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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (46 page)

BOOK: Los navegantes
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Las jóvenes nativas les habían prodigado sus atenciones de tal manera que seis marineros decidieron quedarse en las islas.

El día 18 de diciembre de 1521 amaneció espléndido, como no podía ser menos. Un cielo completamente azul enmarcaba un sol radiante que ya comenzaba a asomar por el este. Nadie a bordo había podido dormir durante la noche. Mucho antes de la marea, se estaban ya ultimando los preparativos. Un nerviosismo mal controlado hacía que todo el mundo se moviera más deprisa de lo habitual, incluso en las tareas de rutina.

—¡Largad las velas! ¡Levad anclas!

Ésa era la orden que tan ansiosamente habían estado esperando durante todo el viaje. La orden que les encaminaba rumbo a casa después de haber cumplido su cometido.

La
Victoria
fue la primera en zarpar, dirigiéndose hacia aguas tranquilas y reposadas como una inmensa lámina azul. Docenas de piraguas engalanadas acompañaban a las dos naves en su despedida. En tres de ellas iban los reyes de Tidor, Bachián y Gilolo, agitando las manos en señal de amistad eterna, y en sus botes los hijos del rey de Ternate, que habían ido a espiar a favor de sus amigos los portugueses más que para desearles un buen viaje. En la playa, cientos de nativos se agolpaban para despedir a los expedicionarios. Entre ellos se veían seis cuerpos que destacaban de los demás por su color pálido. Sería difícil decir qué anidaba en el corazón de aquellos hombres que nunca más volverían a pisar su patria.

La
Trinidad
inició la salida con una cierta torpeza, como si le costara despedirse de la isla paradisíaca. Elcano, conocedor del comportamiento de las embarcaciones, frunció el ceño con preocupación, pues no era normal que le costara tanto a la nave recuperar su posición, parecía como si estuviera postrada, cansada o...

—¡Una vía de agua! ¡Hay una vía de agua en la bodega!

Elcano asintió. ¡No podía ser otra cosa! ¡La
Trinidad
tenía la sentina anegada de agua! Una increíble desilusión se apoderó de los tripulantes. Había que volver a puerto.

—¡Arriad las velas! ¡Timonel, vira ciento ochenta grados!

En cuanto anclaron las dos naves, Elcano saltó a cubierta de la
Trinidad
, donde Espinosa le recibió con preocupación.

—Parece ser que hay una gran vía de agua en la sentina. Hay medio metro de agua. He mandado que empiecen a achicar con las bombas.

—Vamos a echar un vistazo.

Los dos capitanes bajaron a la bodega con una linterna. Aunque el agua no llegaba todavía a los barriles de aprovisionamiento, se adivinaba por el ruido que la sentina se hallaba inundada.

—Se oye como si el agua entrara a presión —exclamó Espinosa.

—Sí —asintió Elcano preocupado—, habrá que varar la nave y descargar gran parte de la mercancía.

Durante todo el día la tripulación se dedicó a descargar las especias, pero, a pesar de acostar a la nave de babor, el agua seguía entrando con gran fuerza sin que se pudiera encontrar la vía. Una profunda consternación invadió a toda la dotación. A la euforia y al entusiasmo de la partida les había sustituido un agotamiento completo de la moral de los expedicionarios.

Almanzor acudió solícito en ayuda de los castellanos ordenando que se sumergieran los mejores buzos de la isla, que durante todo el día trabajaron sin descanso y resistiendo un gran tiempo debajo de las aguas. Pero todo fue infructuoso, la vía no aparecía. Además, a pesar del constante achicar, el agua no disminuía. El rey de Tidor envió a por otros tres buzos que eran los más hábiles de todo el Moluco. Sin embargo, tampoco ellos consiguieron encontrar nada. El principio de resignación se fue convirtiendo en desesperación.

Esa noche Elcano se reunió con Espinosa.

—Hay que descargar la embarcación por completo y sacarla a la playa.

Habrá que cambiar todas las cuadernas de estribor, es un trabajo que puede durar meses.

Espinosa guardó silencio visiblemente consternado.

—¡Dios! ¡No puede ser tan mala suerte! ¿Qué podemos hacer?

—Los vientos que soplan del este y que nos favorecerían la navegación cambiarán dentro de dos o tres meses para soplar de poniente.

—Lo cual quiere decir que no podremos zarpar hasta dentro de muchos meses.

—Sólo veo una solución —dijo Elcano pausadamente.

—¿Cuál?

—Separarnos. La
Victoria
puede zarpar ahora, aprovechando los vientos favorables, y vosotros, cuando esté la nave reparada y los vientos hayan cambiado, partid hacia el Yucatán. Aquello, al menos, pertenece a la Corona española.

Espinosa se quedó callado un rato.

—No es mala solución para la
Trinidad
, pero no veo claro el viaje de la
Victoria
. ¿Te das cuenta de que quieres recorrer medio mundo con una pequeña nave sola, sobrecargada y con una pequeñísima tripulación? Difícil iba a ser yendo las dos naves juntas, conque para una nave sola es una tarea casi imposible.

