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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (90 page)

BOOK: Los navegantes
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Como era evidente que existía una buena disposición por ambas partes, se llegó por último a un acuerdo. Dos soldados y dos borneyes quedarían en tierra como rehenes, en tanto que Cicatuna, con un séquito de cuatro indígenas, subiría a bordo para presentarse ante Legazpi.

El general sabía que había llegado el momento crucial en su empresa.

Ordenó preparar un gran banquete durante el cual corrieron abundantemente los vinos españoles y obsequió a los indígenas con infinidad de regalos.

Después del banquete, Cicatuna quiso sangrarse con Legazpi.

—Será un gran honor —dijo— sangrarme con una persona tan importante como vos.

—Acepto gustosísimo —respondió el caudillo complacido.

Ambos se sacaron unas gotas de sangre de sus pechos y las revolvieron con vino en una taza de plata. Este vino y sangre se dividió en dos tazas y fue bebido por ellos a la par.

Cicatuna aparecía, después de cumplido este rito, radiante de satisfacción, los recelos y prevenciones estaban por fin rotos. Los rehenes regresaron felices dejando atrás a un Legazpi no menos satisfecho.

Al día siguiente, con la autorización de Cicatuna, los carpinteros de la escuadra desembarcaron para cortar un bauprés destinado a la nao capitana, una entena para el mástil mayor, un árbol de mesana y un botalón, pues todo estaba desbaratado. Además de éstos y otros trabajos, se le cortó a la nao gran parte del castillo de popa.

La visita de indígenas a los navíos vino a ser cada vez más frecuente.

Legazpi fue, poco a poco, inspirándoles más y más confianza. Un detalle tras otro, Legazpi asentaba con su política de paz, atracción y tolerancia, jalones de bien duradera conquista.

Dominar el ansia de riquezas que se había despertado en su gente en medio de aquel país tan abundante en oro era otro objetivo que el viejo general se había propuesto.

Un suceso que acaeció por esos días dio a Legazpi ocasión para insistir en su conocida táctica. Al ir una noche la canoa de la capitana a efectuar la aguada en un río cercano, topó con un gran parao cargado de arroz y ñames. Los tripulantes huyeron, llenos de temor al ver a los castellanos, abandonando la embarcación.

Los de la canoa, después de remolcarlo hasta la escuadra, comunicaron lo ocurrido a Legazpi, el cual, llamando a los moros de Borneo, verificó ante ellos un inventario escrupuloso de todo lo contenido en el parao y ordenó entonces llamar a Cicatuna.

El reyezuelo reconoció la embarcación y las mercancías que contenía.

—Sé quién es su propietario —dijo—, le haré llamar inmediatamente.

La alegría del propietario al recuperar intacta su hacienda fue enorme. El suceso se extendió con rapidez por toda la isla y contribuyó poderosamente a reforzar más la naciente confianza de los habitantes.

La afluencia de embarcaciones, que crecía de día en día, convirtió pronto las inmediaciones de la escuadra en una especie de curioso mercadillo marítimo.

Otro cacique de la isla se creyó en la obligación de repetir las demostraciones de Cicatuna y presentó excusas por haber dilatado su presentación.

—Asegura —tradujo Urdaneta— que tiene en la isla más arraigo y autoridad que Cicatuna.

—Ahora veo claro —exclamó Legazpi— otro de los problemas que hay en estas islas. Siempre dábamos por sentado que en cada isla había un cacique, cuando la realidad es que casi cada poblado tiene uno diferente.

En el pacto que este jefe estipuló con Legazpi existía una condición de gran importancia: Los dos se comprometían a comunicarse mutuamente los excesos que los indígenas o los soldados españoles pudieran cometer.

CAPÍTULO XLIII

CEBÚ

Mientras Legazpi realizaba expediciones pacíficas en Bohol, Urdaneta, al mando de la pequeña fragata, se dispuso para una expedición que tenía por objetivo un reconocimiento de aquel laberinto de islas.

—Quiero llegar hasta Cebú —explicó a Legazpi—, quizá quede todavía algún hombre esclavo de la expedición magallánica después de aquel famoso banquete.

—No me gusta que vayas en una expedición, Andrés —declaró preocupado Legazpi—. Tu vida nos es preciosa para el viaje de vuelta.

—No te preocupes —sonrió Urdaneta—. Estoy seguro de que el Señor todavía me tiene reservado algún que otro encargo.

—¿Has pensado en quién te podría acompañar?

—Sí, el piloto mayor Esteban Rodríguez y Juan de Aguirre con media docena de marineros.

—Sería interesante que llevarais con vosotros a alguno de los borneyes.

—He hablado con el piloto y dice que estará encantado de acompañarnos.

Además, dice que había oído que los cebuanos tenían dos españoles prisioneros.

A uno de ellos, vendido años atrás a mercaderes de Borneo, los portugueses lo rescataron y lo llevaron a Malaca. En cuanto al otro prisionero, no se sabe nada.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaréis?

