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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (102 page)

BOOK: Los navegantes
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Después de la larga y penosa travesía, Rodrigo se encontraba completamente perdido. Sus escasos conocimientos marineros le habían permitido encontrar las islas Filipinas, pero navegar entre los pequeños islotes con una embarcación tan poco ágil era otro cantar.

Cuando desde el barco oyeron los disparos realizados por los hombres de Juan de la Isla, el júbilo a bordo fue indescriptible.

—¡Disparen una salva! —ordenó Rodrigo con el corazón rebosando de alegría—. ¡Engalanen el barco con guirnaldas y banderolas!, ¡que ondee el pabellón de Castilla en lo más alto del mástil!

Poco después, los expedicionarios del capitán De la Isla trepaban por los costados de la
San Jerónimo
y se fundían en abrazos y gritos de júbilo con los marineros.

El primer contacto entre Filipinas y Nueva España se había realizado.

Atrás quedaban los sufrimientos y las vidas humanas que había costado.

—Bienvenidos a las Filipinas —exclamó De la Isla con emoción contenida.

—Me alegro de estar en casa —respondió Rodrigo, no menos emocionado.

Debido a los vientos contrarios y las corrientes, la nave debió bordear la isla de Cebú, por lo que la llegada al fuerte se vio retrasada un día más, y entonces se repitieron las escenas de júbilo. Aunque la alegría se vio un tanto ensombrecida por el relato de las tragedias vividas en la travesía.

Legazpi felicitó al contramaestre por su valor e hizo extensible esta felicitación a todos los tripulantes del navío. Era consciente de que si la rebelión hubiera salido adelante su situación en Cebú habría sido insostenible al cabo de algún tiempo.

Los prisioneros fueron trasladados a tierra y encerrados en el fuerte. Se abrió una investigación que señaló al escribano Juan de Zaldívar, después de los principales cabecillas que se habían quedado en la isla, como el máximo responsable de la sublevación. El escribano sabía con antelación el propósito de asesinar al capitán Sánchez Pericón y, además, él fue quien repartió las armas a los sublevados.

Legazpi ordenó que fuera ajusticiado. Con los demás culpables demostró su acostumbrada benevolencia.

CAPÍTULO XLVIII

LOS PORTUGUESES

A los pocos días de la llegada de la
San Jerónimo
, ocurrió un hecho curioso que poco tenía que ver con el arribo del barco. El maestre de campo Mateo del Saz regresó de una exploración trayendo consigo un indio mexicano llamado Juanes, natural de Santiago de Flatrelesco. Había llegado a las islas Filipinas más de veinte años atrás con la armada de Villalobos, como tripulante de la fragata que naufragó ante una de las islas. Fue reducido a esclavitud por los nativos junto con otros quince españoles. La llegada de los expedicionarios de Legazpi hizo que su amo le metiera en un cepo para que no se fugara al fuerte de los castellanos. En esa triste situación había permanecido todos estos meses, por lo que tenía las piernas hinchadas y apenas podía caminar.

—Lo primero que hizo al vernos —explicó el maestre de campo— fue hincarse de rodillas en el suelo y exclamar: «¡Yo creo en Dios!». Después juntó las manos y elevó sus ojos al cielo diciendo: «¡Bendito y alabado sea Dios Todopoderoso!».

Juanes de Flatrelesco había olvidado casi todo lo que sabía de castellano, pero recordaba muy bien sus oraciones. Era cristiano y había tenido dos hijas con una nativa del poblado de Tandaya a las que, en recuerdo de su religión, había puesto los nombres de Catalina y Juana. Curiosamente, él las llamaba Catalinica y Juanica.

—¿Y qué es de los otros quince españoles? —preguntó Legazpi.

—Muertos, todos —respondió el mexicano con dificultad—. Peleas, enfermedades...

—¿Recuerdas los nombres de alguno de ellos?

Juanes asintió.

—Yo acuerdo.

Lentamente, fue desgranando los nombres de los quince compañeros de infortunio, de los que el maestre de campo fue tomando nota para su posterior envío a la Real Audiencia de Nueva España.

Cuando Legazpi terminó el interrogatorio, puso una mano sobre el hombro del atribulado mexicano.

—Desde ahora eres un hombre libre —dijo—, podrás vivir donde te plazca y con quien te plazca. Diré a Tupas que lo comunique así a tu antiguo amo.

Con lágrimas en los ojos, Juanes cayó de rodillas y besó la mano del guipuzcoano.

—Gracias... Yo trabajar para castellanos. Yo conocer la isla bien. Ser útil a vos...

—Me parece muy bien. Serás nuestro guía en las expediciones que hagamos por la isla.

En los meses que siguieron al enrolamiento de Juanes demostró que sus conocimientos de la isla podían ser muy beneficiosos a los expedicionarios. No sólo les enseñó atajos y senderos nuevos, sino que les facilitó conocimientos sobre las cosechas de Cebú. Por él supieron los castellanos cuándo y dónde podían acudir a requerir su parte en los cereales que producía la isla. Pronto se puso en evidencia la mala fe con la que los cebuanos habían actuado hasta ese momento. La supuesta escasez pronto dejó de serlo.