Elcano se encogió de hombros.

—Las naves portuguesas llevan años cruzando estos mares, y las hay de todos los tamaños.

—Sí, pero van siempre en grupo y avituallándose en bases portuguesas. Tú, precisamente, tienes que evitar esas bases. Si los portugueses descubren vuestra presencia os harán prisioneros y se apoderarán del barco y su cargamento.

—Lo sé.

—¿Seguirías la misma ruta que habíamos planeado?

—Sí, rumbo al Cabo de las Tormentas. Dando la vuelta a África.

Espinosa asintió.

—Ya..., bueno, si estás decidido a partir solo, te aconsejo que pidas a Almanzor que te proporcione algunos pilotos hasta salir de las islas. Creo que puedes ganar tiempo y evitar riesgos.

—Sí, es una buena idea.

La idea de la separación fue acogida con poco entusiasmo por parte de la dotación; sin embargo, había muchos que estaban deseando partir rumbo a la patria.

Almanzor, por su parte, prometió proporcionar los hombres que hicieran falta para talar árboles y ayudar en trabajos de carpintería a los que se quedaran.

Juró que serían tratados como sus propios hijos. A los que partían les proporcionó pilotos para que salieran de las islas sin dificultad.

Cincuenta y tres hombres fueron los que se quedaron en la isla contando con los seis que se quedaban a vivir, mientras que cuarenta y siete partían con la
Victoria
, a los que había que añadir trece indígenas que quisieron acompañar a los españoles a España.

Un día completo se dedicó a las despedidas y a escribir cartas que la
Victoria
se encargaría de llevar a sus familias.

Era mediodía. Un sol de fuego que dejaba caer unos rayos abrasadores enmarcaba la emocionantísma despedida. Se volvían a repetir los abrazos de días pasados. La diferencia estribaba en que ahora era sólo una la nave que zarpaba, y entre los que la despedían había cincuenta y tres castellanos.

De nuevo se oyó la voz, más enérgica y tajante que nunca, del guipuzcoano:

—¡Largad velas! ¡Levad anclas!

Con un golpe sordo, cayó el velamen con la cruz de Santiago hinchándose al recoger la brisa que soplaba del este.

Pocos de los que zarpaban en aquella nave, pequeña y de madera carcomida tras dos años de navegación, se daban cuenta de que la gesta que iban a realizar no había tenido parangón en la humanidad. El tronar de todos los cañones de las dos naves fue el postrer adiós que se dedicaron aquellos hombres que habían compartido dos años de su vida surcando mares desconocidos.

Avanzó tímidamente la
Victoria
como si titubeara ante la idea de abandonar aquella isla acogedora y paradisíaca. A su popa seguían su estela un sinfín de embarcaciones, entre ellas la chalupa de la
Trinidad
llena hasta rebosar de marineros que no cesaban en sus adioses, sin dejar de agitar toda clase de prendas. Por fin, el avanzar de la nave se hizo más decidido y pronto se fue distanciando de las pequeñas embarcaciones hasta convertirse en una silueta; luego, en un punto, y por fin, sólo en un grato recuerdo.

Tal como les había prometido Almanzor, en la isla de Mare les esperaban cuatro embarcaciones llenas de leña, que rápidamente instalaron en las bodegas.

La zona estaba verdaderamente atestada de islotes y arrecifes, por lo que Elcano se alegró de haber cogido pilotos moluquenses. Para evitar accidentes, éstos le aconsejaron navegar sólo de día. Ante sus ojos fueron desfilando las pequeñas islas de Laigoma, Giogi, Sico, Cafi y Cayaoán, algunos de cuyos habitantes eran pigmeos de un metro y medio de estatura y estaban sometidos al rey de Tidor.

Más adelante, pasaron por Tolimán, Titameti, Bachián, Latalata, Mata, Jaboli y Batutiga. Al anochecer fondearon en la isla de Sulach, que era peligrosísima por sus muchos bajos y corales. Según informaron los pilotos, los habitantes de esta isla eran antropófagos y andaban completamente desnudos. No muy lejos vieron otras isletas, cuyos habitantes también eran caníbales. Elcano anotó los nombres de Silán, Biga, Laitimor, Noselao, Atulabaón, Gonda, Manadán, Tenetum, Kayalruru y Baneya.

A diez leguas de Sulach anclaron en una isla mayor, que los pilotos llamaron Buru, en la que encontraron víveres en abundancia, entre ellos unos cerdos que se apresuraron a adquirir, pues, desde que Almanzor les había pedido que arrojaran al agua los que llevaban a bordo por considerarlos impuros, no habían probado la carne de ese delicioso animal. También encontraron en la isla cabras, gallinas, nueces de coco, cañas de azúcar, bananas y otros frutos desconocidos para ellos. Los isleños no tenían rey y su indumentaria era tan exigua como los de la isla de Sulach.