Urdaneta se encogió de hombros.

—Unos ocho días, más o menos. Todo depende del Viento.

Casi al mismo tiempo, el patache fue enviado a Butuan al mando del capitán De la Isla.

—Quiero que hagáis algunas transacciones —le encargó Legazpi— para ver cómo os reciben los nativos. Recordad que todo lo que hagáis allá repercutirá directamente en nuestro futuro en las Filipinas. Averiguad qué clase de comercio se lleva a cabo en la isla y con qué pagan los nativos. Comprad todo el arroz y frutos secos que podáis, pues hay que pensar en el viaje de vuelta de una de las naves.

—Bien, capitán, no os preocupéis. Os doy mi palabra de que todo irá bien.

—Os acompañará el padre Rada.

—Como queráis.

Sin embargo, a pesar de las promesas del capitán, no todo fue bien en la expedición del capitán De la Isla. Aunque los expedicionarios fueron en principio bien recibidos, lo habrían sido mucho mejor de no haber encontrado allí dos juncos de unos mercaderes de Luzón, que, temiendo seguramente la competencia de los españoles, difundieron mentiras horribles acerca de éstos. Estos mercaderes pusieron en marcha todas sus habilidades para dificultar las transacciones de los expedicionarios con los indígenas, quienes, sin embargo, mostraban gran interés en las monedas de plata de los españoles, así como en las baratijas y paños que les ofrecían.

Julián Lucas, contramaestre de la pequeña embarcación castellana, era un hombre fornido con pequeños ojos que brillaban de codicia tras unas cejas pobladísimas.

—¿Os habéis fijado, capitán, en las monedas de oro que manejan los indígenas? —preguntó.

De la Isla miró inquisitivamente a su contramaestre al tiempo que asentía.

—Nos están cambiando un peso de oro por seis de plata. Es un cambio muy ventajoso para nosotros.

Lucas escupió por encima de la borda.

—Lo sé. Pero a lo que me refiero es a que los juncos que vienen de Borneo traen productos que los butuaneses pagan en oro.

—Sí, eso ya nos lo dijo el piloto borney.

Lucas miró alrededor para cerciorarse de que no había nadie que les pudiera oír.

—¿Os imagináis la cantidad de oro que tendrán almacenado esos juncos en su panza?

De la Isla miró pensativamente al marino.

—¿Y?

—Nada. Sólo es una sugerencia. Pero corren entre la marinería comentarios insistentes acerca de lo que podríamos hacer con ese oro si por casualidad viniera a nuestro poder.

De la Isla iba a replicar airadamente, pero, después de mirar pensativamente a los dos juncos, decidió no hacerlo.

—Pensadlo, capitán, pensadlo —insistió Lucas.

Efectivamente, el capitán De la Isla lo pensó detenidamente aquella noche. La sugerencia era muy tentadora, allí había oro para hacerlos ricos a todos. Mientras yacía boca arriba en su camastro, contemplando las vigas de madera que crujían suavemente con los movimientos del barco, pensaba en lo que haría con un cofre de oro en su tierra natal de Ayamonte. Sólo había un inconveniente: el padre Rada.

Al día siguiente este «inconveniente» demostró ser un muro infranqueable. Apenas había amanecido cuando el clérigo se acercó al capitán que salía de su camarote.

—Capitán De la Isla —llamó.

—Buenos días tengáis, padre Rada.

El agustino fue al grano sin divagar.

—He oído rumores (sabéis que en un barco tan pequeño se oye todo) de que los marineros están planeando asaltar los juncos.

De la Isla pretendió hacerse el inocente.

—¿Asaltar los juncos, padre?

—Sí, capitán. Asaltar los juncos y apoderarse del oro que llevan.

—Pues... —De la Isla titubeó, cogido a contrapié—, no sé de qué estáis hablando... serán comentarios que hace la marinería para pasar el rato.

El agustino no pareció aceptar la explicación de buena gana, pero asintió.

—Eso espero, capitán, eso espero, porque si alguien osa levantar un dedo para asaltar esas naves, tendrá que pasar por encima de mi cadáver.

Cuando al cabo de quince días la patache volvió a reunirse con la escuadra, el incidente llegó rápidamente a oídos de Legazpi, que no perdió tiempo y reunió a todos los que habían tomado parte en la expedición. Antes de hablar paseó una mirada dura por los rostros de aquellos hombres.

—He oído decir que alguien sugirió la idea de asaltar unos juncos que había en Butuan —dijo.

Un silencio incómodo siguió a las palabras del viejo general.

—Es más —siguió diciendo duramente—, también sé que había planes para llevar a cabo la hazaña. ¿Qué tenéis que decir, vos, al respecto, capitán De la Isla?

El capitán se movió incómodo.

—Son rumores solamente, capitán. Ya sabéis cómo es la marinería. A veces se dicen tonterías para...

—¿Para qué, capitán?, ¿para pasar el rato?, ¿o iba en serio lo de asaltar barcos malayos?, ¿creéis que podríais ir muy lejos con vuestro botín?