El mexicano contribuyó a favorecer el más rápido conocimiento de los recovecos del laberinto filipino. La consolidación de los castellanos en la isla de Cebú era ya un hecho. Había que ensanchar sus expediciones a otras islas, y Legazpi eligió Mindanao. Para dar el primer paso, envió a Mateo del Saz y el capitán Goiti con la
San Juan
y medio centenar de marineros y soldados.

Al llegar los expedicionarios a esta isla pronto se dieron cuenta de que nada tenía que ver con la de Cebú. El puerto principal de Mindanao era una amplia bahía en la que había anclados numerosos barcos procedentes en su mayoría de China. La ciudad era inmensa; chozas humildes al lado de grandes mansiones de ricos comerciantes, calles más o menos tortuosas abarrotadas de gente que no se sabía bien adónde iba o de dónde venía. Pero, lo que sin duda más destacaba a la vista era el suntuoso palacio que se levantaba en la colina. Juanes les informó de que pertenecía al rajá de la isla.

Al poco de echar el ancla se acercó a la nave un parao, a cuyos tripulantes, una representación del rajá, Mateo recibió a bordo con suma cortesía y les hizo numerosos regalos. Los emisarios le comunicaron que su señor tendría mucho gusto en recibir a los enviados del rey de Castilla, que sabía que se habían establecido en Cebú.

El maestre eligió a cuatro de entre sus hombres y junto con Juanes acompañó a los emisarios a palacio. Sin embargo, en la orilla les esperaba una sorpresa.

—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó Mateo—. ¿Qué diablos es esto...?

Cuatro enormes elefantes esperaban a los castellanos en la orilla. Los corpulentos animales, ante el asombro de los expedicionarios, se adentraron en el agua para conducirlos sobre sus lomos. Los paquidermos iban cubiertos de finísima seda y eran conducidos por habilidosos
mahouts
que montaban a horcajadas sobre su cuello.

Con gran trabajo, los seis hombres treparon hasta unas cestas que se bamboleaban sobre los lomos de los enormes animales. Poco después llegaban, entre la curiosidad de los habitantes y el griterío de los niños, al palacio del rajá.

Un enviado de éste les recibió con la más exquisita y reverenciosa cortesía al pie de una escalinata de mármol veteado. El lujo del lugar contrastaba con la pobreza de muchas de las Chozas que bordeaban la bahía. El inmenso jardín era un estallido de color, flores exóticas de gran belleza y colorido crecían en cuidados estanques sobre los que el agua caía en cascada en un suave murmullo, senderos de grava roja conducían a misteriosos recovecos cubiertos de exuberante vegetación. Una vez hubieron subido la escalinata, los castellanos se encontraron con una amplia terraza que daba entrada a un enorme salón. Grandes columnas de un blanco inmaculado sostenían una enorme bóveda, en las paredes colgaban lienzos con diversos motivos de caza, enormes candelabros de oro refulgían en un derroche de ostentación.

—¡Esto es increíble! —masculló Mateo—. ¡Semejante lujo no lo tiene ni el rey de Castilla!

El rajá de Mindanao era un hombre de mediana edad vestido a la usanza árabe, con amplios pantalones y camisa con manga larga de seda cruda. Les recibió en un trono, rodeado de altos dignatarios. Todos ellos portaban el
kriss
malayo en la cintura con empuñaduras de oro y piedras preciosas.

Por medio de un portavoz, el rajá les dio la bienvenida y les autorizó a comerciar como les placiese. Sin embargo, a pesar de su amabilidad se podía adivinar en sus palabras que la presencia de los castellanos en aquellas aguas no le causaba ningún placer, era evidente que desconfiaba de sus intenciones. Pero, sin duda, la potencia de los cañones castellanos era un argumento contra la tentación de expulsarles abiertamente.

Tras la breve audiencia, Mateo y sus acompañantes se retiraron y dedicaron el resto del día a visitar la ciudad. No lejos del puerto había un bazar en el que docenas de mercaderes a pequeña y gran escala intercambiaban sus productos a grandes voces y con muchos aspavientos. Para sus transacciones usaban monedas de oro, plata y bronce acuñadas en China. A juzgar por los barcos anclados en el puerto, era con esta nación y con Malaca con las que comerciaban la casi totalidad de sus productos.

Al día siguiente, Mateo autorizó a los marineros que no estuvieran de guardia a hacer sus propias transacciones.

—Permaneceremos en este puerto dos días —les anunció—, durante los cuales todo el que quiera podrá realizar sus compras o intercambios de productos.

Sólo debo recordaros que la canela es un monopolio reservado exclusivamente a la Corona, por lo que queda totalmente prohibido realizar ninguna compra de esta especia a no ser para uso personal.

Por las murmuraciones que siguieron a las palabras del maestre, era evidente el descontento que estas medidas generaban. Entre todas las especias que se cultivaban en las islas era la canela la que más abundaba y más alto se cotizaba en los mercados europeos. Un saco de este producto podía hacer rico a quien consiguiera llevarlo a Castilla. Muchos de los expedicionarios no veían justo que el rey se reservara para sí su comercio, y Goiti observó con preocupación las miradas de rencor que algunos marineros dirigían al maestre.

