En un idioma de circunstancias, mezcla del usado en las islas Molucas con palabras malayas, hizo Urdaneta el llamamiento lo mejor que pudo, dirigiéndose a un auditorio inexistente.
Aunque se vieron movimientos entre las palmeras, ningún nativo se acercó a la orilla.
—Repite la llamada en tierra —insistió Legazpi—. El alférez mayor y el escribano te acompañarán.
Esta vez tuvieron mejor suerte, pues Camotuan apareció al poco tiempo disculpando la desbandada de sus paisanos. Aquellos navíos tan enormes
—decía— les habían producido un gran pánico. Camotuan también disculpó a su padre, el cacique supremo del pueblo, los achaques le impedían presentarse; además de muy anciano, estaba medio ciego. Legazpi tranquilizó a Camotuan, insistiendo en sus intenciones del todo pacíficas, pero encareciendo al propio tiempo su necesidad de alimentos.
Como la necesidad apremiaba, Legazpi convocó inmediatamente una junta de oficiales mientras retenía a Camotuan en la nave. Después de una breve reunión se tomó por unanimidad la decisión de desembarcar y tomar por la fuerza los tan preciados bastimentos (aunque, eso sí, previo pago de su importe, estipulado por los oficiales reales) y sin causar el menor daño en las haciendas de los indígenas. La operación, efectuada al mando del capitán Goiti, produjo como resultado la recogida de cuarenta y cinco cerdos y grandes cantidades de ñames y batatas. En cuanto a arroz, sin embargo, no se halló nada; parecía haber sido puesto a buen recaudo poco antes.
—Esto es todo lo que hemos podido coger, capitán —informó Goiti subiendo a bordo—. Hemos intentado coger las gallinas, pero tienen un vuelo tan largo que más parecen perdices, estas condenadas aves.
—Hemos podido contemplar vuestros baldíos esfuerzos, capitán Goiti. Y debo señalar que ha sido un espectáculo altamente divertido. Los grumetes están todavía revolcándose por el suelo...
Los oficiales reales, después de calcular el precio de todo lo requisado, apartaron su valor en géneros de rescate: bisutería, tijeras, cuchillos y telas baratas, y lo enviaron todo al poblado con uno de los indígenas, a quien, a pesar de haber prometido regresar, nunca volvieron a ver.
Al poco rato de marchar este indígena, un grupo se acercó a la playa dando grandes voces.
—No entiendo lo que dicen —manifestó Urdaneta—, me acercaré a tierra con un batel.
Pronto averiguó Urdaneta lo que aquellos hombres querían.
—Traen un puerco con ellos —informó Urdaneta a Legazpi desde el batel—. Quieren cambiarlo por Camotuan.
—¡Cambiarlo por Camotuan! -repitió Legazpi profundamente compadecido—. Diles que Camotuan no está prisionero, que tiene plena libertad de ir adonde quiera.
El mismo Camotuan salió a cubierta para asegurar a los suyos que se encontraba bien y que si permanecía en la nave era por propia voluntad.
La estancia del hijo del cacique a bordo fue muy bien aprovechada por Legazpi y sus oficiales para obtener interesantes informaciones. Camotuan explicó a Legazpi que la tierra que se extendía delante, al extremo sur de Leyte, era una isla que se llamaba Panae o Panaón. También dijo que en la isla de Mindanao, visible en la lejanía, abundaba el oro y la canela. Camotuan les señaló hacia qué parte caían los puertos más importantes de la costa de Mindanao, y también la ruta más conveniente para llegar a la isla de Camiguin, al norte de Mindanao, y a Cebú y Mactán, los lugares fatídicos para la expedición magallánica. Y también les señaló la posición de otras islas del interior del archipiélago filipino.
Siguiendo su costumbre, Legazpi consultó con sus oficiales y los agustinos su opinión acerca de adónde deberían dirigirse.
—Los supervivientes de la armada de Villalobos ponderaron mucho el comportamiento tenido con ellos por los habitantes de la isla de Mazagua —
observó Goiti.
Andrés de Ibarra, el sargento mayor, estaba de acuerdo con él.
—Tiene razón. Y también Francisco Albo, el piloto que volvió con Elcano, elogia en su diario la extrema bondad de los habitantes de esa isla.
—Creo que sería una buena idea ir allá —afirmó fray Andrés de Aguirre—.
Acaso cambie nuestra suerte y tengamos una mejor recepción...
Legazpi movió la cabeza dubitativo.
—Es increíble que en todos los sitios nos reciban con tanto recelo. Debe de haber algún motivo...
Después de que todos dieran su opinión, se acordó que al día siguiente se dirigirían hacia esa isla.
Legazpi hizo llamar a Camotuan y a los tres hombres que le acompañaban.
—Hazles saber —le dijo a Urdaneta— que le estaríamos muy agradecidos si nos ayudaran a llegar a la isla de Mazagua. Diles que se les gratificará generosamente.
Después de una larga conversación con los indígenas, en la que parecía haber muchas explicaciones y titubeos, Urdaneta se volvió hacia su viejo amigo.
