Cuando el murmullo de aprobación se extinguió, Santiago Díaz prosiguió:
—En primer lugar, debemos elegir un nuevo jefe que sustituya a Carballo.
Después de larga discusión, se acordó que éste fuera Gonzalo Gómez de Espinosa, mientras que Juan Sebastián Elcano era nombrado capitán de la
Victoria
y encargado de todo la concerniente a la navegación. Entre ambos se tomarían las decisiones que se debieran seguir. Además, Elcano sería el tesorero de la expedición, gracias a su indiscutible honradez. El cargo de maestre de la
Victoria
recayó sobre Juan Bautista de Poncera. El contador de la armada sería Martín Méndez. Por la que a Carballo se refería, volvería a ser el piloto de la
Trinidad
.
Pigafetta siguió todo este proceso con un mutismo desacostumbrado. Era evidente que no comulgaba con los nuevos jefes. Para él, a falta de Magallanes, Carballo seguía siendo el jefe natural de la expedición y, en su fuero interno, no consideraba a Espinosa con hidalguía suficiente como para ser nombrado jefe de la expedición, y mucho menos a un provinciano como Juan Sebastián Elcano, que se había atrevido a amotinarse contra Magallanes y que debía haber sido ejecutado junto con sus jefes en San Julián.
LAS MOLUCAS
A pesar de llevar todo el velamen desplegado, las dos naves rasgaban las aguas tan lentamente que sus proas apenas levantaban unos pequeños rizos en un mar en calma. El ligero vientecillo que soplaba ofrecía más bien una caricia que verdadero impulso.
En el camarote del capitán, el mismo que ocupara el hidalgo Luis de Mendoza, Juan Sebastián Elcano se sentaba absorto ante los derroteros que su amigo Andrés San Martín había levantado con tanto trabajo y sacrificio. Él tenía que terminar lo que el alavés había comenzado. También debía escribir su versión de todos los sucesos acaecidos, tanto bajo el mando de Magallanes —cosa que no se habla atrevido a hacer hasta ese momento— como todo lo que ocurriera a partir de ahora. Además, toda transacción y gasto debía ser contabilizado. El, como nuevo tesorero, debería rendir cuentas a la Casa de la Contratación. Sus ojos se pasearon por toda la superficie del papel que todavía estaba en blanco. ¿Dónde irían las nuevas islas que descubrieran?, y, sobre todo, ¿dónde colocaría las Molucas?, ¡eso, claro, si llegaban a ellas!, ¿dónde estarían las islas de las especias? Nada había en los papeles de Magallanes que proporcionara un indicio de su posición. El navegante portugués se había llevado a la tumba su secreto, si es que verdaderamente lo conocía. Ahora le tocaba a él averiguar la localización de las islas paradisíacas, pero, ¿cómo? Se mesó la barba con preocupación. Si tuviera la suerte de dar con algún nativo que les guiara...
—¡Barco a la vista!
El grito del vigía le hizo volver a la realidad. Guardó rápidamente todos los mapas en un cofre, lo cerró con llave y salió a cubierta. El viento había arreciado y las dos naves avanzaban rápidamente. La
Trinidad
navegaba muy inclinada con el pescante de babor cubierto por la espuma y el costado de estribor sobresaliendo del agua de manera que se veían muchas de las nuevas costillas y planchas que acababan de poner. Delante iba la
Victoria
con la misma cantidad de velamen desplegado, y mantenía con tal exactitud su posición que parecía que las dos naos iban unidas por una barra invisible.
—¡Es un junco!
Efectivamente, no pasó mucho tiempo antes de que las grandes velas de corteza de árbol se perfilaran claramente en el horizonte. Parecía un barco de gran tamaño y era evidente que la presencia de las dos naves castellanas no parecía hacerles mucha gracia, pues habían desplegado todas las velas y trataban de huir cogiendo el viento de popa.
—¡Disparad una bombarda de aviso! —ordenó Elcano.
El cañonazo de advertencia retumbó inútilmente sobre la límpida superficie de unas aguas azules. Por el contrario, el disparo del cañón pareció dar alas a los fugitivos, que pusieron todos los medios a su alcance para no ser capturados por las naves españolas.
—¡Largad todo el trapo!
Juan de Acurio repitió las órdenes del capitán de la
Victoria
, y la más pequeña de las naos castellanas pronto dejó atrás a la capitana, reduciendo rápidamente distancias con respecto al junco fugitivo.
Otro bombardazo, esta vez con bala real junto a la proa, disuadió a los nativos de seguir adelante con su vano intento de huida. Su capitán ordenó arriar las velas y el junco quedó indefenso a merced de las olas.
Los castellanos se vieron gratamente sorprendidos cuando se encontraron que a bordo del junco iba el gobernador de una isla vecina con su hijo y un hermano, además del séquito correspondiente.
Elcano y Espinosa se reunieron en la
Trinidad
para deliberar.
—Podríamos pedir una fortuna por el rescate de esta gente —sugirió Espinosa, observando el junco a través de la ventana del camarote.
