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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (85 page)

BOOK: Los navegantes
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Si la escuadra encontrase navíos que quisieran atacarla, Legazpi, mostrando señales de paz, intentaría evitarlo, sin dejar de apercibirse a la defensa.

Si ellos insistieran en sus intenciones, Legazpi procuraría la victoria, pero evitando el abordaje, pues podría tratarse de corsarios malayos y éstos eran muy mañosos peleando. No siendo piratas, los prisioneros serían tratados lo mejor posible y se les restituirían sus navíos y hacienda. Si los apresados fueran piratas, Legazpi podría hacer con ellos lo que quisiera.

Las Instrucciones encarecían a Legazpi el espíritu comercial en sus tratos con los indígenas. Todas las compras y cambios que se verificasen serían intervenidos por los oficiales de la Hacienda Real. Nadie podría, por lo tanto, negociar por cuenta propia. Los tripulantes que llevasen géneros para traficar con ellos quedaban autorizados solamente cuando los oficiales reales obtuvieran un producto de cincuenta mil pesos oro. Aun en este caso, los oficiales reales fiscalizarían el comercio de los tripulantes. Si las mercancías abundasen de tal manera que agotaran todos los rescates, el comercio de los tripulantes quedaba entonces autorizado, pero siempre por mano de los oficiales reales. Los comerciantes que enviaren en la armada mercancías para cambio pagarían, además del anterior flete, otro siete por ciento, y más todavía si así pareciere oportuno.

Al abundar la venta de esclavos en las islas del Poniente, deberían comprarse algunos para usarlos como intérpretes. Era indispensable tratarlos bien y quedaba prohibido aprehender indígenas. Los soldados no podrían comprar esclavos para su servicio.

En la costa donde Legazpi decidiera asentarse y poblar, se construiría un fuerte artillado y dos casas; una como palacio residencia del gobernador y otra para almacén de mercancías y depósito de municiones. Un foso con su puente levadizo rodearía el recinto. Se edificarían asimismo cuarteles para la tropa. La vigilancia debería ser extremada de noche. Los soldados podrían salir a pasear, pero con sus arcabuces y lanzas en prevención de cualquier intento agresivo por parte de los habitantes.

Sin licencia de Legazpi, los militares tenían prohibido salir de sus cuarteles, entrar en las poblaciones y casas de los indígenas y apoderarse en el campo de las cosas de éstos. Se les prohibía especialmente tener trato con las mujeres indígenas. En Caso de que ellas se escaparan con los soldados a los cuarteles o navíos, serían devueltas a sus casas «haciéndolas todo buen tratamiento».

Terminado el fuerte, podría bajar a tierra Legazpi, conviniendo la construcción de algunas embarcaciones ligeras o de algún bergantín o fragata.

Legazpi mandaría construir cerca del fuerte una iglesia y una casa para los religiosos, donde, acomodados éstos, pudieran asistir a los españoles e igualmente a los indígenas en sus necesidades espirituales. Legazpi debería ir acompañado por los religiosos a las entrevistas con los nativos, tanto para aprovechar el buen consejo de aquéllos como para que los indígenas advirtieran el profundo respeto que su carácter sacerdotal inspiraba en todos.

Lo más importante que su majestad pretendía con la empresa era «el aumento de nuestra Santa Fe Católica, y la salvación de las ánimas de aquellos infieles». Por ello, Legazpi ayudaría con todos sus medios a los religiosos que le acompañaban, concediéndoles completa libertad para comunicarse con los aborígenes para que, de esa manera, los trajeran más fácilmente al conocimiento de la fe católica, los convirtieran a la misma, y al mismo tiempo «a la obediencia y amistad de su majestad».

En sus reiteraciones postreras, las Instrucciones repetían con machaconería consejos dados anteriormente: insistían en que la llegada a las islas Filipinas y la averiguación de la posibilidad de la travesía de Poniente constituían las finalidades de la expedición. Después del servicio de Dios, lo principal era el regreso.

La navegación de vuelta sería dirigida por Urdaneta, que tenía derecho a elegir el navío más conveniente para este viaje y hasta el capitán que lo mandara.

Legazpi debería autorizar a todos los expedicionarios a que, aprovechando la salida del barco, escribieran a su majestad y a la Real Audiencia si así lo desearan. Era una manera expeditiva de prevenir un mando arbitrario y tiránico. Legazpi daría instrucciones al capitán del navío de regreso para que a su llegada a algún puerto de Nueva España reuniera todas las cartas, incluidas las suyas propias, en un pliego cerrado y sellado destinado a la Real Audiencia. Una vez leídos los descargos del caudillo expedicionario, entregaría las cartas restantes a sus destinatarios. No convenía difundir noticias de descubrimientos antes de que tuvieran conocimientos de éstos las personas encargadas. Nadie desembarcaría hasta que la Real Audiencia quedara notificada del arribo.

Se encarecía a Legazpi que tratase en consejo la resolución de los casos difíciles que a su gestión se presentasen, asesorándose del parecer de todos los jefes, incluidos los religiosos, y especialmente de Urdaneta y del tesorero Guido de Labezaris, que ya había estado en Filipinas.