Nadie osó levantar la voz.

—Yo os digo dónde podríais acabar... —levantó un dedo señalando lo alto del palo mayor—, ahí, colgados como piratas. Y os juro por lo más sagrado que es lo que haré con el que intente robar o matar a cualquier nativo, aunque sea por un grano de arroz. Me gustaría hablar con vos, capitán De la Isla, en mi camarote.

Las reparaciones que los carpinteros estaban llevando a cabo en la nave capitana habían terminado y, a falta de la vuelta de Urdaneta y demás expedicionarios, Legazpi consideró que había llegado el momento de tomar una decisión sobre en qué isla establecerse, y, tal como estipulaban las Instrucciones, informar a su majestad de dónde y cómo quedaban pobladas. Es decir, había que organizar el viaje de regreso.

A la junta que convocó a tal efecto en la nao capitana
San Pedro
asistieron el maese de campo Mateo del Saz, el capitán Martín de Goiti, el capitán Juan de la Isla, los oficiales de la Real Hacienda, Guido de Lavezares, tesorero; Andrés Cauchela, contador; y Andrés de Mirandola, factor y sobrino de fray Andrés de Urdaneta; el alférez mayor Luis de la Haya, el capitán Juan Maldonado, el alguacil mayor Gabriel de Rivera, Antonio de Andrade y los clérigos fray Andrés de Aguirre, fray Pedro de Cambo, fray Diego de Herrera y fray Martín Rada.

Después de dos largas horas de debates, el escribano de Gobernación Hernando de Riquel levantó acta, según la cual se había tomado la decisión, con los votos en contra de todos los agustinos, de poblar la isla de Leyte. Los votos en contra de los compañeros de Urdaneta se debían, evidentemente, a la tesis según la cual Filipinas quedaba dentro del empeño que el rey de España había hecho al de Portugal, encontrándose, por tanto, injustamente en tierras que en modo alguno pertenecían a la Corona de Castilla.

La falta de noticias de la expedición de Urdaneta a Cebú tenía preocupado a Legazpi. Hacía muchos días que deberían haber regresado. Por medio de los borneys, el capitán general llamó a los reyezuelos Cicatuna y Cigala para pedirles un parao, a fin de buscar la fragata.

Los dos jefes se pusieron inmediatamente al servicio de Legazpi, y al día siguiente éste tenía a su disposición un gran parao con treinta remeros. Además, Cicatuna y Cigala se ofrecían a ir personalmente a Cebú como amigos que eran de los de esta isla. Solamente pedían arcabuceros por si en la ruta se encontraban con piratas. Legazpi designó dos soldados para acompañarles.

—Mantened los ojos bien abiertos —les advirtió—, y tomad nota de todo lo que nos pueda interesar.

Aunque el parao no encontró ni rastro de la fragata, los dos arcabuceros, cumpliendo las instrucciones de su general, traían toda clase de informaciones sobre la isla de Cebú.

—Allá vive mucha gente y muy rica —informaron—. Tienen toda clase de bastimentos, sobre todo arroz y mijo. El oro abunda y la gente lo usa como adorno.

—¿Hay puerto?

—Sí, hay un puerto muy grande y bien protegido.

—¿Contasteis las casas?

—Trescientas.

Con la vuelta del parao sin noticias de la expedición, la preocupación de Legazpi se acentuó. Todos les daban ya por muertos a consecuencia de alguna asechanza de los indígenas. Sin embargo, ante la sorpresa y para alivio de todos, la pequeña fragata llegó aquella misma noche, víspera de la Pascua de Resurrección. El arribo de los expedicionarios causó un inmenso regocijo; su largo viaje había durado veintidós días.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Legazpi cuando por fin Urdaneta pudo acudir a su camarote para informar sobre su viaje—. ¡Cuéntame algo sobre el viaje!,

¿qué ha sido del piloto borney?

Urdaneta movió la cabeza con pesadumbre.

—Murió. Lo mataron los aborígenes. Al salir de aquí las corrientes nos llevaron a la isla de Negros y cuando quisimos volver nos fue imposible, todo estaba en contra, los vientos y las corrientes. Tuvimos que rodear la isla, ciento cincuenta leguas. A los pocos días, entramos en contacto con unos nativos en la desembocadura de un río, y debo decir que no nos recibieron mal, incluso pactamos con ellos. Sin embargo, poco después, cuando el desgraciado piloto estaba bañándose en la playa, fue atacado por un grupo de salvajes que le cortaron la cabeza y se la llevaron.

—¡Dios mío! —exclamó Legazpi. Había llegado a tener aprecio por el locuaz piloto—. ¡Lo siento de veras!

—Al día siguiente varios paraos se acercaron en actitud amenazadora y tuvimos que hacer uso de los arcabuces para asustarlos. Mientras rodeábamos la isla de Negros alcanzamos la contracosta de Cebú, así que la reconocimos a lo largo de unas treinta millas.

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