Elcano asintió pensativo.
—Indudablemente, conseguiríamos una buena cantidad de perlas y oro, pero lo que en este momento necesitamos son víveres. Creo que sería una buena idea dejar marchar al gobernador y retener sólo a su hijo y a algún otro individuo de alta categoría.
—Quizá tengas razón —convino Espinosa—. ¿Qué pedimos a cambio?
Elcano se sentó a la mesa y cogió una pluma y papel.
—Veamos —dijo—, ¿qué tal cuatrocientas medidas de arroz, veinte cerdos, otras tantas cabras, y ciento cincuenta gallinas, por ejemplo?
—Bueno, no es mucho, pero nos vendrá bien. Les daremos siete días para regresar con todo eso.
Antes de finalizar el plazo fijado, el junco empezó a dibujarse borrosamente en la lejanía. Elcano dio órdenes de largar velas y acortar distancias.
Pronto, los indígenas, con su increíble agilidad, trepaban por los costados y pisaban las cubiertas de las dos embarcaciones. Docenas de seras de palma empezaron a vaciarse y, ante la sorpresa de los castellanos, no sólo surgieron de ellas los productos pedidos, sino verdaderas montañas de bananas, cocos, cañas de azúcar y vasijas de vino de palmera. Evidentemente, el rajá había juzgado mezquina la petición y, generosamente, había triplicado lo pedido. Espinosa decidió que nadie les ganaba en prodigalidad y ordenó la libertad de los prisioneros, devolviéndoles las armas y añadiendo, en concepto de regalos, un estandarte para que el gobernador pudiera flamearlo orgulloso en sus expediciones guerreras, una túnica de paño verde, un manto de paño azul, quince brazas de tela, amén de otros presentes de menor importancia para todos los componentes de su séquito.
El gobernador, emocionado por los regalos, puso su dedo índice sobre la boca primero y la cabeza después, declarándose amigo y aliado de los castellanos.
Éstos, por su parte, con un crucifijo en la mano, juraron amistad y guardar paces con Tuan Maamud (así se llamaba el gobernador), su hijo y su hermano Guantil.
—Creo que es una buena oportunidad de deshacernos de las tres nativas —observó Elcano—, mujeres a bordo sólo pueden causarnos problemas.
—Sí, creo que será mejor que se las lleven. —respondió Espinosa.
Las dos proas siguieron cortando las aguas que se extendían plácidas, de un bellísimo verde azulado. En semejante bonanza y con vituallas abundantes, cundía el optimismo, renacía la alegría, los cánticos y las bromas de los grumetes volvían a romper la monotonía del lento navegar. Toda la dotación parecía mostrarse satisfecha, casi palpando ya el final del viaje.
Sólo una persona se mostraba inquieta y desasosegada, ahora que la responsabilidad del viaje había caído sobre sus espaldas. Elcano no paraba de dar vueltas en su cabeza a la idea obsesionante de llegar a las Molucas. Hasta ese momento, en el errático vagar de las dos naves en los últimos tiempos, habían pasado ante el cabo de las islas Palaoán y Borneo, habían cruzado, en un retroceso, ante la isla de Cagayan y el puerto de Chipit. Navegando al este cuarto sudeste habían visitado las islas de Joló y Basilán, donde, según Pigafetta, se encontraban las perlas más bellas del mundo. El reyezuelo de Joló se preciaba de poseer las dos perlas más grandes jamás descubiertas por el hombre.
Navegando rumbo oeste cuarto nordeste, costearon dos lugares habitados: Cavit y Subanin, así como una tercera isla cuyo extraño nombre, Monoripa, estaba a la altura de otra rareza: sus moradores no tenían casas, sino que vivían en sus barcas. Su alimento principal consistía en la pesca, que parecía abundar en aquel paraje. No tenían ninguna traba que les sujetara a tierra firme y según ellos, vivían una vida de entera libertad. Sin embargo, sin que sus habitantes se percataran de ello, su suelo ofrecía una de las riquezas por las que los navegantes habían recorrido medio mundo. Con un fondo de la más extraordinaria belleza, las islas brindaban pródigas una canela que en parte alguna podía hallar rival. Los isleños la ofrecían a los navegantes con una generosidad tal que por seis o siete libras se conformaban con un par de cuchillos o tijeras. ¡Siete libras que en Europa podrían alcanzar el precio de una mansión! Aquel lugar era, sin duda alguna, un descubrimiento maravilloso. Por la mente de todos cruzó la idea de cargar de canela las naves hasta los topes y emprender el regreso con una mercancía de valor incalculable. Ello supondría, desde luego, una expedición sin precedentes, en cuanto a rendimiento se refería. Para toda la dotación supondría una bolsa repleta de maravedíes...