Por último, las Instrucciones exponían a Legazpi la posibilidad de su fallecimiento. Su sustituto en el mando estaba ya nombrado, aunque su nombre permanecía en el secreto más absoluto y quedaba, al igual que Legazpi, obligado al estricto cumplimiento de todas estas Instrucciones. El nombramiento del sucesor de Legazpi se encontraba encerrado en un cofre de acero que tenía un palmo de largo y de ancho una mano y dos dedos. Este cofre se hallaba cerrado y clavado, envuelto en un lienzo y obturado con tres sellos reales. Nadie, ni siquiera el mismo Legazpi, podía, por lo tanto, conocer una palabra de su contenido. Legazpi lo tendría bien guardado hasta el día de su muerte. Al sentirse morir, ordenaría la entrega del cofre a los oficiales de la Hacienda Real para que después de su fallecimiento procedieran a abrirlo ante escribano, y deberían estar presentes el maestre de campo, el alférez general, los capitanes, el sargento mayor, los religiosos y otras personas principales. El cofre no tenía llave, la llave que lo cerró fue destruida inmediatamente en México. Por lo tanto, un herrero o cerrajero forzaría públicamente la caja y el escribano daría fe del acto. La persona designada prestaría el juramento de pleito homenaje, y desde aquel punto sería acatada por todos como gobernador general de la Armada. Por su parte, Legazpi preceptuaría en su testamento la obediencia a su sucesor y la entrega al mismo de las Instrucciones. Las Instrucciones también preveían el fallecimiento del sucesor de Legazpi. Si llegara a darse ese caso, el mando supremo estaba provisto de un segundo cofre de tamaño menor que el anterior, de «largor de una sesma, y de altor de seis dedos».

Firmaban las Instrucciones los miembros de la Real Audiencia, licenciado Valderrama y los doctores Ceynos, Villalobos, Orosco, Basco de Puga y Villanueva. Se entregaron a Legazpi el 1 de septiembre de 1564, estando presentes el presidente, oidores y escribano de aquel organismo. Al recibirlas, Miguel de Legazpi procedió a jurar, por Dios y por las palabras de los Santos cuatro Evangelios, cumplirlas con toda fidelidad.

Acto seguido, Legazpi, puestas las manos juntas entre las del ilustre señor licenciado Valderrama, del Consejo de su majestad y visitador general de Nueva España, hizo pleito homenaje «una y dos y tres veces, una y dos y tres veces, una y dos y tres veces» de guardar y cumplir las Instrucciones y usar bien y fielmente de sus cargos, procurar el acrecentamiento del patrimonio y Corona Real de Castilla, no hacer ni directa ni indirectamente cosa alguna contra el servicio de su majestad, guardar el secreto de las Instrucciones hasta hacerse a la vela so pena de perjurio e infamia y defender sus conquistas en el nombre del rey hasta la muerte.

Por último, Legazpi estampó su firma al pie de las Instrucciones.

Ya sólo quedaba partir. Los nueve hijos de Miguel de Legazpi le despidieron a la puerta de su casa con sus familiares.

—Cuida de todos tus hermanos y hermanas, Melchor. Tú que eres el mayor.

Cuida sobre todo de Elvira.

—Lo haré, padre. Vete tranquilo.

Legazpi llevó a un lado a su hija menor, de veintitrés años, Elvira, la única que quedaba soltera.

—Quiero pedirte perdón, hija, por no haberte proporcionado la dote que te mereces.

La joven se abrazó a su padre sonriendo.

—No os preocupéis, padre. Sé que habéis tenido que vender toda vuestra hacienda para costear esta empresa. Todo sea en bien de nuestro rey.

Dos lágrimas asomaron en los ojos del capitán general.

—Sabía que lo comprenderías, hija. Lo que voy a llevar a cabo es mucho más importante que nuestras propias vidas. La salvación de muchos infieles depende del buen término de la expedición. Llevaremos la fe a infinidad de indígenas que nunca han oído hablar de Jesús ni de la Virgen.

—Lo sé, padre. No os preocupéis. Si tengo que casarme, lo haré sin dote. De esa forma estaré segura de que quien se case conmigo lo hará por amor, no por dinero.

El padre, conmovido, abrazó tiernamente a su hija querida, la besó en la frente y ocultando las lágrimas lo mejor que pudo, se dirigió hacia el carruaje que le esperaba.

CAPÍTULO XLI

RUMBO A LAS FILIPINAS

Los cuatro buques que componían la armada capitaneada por Legazpi y dirigida por Urdaneta zarparon del puerto de La Navidad el 21 de noviembre de 1564 a las dos de la madrugada. La nao capitana, llamada
San Pedro
, desplazaba más de quinientas toneladas, y la nao almirante, de nombre
San Pablo
, sobrepasaba las trescientas. El mayor de los pataches, el
San Juan de Letrán
, era de ochenta toneladas, y el otro, llamado
San Lucas
, de cuarenta. A popa de la
San Pedro
, iba un ligero bergantinejo de remos, muy propio para transmitir órdenes de uno a otro navío. El conjunto del personal embarcado ascendía a trescientos ochenta hombres en total.