—Es curioso —dijo—, en principio no querían llevarnos, y después, cuando ya les he convencido para que lo hagan, han accedido con una condición.
—¿Cuál? —preguntó Legazpi.
—No quieren que los habitantes de Mazagua sepan que han sido ellos los que nos han conducido hasta allá.
—¡Pero, por todos los cielos!, ¿por qué tienen miedo?, ¿qué creen que vamos a hacer allá? ¡Diles que sólo queremos comerciar con ellos! ¡Solamente queremos favorecerles!
La advertencia de Camotuan era harto significativa. En todas las islas había una inexplicable animadversión contra los castellanos. Si hacía no muchos años tanto Magallanes como Villalobos, e incluso Saavedra con la
Florida
, habían tenido una recepción tan amistosa, ¿por qué, de repente, los nativos mostraban tal hostilidad hacia los castellanos?
Sin embargo, Legazpi, sin dejarse ganar por el desánimo, ordenó confeccionar unas ricas prendas de vestir para obsequiar con ellas al reyezuelo de Mazagua, encargó a uno de los tripulantes que había sido sastre que confeccionase una chamarra de terciopelo rojo, y un capote de grana con tres franjas de terciopelo azul.
El sábado 10 de marzo llegaba la escuadra a la isla de Mazagua, y ese mismo día envió el general a Urdaneta y al maese de campo en dos bateles y una docena de soldados para que dijesen al rey cómo, de parte de la majestad real del rey de Castilla, le venían a visitar y le traían un presente.
El pueblo de Mazagua estaba situado en la parte de levante de la isla y el puerto para las naos en la parte del poniente, por lo que Urdaneta y el maese de campo dirigieron los bateles a aquella parte de la isla donde se tenía noticia que estaba el pueblo. Al atracar los esquifes en tierra, en el poblado de Mazagua no quedaba rastro de alma viviente. Sobre la playa desierta, se recortaba sobre el fondo espeso de naturaleza tropical, la negra silueta del agustino, rodeado de los vistosos arreos de los militares que le acompañaban.
Parecía claro que la embajada de ambos hombres iba a obtener un rotundo fracaso. Sólo se veía, en lo alto de un peñasco, a un indígena en actitud vigilante, y hacia él se dirigieron.
Al acercarse, Urdaneta le dio voces diciéndole que eran de Castilla, al mismo tiempo que le hacía señas para que bajase a hablarles. En cuanto el indígena oyó que eran de Castilla bajó del peñasco por una escalerilla de cordeles y bejucos a toda prisa.
—¡Vaya, menos mal que por fin alguien viene a hablar con nosotros! — exclamó Urdaneta.
—No lo creáis, padre —advirtió Saz—. Fijaos bien en lo que hace, yo no diría que tenga ninguna intención de bajar a hablar con nadie.
Efectivamente, el hombre se había dirigido a una pobre cabaña que se alzaba al abrigo de una roca.
—¡Por todos los santos! —exclamó Urdaneta—. ¡La está incendiando!
Los expedicionarios contemplaron atónitos cómo se elevaba una columna de humo de la techumbre de paja y el hombre salía de la misma corriendo para dirigirse a la misma escalera por donde había bajado. Con una agilidad que parecía impropia de sus años, subió por la escala hasta lo alto del peñón, y una vez arriba cortó la cuerda, aislándose de unos posibles perseguidores. Mientras tanto, sus voces incomprensibles resonaban quejumbrosas en aquella soledad acompañando el incendio de su miserable vivienda.
Legazpi recibió asombrado la noticia.
—¡Será posible que esto nos ocurra en todas las islas! —comentó amargamente, contemplando entre sus manos la chamarra de terciopelo.
Con este fracaso se desvanecieron los planes de Miguel de Legazpi, y de ahí su decisión inmediata de dirigirse a Camiguin. Era ya evidente que la presencia de Camotuan y los suyos no era necesaria, por lo que decidió devolverlos a su isla de origen. Antes, sin embargo, les obsequió con esplendidez. No solamente en agradecimiento por los servicios prestados, sino porque tenía verdadera necesidad de extender por aquellos mares sentimientos completamente distintos de los que infundía la presencia de sus buques. La chamarra y el gorro destinados al reyezuelo de Mazagua quedaron en poder de Camotuan, y se regaló a los otros indígenas paño verde y lienzo de Ruan. Resultaba risible ver a aquellos salvajes vestidos de tal guisa, pero ellos demostraban hallarse sumamente contentos.
Además, Legazpi ordenó cargar en su canoa provisiones calculadas para tres días y entregó a Camotuan una carta destinada a don Alonso de Arellano, el capitán del patache
San Lucas
, por si este navío fuese a tocar en el puerto de Cabalian.
—Ruégale —dijo a Urdaneta— que dé el mejor trato posible a los tripulantes de los navíos castellanos que, en adelante, lleguen a su isla.
Camotuan prometió esto de muy buena gana. Deslumbrados por tanta generosidad, los indígenas no acertaban a despedirse de Legazpi. Abrazados a él permanecieron un largo rato. Durante su estancia a bordo habían aprendido algunas palabras castellanas, que ahora utilizaban para reiterar su agradecimiento.
