Otro día, varios expedicionarios echaron de menos a un grumete, al que poco después encontraron cosido a lanzadas bajo un árbol.
Legazpi se vio obligado a repetir, muy a pesar suyo, la razzia ordenada por Magallanes más de cuarenta años atrás. Llegada la noche, el maestre de campo desembarcó al mando de dos docenas de soldados fuertemente armados y acorazados. Destruyó y quemó algunas casas y canoas y, además, ordenó ahorcar a tres indígenas apresados durante la refriega, en el mismo lugar donde fue encontrado el cadáver del grumete. A la vuelta apresaron a dos hombres y una mujer que llevaron prisioneros a la nave capitana.
Legazpi intentó comunicarse con los de tierra por medio de estos nuevos prisioneros. Dejó a la mujer en libertad provista de algunos obsequios con el encargo de obtener la devolución del arcabuz robado. Le indicó que los otros dos presos quedaban a bordo como garantía de su gestión. Sin embargo, nunca más se supo de ella.
Al día siguiente, el contramaestre de la
San Pedro
dio una mala noticia a Legazpi:
—Capitán, uno de los prisioneros, el más viejo, se ha ahorcado.
Legazpi torció el gesto contrariado.
—Bien sabe Dios que no tenía intención de hacerle el menor daño. Se creería que íbamos a esclavizarlo...
—¿Qué hacemos con el otro, el jovencito?
—Déjalo en libertad con algunos regalos.
Al día siguiente, Urdaneta intentó un último y desesperado intento para evitar, o al menos para retrasar, la llegada de la escuadra a las Filipinas. Aprovechando la cena en la que todos los capitanes, oficiales y religiosos estaban reunidos, se levantó para pedir un momento de silencio, pues tenía una propuesta que hacerles.
El agustino les habló con voz pausada.
—Caballeros —dijo—, quisiera proponeros lo que a mi juicio nos haría ganar mucho tiempo y llevar a cabo lo que hemos venido a conseguir, que es encontrar la ruta de la vuelta. Propongo poblar esta isla, y despachar desde aquí un navío a Nueva España. Será más breve la llegada de socorro y los que quedasen poblados podrían entre tanto ver y descubrir lo que hay desde aquí hasta las Filipinas o hasta donde les pareciese.
Un prolongado murmullo acogió la propuesta de Urdaneta. Unos parecían estar a favor, mientras que otros se oponían frontalmente. Entre estos últimos estaba el jefe de la expedición, que no tardó en replicar:
—Poblar aquí no cumpliría con lo que mandaban las Instrucciones de su majestad, pues la isla es pobre y no tiene otro aprovechamiento más que la comida.
Varios de los presentes tomaron la palabra y expusieron sus opiniones al respecto. Aparte de los cuatro agustinos, que apoyaban a su compañero, todos los demás parecían ser de la opinión de Legazpi, por lo que no se trató más la cuestión, y el capitán general mandó prepararse para la partida de aquel puerto para proseguir la navegación.
El sábado, 3 de febrero de 1565, salió la armada de la isla de los Ladrones, o de Guam, como la llamaban los nativos, para emprender viaje hacia el oeste. Diez días más tarde, los navíos llegaron a la isla de Samar, repitiendo en esta etapa de su viaje la misma trayectoria de Magallanes cuarenta y cinco años atrás.
Surgieron las naves en cuarenta brazas y luego Legazpi envió en los bateles a Urdaneta con el maese de campo, Mateo del Saz, y el capitán Martín de Goiti en busca de un puerto, río o población, y ver si podían entablar relaciones con algunos indios. Los enviados recorrieron toda la bahía y no hallaron puerto ni pueblo, y, aunque sí vieron algunos indios en canoas, éstos no quisieron esperar ni escucharlos. Era evidente que la majestuosa aparición de las monstruosas siluetas recortándose en la bóveda celeste había sobrecogido a los indígenas profundamente. La historia tantas veces narrada de la llegada de otras tres naves cuarenta y cinco años antes se hacía realidad, y con naves muchísimo más grandes. Era natural que el colosal tamaño de las naves, unido a la leyenda tantas veces pasada de boca en boca, llenara de pavor a los nativos. Ignoraban éstos que los hombres embarcados en aquellas naves necesitaban de ellos angustiosamente.
Legazpi tenía urgente necesidad de aprovisionarse. Y, además, le importaba, sobre todo, ponerse cuanto antes en contacto con los indígenas.
Nadie mejor que el agustino para esto. Como conocedor del idioma malayo, sus servicios resultaban ahora inapreciables. Sin embargo, los primeros intentos de Urdaneta para comunicarse con los aborígenes fracasaron por completo. Un silencio impregnado de recelo respondió a las llamadas del religioso. Se podía adivinar a los indígenas internados en la espesura, observando temerosos las maniobras de Urdaneta y sus acompañantes. Sin embargo, la majestuosidad y actitud de aquel hombre vestido de hábitos negros, voceando en la selva en su propio idioma, inspiraba cierta serenidad. Al día siguiente, algunos indígenas con su jefe llamado Calayón se acercaron en una embarcación manifestando deseos de hablar con los castellanos.
