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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (81 page)

BOOK: Los navegantes
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Villalobos ordenó sembrar maíz en aquellos parajes, pero no obtuvo ningún resultado. Sin embargo, las noticias llevadas por los tripulantes de la
San Cristóbal
levantaron los ya muy deprimidos ánimos de aquella gente: hablaban de unas islas abundantes en alimentos, cuyos serviciales habitantes cambiaban sus productos con toda facilidad.

—Caballeros —exclamó Villalobos ante tales buenas noticias—, creo que deberíamos dar un nombre a este archipiélago, que, sin duda, pronto formará parte de los nuevos territorios de la Corona de Castilla.

—¿Por qué no les damos el nombre del príncipe heredero?

Villalobos contempló pensativo al hombre que había propuesto la idea, un joven hidalgo de Mérida.

—¿Las islas Felipe?

—Bueno, yo las llamaría las islas Felipinas o Filipinas.

Villalobos consideró que ya había llegado el momento de resumir sus impresiones y comunicar a Nueva España las noticias de la expedición. Esta trascendental misión le fue encomendada a la nao
San Juan
, que zarpó el día 4 de agosto al mando del capitán De la Torre.

La
San Juan
llegó sin novedad a la isla de Leyte, donde consiguió víveres en abundancia, antes de seguir su ruta en dirección a las islas de los Ladrones.

Un volcán en erupción de una de las islas de este archipiélago ofreció a los expedicionarios un espectáculo sobrecogedor. Durante la noche, una lengua de fuego, vomitada a gran altura, iluminaba las islas de una siniestra manera. Ante la boca del averno, como alguno bautizó al volcán, la marinería se santiguaba supersticiosa.

—Es una señal que nos envía Satanás. El viaje no llegará a buen término.

Los malos agüeros de los supersticiosos marinos se cumplieron el 18 de octubre, cuando los pilotos, a la altura de 30 grados, calculaban setecientas cincuenta las leguas recorridas.

Un violentísimo temporal con vientos contrarios rompió dos de los tres mástiles, obligando a los expedicionarios a desistir de la empresa. La
San Juan
viró en redondo. El huracán empujó a la embarcación con tal violencia que en sólo trece días desanduvo la distancia recorrida anteriormente.

La
San Juan
aproó desde Leyte a Mindanao con intención de reunirse otra vez con Villalobos, y llegó a Sarangani, la pequeña isla en el extremo sur de Mindano, en el mismo momento en que la Armada acababa de abandonarla. El mismo huracán que había desarbolado a la
San Juan
había dispersado y medio deshecho la escuadra. Villalobos, abrumado por una desesperanza mortal, se veía incapaz de proveer a su gente. Tomó, por fin, la decisión de refugiarse en Tidor con los restos de su expedición a pesar de la severa prohibición de las instrucciones de tocar en ellas.

La llegada a esta isla procuró a Villalobos un conflicto difícil con los portugueses, que le supusieron intenciones agresivas. El capitán general de la destrozada escuadra y don Jorge de Castro, gobernador portugués de las islas Molucas, se cruzaron con ese motivo una serie de largas notas. Por fortuna, el agustino Santisteban, uno de los cronistas de la expedición, se encargó de explicar los motivos del forzado arribo, con lo que se calmó un tanto la tensión.

De nuevo la nave
San Juan
fue designada para intentar una vez más la travesía hacia Nueva España.

El 16 de mayo de 1545 la nao partió de Tidor al mando de Íñigo Ortiz de Retes. Esta vez la ruta difería totalmente de la anterior. La
San Juan
navegó siguiendo sensiblemente la línea ecuatorial, con rumbo parecido al del segundo intento de la
Florida
de Saavedra. Las primeras islas avistadas por los navegantes fueron denominadas de Talao. Calmas y vientos contrarios les detuvieron allí ocho días.

Un mes más tarde, Retes llegó a una isla, que costeó durante algún tiempo pero sin lograr rodearla como era su propósito. Los habitantes eran negros. Retes denominó a aquellas tierras con el nombre de Nueva Guinea. Por fin, la
San Juan
ancló a la desembocadura de un río que bautizaron de San Agustín. Retes tomó posesión de Nueva Guinea en nombre de Castilla.

La
San Juan
avanzaba ahora entre un rosario de islas cercanas a la línea equinoccial, y en una de ellas los tripulantes de la nao castellana se vieron desagradablemente sorprendidos por el ataque imprevisto de los indígenas, que, tripulando veloces embarcaciones, atacaron a los castellanos con furor, disparando una nube de flechas que alcanzaron a un marinero. Los nativos no parecían hacer el menor caso de los disparos a boca jarro con que eran rechazados.

La mayoría de las islas estaban habitadas por gentes igualmente belicosas, pues los ataques se repitieron muchos días.

El 27 de agosto, cuando la
San Juan
llevaba recorridas trescientas sesenta leguas desde su salida de Tidor, los pilotos, secundados por la tripulación, trataron de inducir a Retes al regreso.