«Castilla y Cabalian, amigos, amigos», repetían sin cesar.
No fue muy diferente el recibimiento de los habitantes de la isla de Camiguin del de las anteriores: Los poblados aparecían totalmente desiertos, y sus casas vacías de enseres.
La isla era muy montañosa y estaba completamente cubierta de grandes arboledas. Legazpi ordenó circunvalarla. El capitán Goiti salió navegando en una dirección y el alférez Ibarra en la contraria. Ambos se toparon el uno con el otro en la contracosta sin haber hallado puerto, ni población, ni habitantes. Se calculó el perímetro de Camiguin en unas diez leguas.
El maestre de campo; al desembarcar, encontró sólo casas vacías.
Divisaron en la orilla a media docena de indígenas que, cuando vieron a los españoles, huyeron hacia el interior.
La escuadra puso entonces rumbo a la isla de Butuan, pero las corrientes contrarias la llevaron hacia el norte, junto a Bohol, una isla de forma circular en el interior del archipiélago. Las corrientes y contracorrientes marinas alcanzaban gran intensidad en el complicado laberinto creado por los mares filipinos. Toda la costa de Bohol abundaba en palmares de cocos. Los expedicionarios observaron que, inmediatamente de llegadas las naos, se encendieron en la isla muchos fuegos. Sin embargo, ningún habitante fue visto.
En cuanto echaron el ancla, Legazpi mandó llamar a los capitanes Goiti y De la Isla, así como al maestre de campo.
—Quiero que reconozcáis la isla, caballeros. Vos, capitán Goiti, marchad con una docena de soldados armados hacia el este, y vos, capitán De la Isla, haced lo mismo hacia el oeste. En cuanto a vos, maese Saz, os internaréis en la isla.
Las tres expediciones tuvieron diversos resultados. El capitán Goiti se encontró de noche con una canoa indígena cuyos tripulantes abandonaron la embarcación al sentir la cercanía de los españoles y se acogieron nadando a la costa. La canoa estaba cargada de arroz y ñames. Goiti encargó a un oficial de la Real Hacienda que hiciera inventario de aquellas existencias, pues Legazpi quería satisfacer su importe a sus dueños legítimos cuando fueran encontrados. La exploración hacia el interior de la isla, llevada a cabo por el maestre de campo, dio como resultado el hallazgo de un poblado de una veintena de casas. Aunque los habitantes habían huido, Saz pudo apresar a uno de los fugitivos de la canoa cogida por Goiti que parecía ser esclavo de uno de los propietarios de la embarcación. El prisionero declaró por señas que la canoa procedía de la isla de Cebú y se negó rotundamente a llamar a los demás tripulantes como le pidió el maestre de campo. Antes bien, prefirió marchar con sus apresores a la nao capitana. Por su parte, el capitán De la Isla comunicó a su regreso el hallazgo de un puerto natural a unas cinco leguas de donde se hallaba la escuadra. Junto a este puerto había una pequeña aldea, abandonada, como todas las otras, por sus pobladores.
Al recibir los partes de las tres expediciones, Legazpi convocó junta de jefes. Las maneras del de Zumárraga distaban mucho de ser arrogantes; siempre procuraba escuchar las sugerencias de sus subordinados. Legazpi usaba, sobre todo con los capitanes a sus órdenes, la sabia táctica de tenerles encomendado constantemente algún servicio de importancia. Su larga experiencia le proporcionaba un conocimiento profundo de sus semejantes y conocía la mejor manera de manejar y aprovechar con la mejor eficacia a los hombres que le estaban subordinados.
En la junta de Bohol se adoptó el acuerdo de que las dos naves zarpasen en dirección al puerto recién descubierto, mientras que la patache iría a explorar Butuan con abundante tropa y artillería. Al mando de la pequeña nave iría el capitán De la Isla con el tesorero, el factor y uno de los religiosos.
Justo había zarpado la
San Juan
, cuando un acontecimiento vino a cambiar de rumbo de las cosas. El maestre de campo mandó aviso a la nave capitana de que desde la nao almirante habían divisado un gran junco.
—Maese Saz ha enviado un batel con cinco hombres para investigar — informó el marinero a Legazpi.
—¿Dónde está el junco? —inquirió Legazpi mirando a su alrededor.
—No lo podéis ver desde aquí, capitán. Lo tapa aquel promontorio, pero se puede divisar desde la
San Pablo
.
—Cinco hombres, ¿eh? Pocos son, a fe mía. Si los tripulantes del junco son piratas poco podrán hacer cinco hombres contra ellos. Volved rápidamente a bordo de la
San Pablo
e indicad al maestre de campo que él mismo salga en el bergantinejo y el capitán Goiti en el otro batel con soldados fuertemente armados para apoyar, llegado el caso, a los cinco ya enviados. Diles que mis órdenes son dejarles en paz si son filipinos, y, de no ser así, se les debe invitar a llegar hasta la escuadra, aunque siempre por medios pacíficos.