—No sé qué culpa tendréis vos de estas ordenanzas, maese Mateo, pero lo cierto es que hay aquí gente que os mira como si fueseis vos mismo quien las promulgó. Algunos miembros de esta expedición son menos de fiar que los hombres del rajá.

Mateo asintió.

—Lo sé. Ya ha habido dos intentos de sublevación, y no sé por qué pero me parece que se está tramando otra.

Las sospechas del maestre de campo se vieron plenamente confirmadas justamente veinticuatro horas más tarde. Un grupo de sediciosos capitaneados por el marinero portugués Joanes Gómes había decidido aprovechar la estancia de la nave en Mindanao para apoderarse de ella.

—Aprovecharemos el momento en que los marineros salten a tierra esta tarde —informó a sus secuaces—. Cuando sólo queden a bordo los de la guardia, mataremos a Mateo en su camarote y nos haremos con el barco.

Tal como habían planeado, cuando juzgaron que la mayoría de los marineros estaba en tierra, Gómes y un compinche irrumpieron en el camarote del maestre sin previo aviso. Sin embargo, no contaron con que éste era un hombre previsor y tenía preparada una pistola cargada y una espada.

Al ver entrar de tal guisa a los dos hombres, Mateo se abalanzó sobre la pistola y, prácticamente sin apuntar, disparó a quemarropa contra el primer hombre. Gómes, que venía detrás, consiguió herirle con su machete, pero la alarma estaba dada. Los soldados de guardia redujeron en un breve combate a los amotinados y mataron a dos de ellos.

El capitán Goiti se hallaba curioseando en el puerto cuando oyó un disparo de pistola, seguido de dos más de mosquete. Algo estaba ocurriendo en la nave. Sin perder tiempo, volvió a la carrera sorteando a hombres y animales, saltó sobre el esquife, custodiado por un soldado, y entre ambos remaron frenéticamente hasta alcanzar la nao. Con la agilidad de un simio trepó por la escala hasta cubierta con la espada en la mano. Sin embargo, a pesar de la rapidez con la que había regresado, el motín había sido ya anulado. Dos hombres yacían muertos en el suelo y otros varios estaban siendo desarmados por el oficial de guardia. No le hicieron falta explicaciones sobre lo que había ocurrido, era demasiado evidente.

—Metedles en los cepos —ordenó—. ¿Dónde está Mateo?

—En su camarote —respondió un soldado—. De ahí ha salido el primer disparo.

Goiti se precipitó hacia popa temiendo lo peor. La puerta estaba bloqueada por algún objeto pesado.

—Echadme una mano —gritó.

Entre tres hombres consiguieron abrir la puerta, bloqueada por el cadáver de Gómes. El otro hombre yacía un poco más lejos. Una punta de acero, teñida de sangre, le sobresalía por entre los omoplatos. Sobre el camastro, una figura respiraba con dificultad mientras una mancha roja se extendía lentamente sobre su camisa.

—¡Mateo! —exclamó Goiti—. ¡Estáis herido!

—Una pequeña herida —murmuró quedamente.

Goiti le rasgó la camisa para poner al descubierto el pecho.

Restañó la sangre con cuidado dejando al descubierto una fea herida producida por un machete. Sonrió al herido tratando de disimular su preocupación.

—Pronto os pondréis bien —dijo tratando de no mirar los ojos del maestre.

Taponó el orificio como pudo y vendó el pecho fuertemente para evitar más pérdida de sangre. A pesar de todo, sabía que sus esfuerzos eran en vano, había visto suficientes heridas como aquélla para saber que Mateo nunca volvería a comandar los soldados. Entre dos instalaron al maestre en su camastro lo más cómodamente posible. Acto seguido Goiti salió a cubierta. Todos los marineros habían vuelto ya o estaban a punto de hacerlo atraídos por los disparos. Señaló a los prisioneros.

—Ponedles a todos a buen recaudo. Serán juzgados en Cebú. —A continuación señaló con la cabeza hacia la proa—. ¡Levad anclas y largad trapo!

Nos vamos.

El maestre de campo Mateo de Saz murió durante la travesía.

La llegada de la expedición al fuerte fue triste. Legazpi escuchó acongojado las explicaciones de Goiti sobre lo sucedido. El maestre había sido para él su mano derecha. No había nada que no supiera sobre lo que estaba sucediendo en el fuerte. El capitán Mateo del Saz pertenecía a esa rara categoría de hombres nacidos para ser fieles a una causa, fueran cualesquiera las circunstancias que les pusieran a prueba. El maestre rechazaba por instinto la menor traición, pero la posibilidad de ser objeto de una malquerencia le afectaba profundamente. Hombre prudente sobremanera y muy valeroso al propio tiempo, era, además, sumamente honrado. Saz había llegado a conocer tan bien a Legazpi que adivinaba sus pensamientos. La pérdida de una persona así iba a ser muy sentida.

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