Legazpi no quería otra cosa.
—Colmadlos de regalos —ordenó.
Al día siguiente volvieron los indígenas a por más regalos, pero respondieron muy a medias a los deseos de aprovisionamiento que les declaró Legazpi. Lo mismo ocurrió el tercer día.
—Me da la impresión —dijo Urdaneta— de que esta gente está haciendo un doble juego.
—Está bien —declaró Legazpi—, no podemos perder más tiempo. Vos, capitán Isla, iréis con una canoa a explorar el norte, y tú, Felipe —dijo dirigiéndose a su nieto—, saldrás hacia el sur.
Mientras esperaban el regreso de las dos expediciones, Legazpi ordenó a Fernando Riquel, escribano de la armada, tomar posesión de la isla, lo que éste hizo con toda la pompa y ceremonia que exigía la ocasión.
En la nao capitana, a quince días del mes de febrero de mil y quinientos y sesenta y cinco años, estando la Armada real surta cerca de una isla grande que los naturales de ella dieron por señas a entender llamarse Cibabao, el muy ilustre señor Miguel López de Legazpi, ante mi, Fernando Riquel, escribano de la dicha Armada, dijo que por cuanto su señoría envía al alférez general Andrés de Ibarra a hacer la amistad con un indio natural de esta isla llamado Calayón, que dijo ser principal, y conviene que en nombre de su Majestad se tome posesión de ella, por ende de todo lo demás a ella sujeto y comarcano, y en fe de ello otorgo el presente auto, ante mí el dicho escribano y testigos, Gabriel de Ribera, Amador de Arrizun, Juan Pacheco, gentiles hombres del señor gobernador Miguel López de Legazpi.
Y después de lo susodicho, el mencionado alférez general, Andrés de Ibarra, saltó a tierra por el poder que tiene del muy ilustre señor Miguel López de Legazpi, gobernador y capitán general, y tomó posesión de esta tierra de todo lo a ella sujeto y comarcano, y en señal de verdadera posesión se paseó de un cabo a otro, y cortó ramos de árboles, y arrancó yerbas, y tiró piedras, e hizo otros autos y ceremonias en señal de verdadera posesión según que en tal caso se suelen y acostumbran a hacer, lo cual pasó quieta y pacíficamente en haz y en paz de los presentes, siendo testigos fray Pedro de Gamboa y el alguacil mayor Gabriel de Ribera y Francisco
Escudero de la Portolla y Pedro de Herrera y otros muchos soldados. Y yo, el dicho Fernando Riquel, escribano susodicho, doy fe de lo que dicho es que ante mí pasó y fui presente a todo ello, juntamente con los dichos testigos, en fe de lo cual hice aquí mi firma y rúbrica acostumbrada y que es a tal en testimonio de verdad.
FERNANDO RIQUEL, escribano de Gobernación.
Al anochecer, las dos expediciones regresaron sin obtener resultado alguno. La primera volvió, además, con un hombre de menos, muerto atravesado a lanzazos por los indígenas.
El día 20 de febrero la armada, aprovechando la mayor frescura del viento y largando las gavias y algunas velas, abandonó el puerto de la isla de Samar o Ibabao y surgió al día siguiente en una bahía de la isla de Leyte, que los españoles llamaron San Pedro. En esta isla se acercaron a los navíos varios jefes nativos, atraídos más que nada por la curiosidad, y prometieron a los navegantes grandes cantidades de víveres. Se repetía la historia de Samar, pues todo quedó en vagas promesas que en ningún momento se materializaron.
Legazpi, por lo tanto, decidió después tomar posesión de la isla con toda solemnidad e ir con dos bateles remontando una ría ancha en dirección a un pueblo llamado Camungo. Se llevó consigo a los religiosos y al maestre de campo.
A medio camino empezaron a aparecer en la orilla numerosos indígenas en actitud hostil portando toda clase de armas: varas aguzadas, anchos escudos, pequeñas lanzas y alfanjes de muy distintas anchuras. Usaban asimismo arcos y flechas. Algunos vestían como defensa una especie de coseletes trenzados de caña y corteza gruesa de árbol. Los salvajes prorrumpieron en una terrible algarabía al paso de los bateles, mientras blandían sus machetes asestando mandobles a los árboles. Era impresionante ver a aquella masa de salvajes desnudos y tatuados vociferando y gesticulando en medio de la selva. Todos los intentos de Legazpi por apaciguarlos resultaron inútiles. Comprendiendo lo estéril de sus esfuerzos en este sentido, Legazpi ordenó virar los bateles.
—Dad la vuelta. Estamos perdiendo el tiempo.
—Si queréis ordenaré que abran fuego los soldados —sugirió el maestro de campo—, eso les dará un buen escarmiento.
Legazpi negó con la cabeza.
—No creo que sea necesario.
Sin embargo, la retirada hizo creer a los indígenas que los españoles les tenían miedo, por lo que les acometieron a pedradas adentrándose en el río. Sólo entonces consintió Legazpi que se disparasen un par de arcabuzazos.