—En tres meses hemos recorrido una tercera parte de la distancia que nos separa de Nueva España. Eso quiere decir que necesitamos otros seis meses más para llegar. Y eso, si todo va bien.

Retes intentó persuadirles con ardorosos razonamientos.

—La escuadra entera está pendiente de nosotros. La misión que se nos ha encomendado es de vital importancia no sólo para el éxito de esta expedición, sino para el futuro de las islas Filipinas. Si no hay una ruta de regreso a Nueva España es evidente que no habrá expediciones a estas islas.

Uno de los pilotos, Hernando de La Coruña, negó con la cabeza.

—Hay que reconocer que esta ruta no es factible. Los vientos son contrarios todo el año. No sirve de nada insistir.

—Con ésta son ya seis las tentativas que se han hecho para encontrar una ruta de vuelta —exclamó otro de los pilotos— y todas han fracasado.

El maestre, Pedro de Olivar, era también de la misma opinión.

—No podemos seguir así. Será mucho mejor volver a reunirnos con la escuadra. Podemos intentar la vuelta a Castilla por el Cabo de las Tormentas.

Después de mucho discutir, el capitán Retes claudicó ante la decidida intención de regresar manifestada tanto por los oficiales como por los marineros.

Por segunda vez, la
San Juan
viró en redondo. El 3 de octubre de 1545 la nao alcanzaba la isla de Tidor.

El regreso de la
San Juan
suscitó una gran controversia entre los miembros de la expedición. Villalobos, aunque buen marino, no era el hombre de acción que se necesitaba para una expedición tan dificultosa. El capitán general de la Armada era un hombre acabado, tanto física como moralmente.

Varios de los capitanes le propusieron volver a intentar la travesía. Sin embargo, Villalobos rechazó todas y cada una de las propuestas.

—Es inútil, caballeros. Esta expedición ha acabado en un completo fracaso.

No se puede volver a Nueva España por esta ruta. Son seis ya los intentos fracasados. No puedo arriesgar más hombres en un viaje que es completamente imposible. Volveremos a Castilla por la ruta de los portugueses.

El capitán Ernesto de Quesada levantó los brazos indignado.

—¿Pero os dais cuenta de lo que decís?, si volvemos por la ruta de los portugueses será abordo de navíos lusos. De ninguna manera aceptarán que lo hagamos en nuestras propias naves.

López de Villalobos inclinó la cabeza vencido.

—He llegado a un compromiso con el virrey portugués de las Indias. Las naves se venderán a comerciantes portugueses, quienes efectuarán sus pagos a la Corona de Castilla.

—¡Es un compromiso indigno de un representante de la Corona!

—¡Estáis malversando los fondos de la Corona!

—¡Intentémoslo una tercera vez!, ¡Y una cuarta si es necesario!

—¡Zarpemos todos hacia Nueva España siguiendo cada uno una ruta diferente!

Villalobos negó con la cabeza.

—Ya hemos perdido demasiados hombres. La vuelta a Nueva España no es posible. Volveremos en navíos portugueses y daremos cuenta al rey de nuestro fracaso.

Era evidente que la pesadumbre producida por el desastre de su armada, aunada a los padecimientos, había herido de muerte al capitán general de la escuadra. Ruy López de Villalobos no alcanzó su patria. Falleció en Amboina, casi a la misma iniciación del viaje de regreso. En su agonía fue asistido por un franciscano navarro que iba de camino al extremo oriente, Francisco Javier.

CAPÍTULO XXXIX

URDANETA AGUSTINO

Don Antonio de Mendoza leyó y releyó por enésima vez la carta que le había entregado el licenciado Pedro de la Gasca. Llevaba los sellos lacrados inequívocos del emperador Carlos I de España.

—¿Sabéis lo que dice? —preguntó levantando la cabeza y dirigiéndose al enviado del rey.

Pedro de la Gasca era un hombre alto, de aspecto frágil, pero en su mirada fría y desapasionada se adivinaba que la fragilidad era sólo aparente.

—Lo sé.

—Su majestad me ordena que os facilite una armada.

—Exactamente. Una armada para poner orden en Perú.

Mendoza estaba al corriente de lo que pasaba en Lima: a raíz del asesinato de Francisco Pizarro en las calles de la capital inca, los disturbios habían ido in crescendo hasta culminar con la insurrección de Gonzalo Pizarro contra el virrey Núñez de Vela. Muerto el virrey, el hermano menor de Francisco Pizarro llegó a permitir que reinara el desorden por doquier y, a este efecto, había disuelto la audiencia, dispersado a sus oidores y cometido las más horripilantes tropelías.

—Harán falta dos meses como mínimo para preparar una expedición semejante —murmuró quedamente.

—Pues sugiero que hoy es tan buen día como cualquier otro para empezar

—sugirió el embajador desapasionadamente.

Mendoza se quedó mirando por un momento el rostro inexpresivo de su interlocutor y por fin asintió.