En el espíritu de todos, una nueva vereda, esta vez victoriosa, comenzaba a abrirse en el océano Pacífico. La salida de un sol radiante saludó a la escuadra, que, ya distante de tierra, ofrecía un maravilloso conjunto. Las naos, henchidas de viento sus velas, hendían orgullosas el mar rumbo al sudoeste, mientras dorados rayos nacientes arrancaban a flámulas y gallardetes lo más vivo de sus colores.

Los primeros días trascurrieron sin novedad. Los contornos de la costa desaparecieron y un inmenso mar envolvió por todas partes a la escuadra.

Cinco días después de partir, el sábado día 25, Legazpi creyó llegado el momento de abrir el pliego sellado que la Audiencia de México le había entregado con orden de abrirlo cien leguas mar adentro. El pliego se abrió en presencia de los agustinos, los jefes militares, los oficiales reales, el alguacil, el sargento mayor y los pilotos de la expedición para darles cuenta de la orden.

Cuando el escribano leyó las instrucciones en voz alta ordenando a Legazpi dirigirse a las islas Filipinas, todas las miradas se clavaron en Urdaneta. Un silencio sepulcral se apoderó durante unos momentos del ambiente. La primera reacción de Urdaneta fue de indignación, el engaño era tan evidente y doloroso que el guipuzcoano se sintió profundamente herido.

—¡Cómo nos pueden haber engañado de esta manera! —balbuceó fray Andrés de Aguirre—. ¡De haberlo sabido, nunca habríamos embarcado!

Urdaneta, conteniendo prontamente su arrebato, dominó enseguida aquellas protestas.

—Debíamos haberlo adivinado —dijo por fin más calmado—. Era de temer que alguien tramase algo en contra de la expedición.

—¡Creo, fray Andrés —exclamó fray Pedro de Gamboa— que deberíais negaros a cooperar!, ¡sin vuestra ayuda esta expedición nunca llegará a buen término!

—¿Y poner en peligro trescientas ochenta vidas? —preguntó lentamente Urdaneta—. No. Creo que si es la voluntad del rey que vayamos a las Filipinas, no tendremos más remedio que acatarla. Llevaré el barco de vuelta hasta Nueva España desde donde estemos.

Urdaneta se retiró en silencio a su pequeño camarote para rumiar su derrota. Los enormes territorios que adivinaba al sur de Nueva Guinea quedarían esperando a que otra potencia extranjera los descubriera. Mientras se sentaba en el pequeño camastro, sintió como el barco vibraba al cambiar de rumbo y aproar hacia las Filipinas.

Según iba avanzando la escuadra, se hicieron evidentes las primeras deficiencias. En primer lugar, los marineros eran muy escasos y poco avezados a su oficio. No bastaban para las más elementales maniobras, que eran llevadas a término con ayuda de soldados, calafateadores, carpinteros, bomberos y otros oficios. Los artilleros eran mal experimentados y apenas servían para nada de provecho. Había carencia de anclas, velas, jarcias, hierro, clavazón, brea, alquitrán y otras cosas tan necesarias como éstas. Al mes de zarpar ya no había candelas de sebo. Tampoco tenían las naves suficientes esquifes. Hierro, sólo cuarenta quintales, y de mala calidad. En cuanto a bastimentos, únicamente el pan y el agua estaban en buenas condiciones. Todo lo restante: queso, tocino, carne, pescado seco, habas y garbanzos iba podrido y dañado, y la tripulación empezó pronto a padecer hambre.

Lo que había sucedido con la escuadra de Magallanes volvió a ocurrir con la de Legazpi. El imperio de Felipe II estaba, en el fondo, tan corroído por la gangrena de la inmoralidad administrativa como lo estaba el de su padre, Carlos I.

La navegación de los cuatro buques siguió durante unos días sin novedad.

Sin embargo, pronto ocurrió el primer y más grave incidente de la expedición: la deserción del patache
San Lucas
. Este ligero buque solía navegar en descubierta, por delante del grueso de la armada. Como se viera que la distancia que les separaba era cada vez mayor, apercibido Legazpi, ordenó que hicieran señas al capitán del pequeño barco, Alonso de Arellano, para que no se separara más de media legua de la capitana.

El piloto Lope Martín respondió por señas que el patache encapillaba agua a consecuencia de la manera de navegar a que se le obligaba. El
San Lucas
, según él, no podía amainar: escoraba tanto al ser forzado que tenía la sentina inundada de agua. A pesar de la orden de Legazpi, al anochecer del último día de noviembre el patache adelantaba dos leguas a la nao capitana, y al amanecer del día siguiente se perdía definitivamente.

Legazpi miraba con una mezcla de rabia e impotencia desde el castillo de popa cómo las velas del barco fugitivo desaparecían en el horizonte.

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