Pero nadie contaba con el nuevo líder, el hombre que hasta ese momento había permanecido en la sombra. El capitán de la
Victoria
los reunió a todos una mañana, y aquél cuyo hablar era corrientemente reposado y silencioso estalló en una rabiosa indignación, traducida en un verdadero torrente de palabras que se atropellaban confusamente al salir de su boca en un barbullar colérico e indignado. Entre los vocablos que se entremezclaban y se atropellaban al salir se escuchaba un rotundo y repetido «no». Cuando, por fin, Elcano consiguió controlar sus emociones, siguió hablando con tono más reposado:
—Ni toda la canela, ni todas las especias, ni todo el oro del mundo nos harán desistir, mientras yo viva, de encontrar las islas Molucas y ofrecérselas a la Corona de Castilla. ¡Quien se oponga a ello puede dar su vida por perdida!
El marino de Guetaria, ya calmado, paseó su mirada por la dotación.
—Hemos descubierto algo que tiene mucho más valor que toda la mercancía que podamos transportar; algo que vale mucho más que nuestras vidas. Hemos descubierto un archipiélago de enormes proporciones, un territorio desconocido de un tamaño que quizás iguale al descubierto por Colón.
»También hemos descubierto un paso entre los dos grandes océanos, abriendo una nueva ruta a las Indias. Castilla será mucho más grande a partir de hoy. Docenas de naves se construirán para explorar estas tierras, miles de marineros las tripularán, cientos de sacerdotes vendrán a evangelizar a estas gentes, tal como lo están haciendo en el Nuevo Mundo. Nuestros nombres pasarán a la inmortalidad como lo han hecho los de Juan de la Cosa y los hermanos Pinzón, que acompañaron a Colón en lo que muchos calificaron como una locura.
»Magallanes prometió al rey Carlos poner a sus pies las islas Molucas, con sus enormes riquezas. Nosotros, no solamente cumpliremos esa promesa, sino que pondremos a los pies de la Corona de Castilla todo un mundo desconocido hasta ahora, un mundo de riquísimas tierras y bellísimos paisajes, un mundo dispuesto a acoger y abrazar nuestra fe y la de nuestros mayores.
»¡Es nuestro deber encontrar las Molucas y lo haremos pese a quien pese!
Ante aquella enérgica perorata, la codicia calló, el egoísmo se aquietó y el entusiasmo se reavivó hasta una altura que no había tenido en toda la expedición.
Después de cargar en las naves toda la canela que los indígenas tenían almacenada, las dos naves se hicieron nuevamente a la mar. Mientras las islas iban alejándose de las embarcaciones, Bustamante observaba desde la popa de la
Victoria
los árboles que podían haberles hecho ricos a todos.
—
Laurus Cinnamomum
—dijo quedamente más para sí que para el capitán de la nave—,
Cainmana
para los nativos.
Cain
significa 'madera', y
mana
significa 'dulce'. Es decir, para ellos éste es el árbol de la madera dulce; para nosotros podía haber sido el árbol de la riqueza. «Pero creo que tienes razón, hijo —añadió mirando al guipuzcoano—, no es oro todo lo que reluce en este mundo.
Creo que has estado muy acertado en tu discurso. Es más, creo que les has enseñado a todos unos dientes que tenías bien escondidos. A partir de ahora no creo que tengas problemas de indisciplina. Y en cuanto a nuestro deber como representantes de Castilla..., bueno, creo que todos sabemos ahora que nuestro deber está por encima de nuestras ambiciones... ¡Sí, señor!, ¡encontraremos las Molucas!
Elcano se volvió hacia su viejo amigo con una tenue sonrisa en los labios.
—Esperemos que así sea, Bustamante. Esperemos que así sea.
—¿Tienes alguna idea de dónde pueden estar?
Elcano negó con la cabeza lentamente.
—Es cuestión de seguir preguntando a los nativos. Alguno habrá en algún sitio que haya oído hablar de ellas y nos pueda guiar o indicar el camino.
Un tranquilo navegar al nordeste llevó a las dos naves a la vista de una isla de gran tamaño. Según se acercaban, Elcano ordenó a todos que ocuparan sus puestos de combate y tuvieran preparados los cañones. En ese momento, apareció a la vista una gran embarcación tripulada por dieciocho hombres que, asustados por las naos castellanas, trataron de huir. Pero Elcano necesitaba información, tanto sobre las Molucas como sobre la isla en la que se distinguía una ciudad que se divisaba a lo lejos.
—¡Largad todo el trapo! —ordenó—. Quiero interrogar a esos hombres.
Sin embargo, los tripulantes de la embarcación no estaban dispuestos a dejarse coger prisioneros, pensando, sin duda, que iban a convertirlos en esclavos.
Los dieciocho hombres defendieron bravamente su libertad, entablándose un duro combate en el que murieron siete hombres. Los demás, por fin, se rindieron, y fueron interrogados más con mímica que con palabras, pero ello fue suficiente para averiguar que la ciudad se llamaba Maingdanso o Mindanao, y que ellos eran altos jefes de la ciudad, uno de ellos parecía indicar que era hermano del rey. Prosiguieron las indagaciones con muchísima dificultad, y por fin, consiguieron averiguar por boca del hermano del rey, que las islas Molucas estaban situadas al sudeste, a unas treinta millas de la isla de Cavit.