hasta llegar a oídos del rey. Siguiendo el mismo recorrido, pero en sentido inverso, les fue comunicado a los expedicionarios que podían disponer libremente de sus mercancías y traficar con sus súbditos a su antojo. Poco después de esta grotesca representación cayeron las cortinas y se cerraron las ventanas, dando por terminada la audiencia.
Los siete hombres fueron conducidos nuevamente a los elefantes y acompañados con gran pompa a la casa del gobernador, donde les esperaba una comida pantagruélica. Una docena de servidores les presentaron grandes fuentes de fina porcelana con carne de diferentes animales, vaca, gallina, pavo, capón, cerdo, cordero y muchos otros irreconocibles para los navegantes. También abundaban los platos de pescado completamente desconocidos para los comensales, pero cuya carne, tuvieron que reconocer, estaba deliciosamente condimentada por expertos cocineros con gran cantidad de especias, como azafrán, clavo, canela y pimienta, algo que en Europa sólo estaba al alcance de los muy ricos.
Al día siguiente los expedicionarios tuvieron ocasión de visitar la ciudad, que, como anotó Pigafetta en su diario, estaba edificada en gran parte sobre un lago de la misma manera que Venecia, con la diferencia de que las casas construidas sobre pilotes eran de madera. El palacio, sin embargo, así como las grandes mansiones de los terratenientes, se levantaban sobre tierra firme, la mayoría en las colinas circundantes.
Dos piraguas llevaron a los hombres a sus naves, desde las que los navegantes contemplaron con envidia y nostalgia aquel suntuoso palacio que se divisaba en lo más alto de una colina.
Mientras los siete enviados informaban a Carballo de lo ocurrido en la ciudad, un corro de marineros escuchaba la relación con incredulidad primero, luego intrigados y por último presa de un auténtico pasmo. Aquello distaba muchísimo de ser un país de salvajes, como los habitantes de las islas que hablan encontrado hasta el momento. Aquél era un país de una civilización adelantadísima, en muchos puntos más que la europea. En ningún país europeo se podría encontrar aquella porcelana finísima, de una dureza excepcional y con unos tonos delicadísimos que variaban desde el verde azulado hasta el gris oscuro pasando por amarillo pálido y el verde esmeralda. Tampoco existía en Europa la fina seda, de la que estaban hechos los colgantes y adornos del palacio real.