—Claro. Daré las órdenes oportunas ahora mismo.

Preparar una expedición de tamaña envergadura no era tarea fácil, pero Antonio de Mendoza era un hombre decidido y enérgico. Además, el licenciado Pedro de la Gasca quería conocer el más mínimo detalle de cómo iban los preparativos.

—¿Cuántos hombres habéis reunido ya, excelencia?

Mendoza miró fríamente al enviado de su majestad. Pedro de la Gasca no era un hombre que le cayera precisamente simpático; sin embargo, era el enviado especial del emperador, y eso era más que suficiente para que tratara de ser cortés con él.

—Cerca de seiscientos.

—¿Soldados con experiencia?

—Casi todos. La mayoría ha combatido contra los indios.

De la Gasca sacudió la cabeza dubitativo.

—No serán indios a los que tendrán que enfrentarse ahora, sino a los hombres de Gonzalo Pizarro.

Mendoza se acarició la perilla.

—Lo sé. He ordenado que se les adiestre en el manejo de toda clase de armas. Además, irán provistos de las mejores armaduras recién llegadas de Castilla.

—Bien. ¿Y qué hay del comandante del ejército? ¿Habéis pensado quién irá al frente de estos hombres?

Mendoza respiró hondo y cerró los ojos por un instante.

—Enviaré a mi propio hijo al mando de la expedición. Como maese de campo he nombrado a un destacado capitán de Hernán Cortés: Cristóbal de Oñate.

—Bien —dijo complacido Pedro de la Gasca—. ¿Y a quién designaréis como almirante de la flota?

El virrey se permitió media sonrisa antes de contestar. Éste era un as que tenía guardado en la manga.

—Como Almirante irá uno de los mejores cosmógrafos y navegantes con que cuenta Castilla en este momento: Andrés de Urdaneta.

El embajador plenipotenciario frunció el ceño, como si intentara recordar.

—¿Un joven guipuzcoano que puso en jaque a los portugueses en las Molucas durante varios años?

Mendoza amplió su sonrisa.

—El mismo. Aunque ya dejó de ser joven hace mucho tiempo.

—No sabía que estuviera en Nueva España.

—Vino hace algunos años de la mano de Pedro de Alvarado. Cuando éste murió, Urdaneta se hizo cargo de sus hombres y siguió luchando contra los chichimecas hasta conseguir aplastar la sublevación.

—¡Un hombre interesante! —murmuró De la Gasca.

—¡Lo es! —exclamó Mendoza—. Es una persona de gran inteligencia y de privilegiada memoria. Se cuenta que durante los ocho años que pasó en las Molucas dibujó infinidad de derroteros de las islas. Pues bien, al llegar a Lisboa le fueron confiscados todos estos mapas.

—¡Una gran pérdida! —exclamó De la Gasca.

Mendoza movió la cabeza exhibiendo dientes amarillentos.

—Pues no lo fue tanto. Cuando el Consejo de las Indias le pidió que dibujara y escribiera todo lo que recordara, anotó tantas y tan precisas cosas, que estuvo días enteros rellenando papeles con todos los datos exactos tal como lo había hecho en su día.

—¡Debéis presentarme a tan ilustre personaje!

A mediados de marzo de 1547, la expedición estaba ya prácticamente preparada.

Más de seiscientos hombres, entre los que iba la flor y nata de la nobleza de Nueva España, tripulaban la flota. Había también, curiosamente, un gran número de extranjeros, señaladamente alemanes, restos de los legendarios ejércitos imperiales.

Sin embargo, cuando la flota estaba a punto para hacerse a la vela, llegaron noticias del Perú anunciando la derrota de los rebeldes. Su jefe, Gonzalo Pizarro, había sido decapitado y Francisco de Carvajal, otro de los más comprometidos en la rebelión, fue descuartizado después de haber sido arrastrado por las calles.

Así pues, la Armada de Nueva España quedó sólo en preparativos y nombramientos. Con la consabida acción de gracias por la aceptación generosa de servir a la Corona, cada uno regresó a su casa.

Urdaneta se asomó a la baranda de su mansión. Desde lo alto de la colina donde se había hecho construir aquel suntuoso edificio de maderas nobles, se divisaba el poblado de Michoacán. La pequeña aldea que fundara Pedro de Alvarado se había convertido en una próspera y floreciente ciudad en la que habitaban más de diez mil indios y cien soldados castellanos. Muchos de ellos ya establecidos y casados con nativas indias. El guipuzcoano se alegraba por ellos.

Apoyado en una de las columnas que soportaban el peso del porche, Andrés de Urdaneta dejó vagar sus pensamientos por su pasado. No se arrepentía de nada de lo que había hecho; sin embargo, no se sentía satisfecho. Tenía dinero y poder, más de dos docenas de criados venían en cuanto les llamaba para satisfacer sus menores deseos, un centenar de soldados estaban a sus órdenes para mantener la ley y el orden en la región. ¿Qué más quería?

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