Elcano ordenó cargar todas las provisiones que buenamente podían meter a bordo consciente de que eran muchas las leguas que recorrer y muchas las bocas que alimentar. Por otra parte, serían contadísimos los lugares donde podrían abastecerse, pues tenían que evitar a toda costa la ruta de los portugueses.

Diez leguas al oeste de Buru, encontraron otra isla de mayor superficie lindando con la de Gilolo, llamada Ambón. Los pilotos les desaconsejaron saltar a tierra por ser los habitantes peligrosos caníbales.

Durante los días siguientes, la nave fue bordeando docenas de pequeños islotes, algunos de ellos prácticamente pequeños peñascos que apenas sobresalían de las aguas.

CAPÍTULO XXIII

EL CABO DE LAS TORMENTAS

Los primeros síntomas de la tempestad se presentaron por la tarde. Elcano miró preocupado las negras nubes que se iban reuniendo en un cielo que hasta escasos instantes antes había sido de un azul resplandeciente. El viento arreciaba por momentos.

Francisco Albo, antiguo contramaestre de la
Trinidad
, que ocupaba en la
Victoria
el cargo de piloto, miró a Elcano con semblante sombrío.

—Parece que vamos a tener tormenta.

El guipuzcoano apartó los ojos de las nubes tormentosas para fijarlos en el hombre que estaba a su lado. Albo era un hombre de unos cuarenta años, la mitad de los cuales los había pasado navegando. Así como Elcano, era hombre de pocas palabras, muy meticuloso en sus acciones y honrado en su proceder. En la mano tenía el astrolabio y el cuadrante solar, instrumentos con los que medía a diario la altura del sol para calcular su posición.

—Mucho me temo que sí. Estos mares son por naturaleza muy pacíficos, pero cuando se enfadan son verdaderamente temibles —dijo Elcano.

—Si pudiéramos encontrar una isla para ponernos a sotavento de la tormenta...

—Pregunta a los nativos. Alguna tiene que haber por aquí. Yo voy a dar las órdenes para preparar al barco para lo que nos viene encima.

Mientras Elcano daba órdenes a Juan de Acurio de cerrar las escotillas, arriar las velas y sujetar con cabos todos los objetos que pudieran moverse, el piloto intentaba averiguar la situación de la isla más próxima.

—Mallua —le dijo uno de los nativos—. Mallua —señaló unos grados al este de la proa del navío e indicó con gestos que podían estar allí al día siguiente.

Albo cambió de rumbo siguiendo las indicaciones del nativo.

La noche fue infernal. La tempestad se desencadenó con toda su furia a medianoche. El viento huracanado hacía volar la embarcación por encima de las aguas, mientras grandes olas espumosas formaban entre sí valles profundos de los que parecía imposible que la
Victoria
pudiera salir. Dos hombres luchaban denodadamente por mantener la caña del timón de forma que el barco tuviera el viento de popa. Si la nave recibía una ola de costado volcaría inexorablemente.

Todos los hombres de la dotación se hallaban en cubierta, atentos a las órdenes de su capitán. Fue una noche larga, interminable. Hubo un momento en el que más de un marinero creyó que había llegado su última hora.

—¡Madre Nuestra, protégenos!

El patético grito de terror de uno de los grumetes se oyó por encima del fragor de la tempestad. Casi inmediatamente, una docena de gargantas respondieron a la plegaria.

—¡Protégenos, Virgen bendita! ¡No nos desampares!

Una voz temblorosa y cargada de terror empezó a rezar el Avemaría.

—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores...

—¡Salva nuestras vidas, Madre nuestra! —imploró el joven grumete—.

¡Iremos descalzos a postrarnos a tus pies!

A los votos de los marineros sólo pareció responder el aullido del viento, que pasaba silbante entre jarcias y velamen.

Sin embargo, con las primeras luces del día se divisó la brumosa silueta de la isla de Mallua. Tras luchar como titanes contra el fortísimo viento y la gran fuerza de las corrientes, consiguieron echar el ancla en una bahía resguardada del huracán. Al atardecer, el viento amainó tan repentinamente como había comenzado.

Elcano se dirigió a Juan de Acurio.

—Deja una guardia durante la noche. Que tengan el cañón preparado. No quiero sorpresas de los nativos mientras dormimos. Mañana desembarcaremos.

Sin embargo, al día siguiente, los expedicionarios se encontraron con una sorpresa; la playa estaba llena de mujeres en actitud hostil con arcos en la mano y dispuestas a impedir el desembarco de los extranjeros.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Elcano contemplando atónito el espectáculo-. ¿Y ahora qué hacemos?

Hernando de Bustamante se apoyaba contra la borda de babor mirando regocijado a las mujeres.

—Tú eres el capitán —dijo con una sonrisa—. Se supone que tienes que dar alguna orden al respecto. O las barremos a cañonazos o pactamos con ellas. Yo te aconsejaría esto último, no hay mujer que se resista a un lacito para el pelo.

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