—Disparad al aire. Sólo se trata de asustarlos.
Los dos disparos bastaron para disolver a los salvajes.
Al llegar a los barcos, Legazpi envió al capitán Goiti con la
San Juan
a costear la isla en busca de un buen puerto. El plazo fijado para la misión era de seis días, pero la patache tardó cuatro días más en volver y cuando lo hizo fue con un hombre menos, muerto por los indígenas.
—Hemos encontrado un puerto —informó el capitán Goiti— con unas doscientas casas. Había una embarcación grande cargada de arroz, y dos más comenzando la carga.
—¿Es la población hostil? —preguntó complacido Legazpi.
Goiti asintió con gesto entristecido.
—Han matado a mi asistente.
Legazpi hizo un gesto de contrariedad. No terminaba de entender por qué los nativos les eran tan hostiles.
—Zarparemos hacia allá inmediatamente. ¿Habéis visto signos de riqueza por algún sitio?
—Los habitantes llevaban joyas de oro macizo —respondió el capitán Goiti—. Y, lo que es mucho mejor —añadió—, poseen cantidad de puercos y gallinas.
EL JUNCO
El día 5 de marzo llegó la escuadra a Cabalian. Docenas de casas de madera construidas sobre pilares de piedra se levantaban entre cientos de cocoteros.
Detrás de los palmerales se divisaba un cerro alto en cuya falda se veían también abundantes granjas con grandes sementeras de arroz, mijo y otras labranzas, y por entre las casas correteaban sueltos docenas de puercos, gallinas y perros. Al acercarse las naves, la gente comenzó a salir de sus casas, pero nadie osaba acercarse a la playa.
—Contramaestre —ordenó Legazpi—, envía a tierra un batel con varios marineros. Que vayan en plan pacífico, sin armas, quiero demostrar a los indígenas que no venimos en son de guerra.
No tardó en subir a la nao capitana un pequeño grupo de cuatro indígenas.
Uno de ellos, llamado Camotuan, proclamaba ser el hijo del cacique de aquel pueblo, Maletec, él se presentaba al capitán generar para sangrarse.
—Es una ceremonia corriente en toda esta región —explicó Urdaneta—, consiste en un juramento de amistad llevado a cabo de una manera muy peculiar: ambas partes se sacan de sus pechos unas gotas de sangre, y, después de verterlas en una copa, las beben mezcladas con vino.
—Pregúntale —dijo Legazpi— por qué no ha venido su padre.
Camotuan respondió que éste era de edad muy avanzada.
—Pues dile que se sangre con el alférez mayor, que es mi hijo, y que yo me sangraré con el mismo Maletec cuando venga personalmente a la nao capitana.
Después de obsequiarles con refrescos, Legazpi ordenó que trajeran diversos regalos. Luego se dirigió otra vez a Urdaneta:
—Diles que necesitamos bastimentos, que estamos dispuestos a pagarlos bien.
Camotuan respondió asintiendo vigorosamente a las demandas de Urdaneta. Al día siguiente traerían todos los comestibles que necesitara la armada.
Cuando se marcharon, Legazpi se volvió a su viejo amigo.
—Parece que van contentos —comentó.
Urdaneta se acarició la barbilla, gesto mecánico que hacía cuando no estaba demasiado convencido de las apariencias.
—Parecen contentos, sí —dijo—, pero hay un no sé qué en ellos que no acaba de convencerme. Nos tienen miedo y desconfianza a la vez.
El instinto de Urdaneta no le engañaba. Al oscurecer se podía observar cómo los indígenas embarcaban a toda prisa a sus familiares y enseres a bordo de sus canoas. Incluso embarcaciones que tenían varadas en tierra, las botaban al agua. Muy pronto, todas las canoas habían partido velozmente por la costa adelante.
—Me lo temía —murmuró Urdaneta contemplando la huida en masa—, es evidente que están tramando algo.
El maestre de campo se acercó al capitán.
—¿Qué hacemos, capitán? , todos se escapan aprovechando la oscuridad.
Mañana nos encontraremos con el poblado desierto y sin un grano de arroz que comprar.
—Lo sé, maese del Saz, lo sé. A pesar de todo, no les molestaremos. Dejad que se vayan.
Como había vaticinado el maestre de campo, al amanecer, el poblado estaba completamente desierto. Al rayar el alba, el capitán general salió a cubierta. La quietud del momento se veía rota solamente por las cantinelas de los grumetes de guardia anunciando el nuevo día. Urdaneta, por su parte, hacía ya algún tiempo que paseaba por cubierta con su libro de oraciones en la mano, aunque todavía no había luz para leerlo.
—Buenos días nos dé Dios, capitán —saludó.
—Hola, Andrés —respondió Legazpi—. Me gustaría que requirieras a los nativos, una, dos y tres veces, que traigan las provisiones prometidas ayer.
—Bueno —sonrió Urdaneta—, no sé si será muy eficaz, pero lo intentaremos.