No hubo lucha. El junco advirtió enseguida la desproporción de las fuerzas y arrió las velas.
Como había supuesto Bondo, las bodegas del junco estaban repletas de indígenas cargados de cadenas.
—¡Dejadles en libertad! —ordenó Salcedo—, y encadenad a los chinos.
Cuando todos los desventurados luzones estuvieron en cubierta, Salcedo se dirigió a ellos a través de un intérprete.
—En nombre del rey de Castilla os doy la libertad. Nosotros no queremos vuestra esclavitud, sólo deseamos vuestra amistad. Prometed vasallaje a nuestro rey y os protegeremos de vuestros enemigos. Nunca más ninguno de vosotros será esclavo de nadie.
Cuando Salcedo terminó su perorata, uno de los más ancianos de los cautivos se acercó al joven capitán e, hincándose de rodillas, tocó el suelo con la frente.
—Te agradecemos el que nos des la libertad y juramos fidelidad eterna a tu rey y magnánimo señor.
El padre Alvarado se acercó.
—Dejadme que les dirija unas palabras.
—Adelante, padre.
—Hemos venido —dijo levantando con dulzura al postrado indígena— no a esclavizaros, sino a traeros la libertad y la luz. La luz de una religión de amor y de paz. Todos somos hermanos, todos somos iguales a los ojos de Dios. El Señor envió a este mundo a su Hijo para salvarnos. Y éste nos envía a nosotros. Os prometemos que divulgaremos esta palabra de amor, construiremos iglesias en las que podáis adorar a nuestro Creador y os bautizaremos en su nombre para que podáis entrar en el Reino de los Cielos.
Aunque los nativos no entendieron muy bien lo que significaba todo aquello, era evidente que un lenguaje de paz y de amor procedente de quienes acababan de devolverles la libertad tenía la mitad de la batalla ganada.
El terreno estaba abonado para una futura llegada de los misioneros.
El hidalgo proceder valió al joven capitán la clamorosa y entusiasta adhesión de los habitantes de la zona.
—¿Qué hacemos con los chinos, capitán?
Salcedo se encogió de hombros.
—Dejadles ir. Pero advertidles que nunca más vuelvan por aquí. Serán colgados del palo mayor si se atreven a acercarse a Luzón.
CAPITULO LIV
MALIMPUT
El cacique de Malimput era un hombre de mediana edad de ojos astutos e inquietos. La llegada de los castellanos a su territorio le había puesto en la disyuntiva de escoger entre el sometimiento al rey de Castilla o la oposición a tan mortíferas armas. Como ninguna de las dos opciones era de su agrado, decidió buscar una tercera alternativa.
Cuando Salcedo y sus soldados llegaron al pueblo, Malimput los recibió con toda pompa y ceremonia, anunciándoles que estaban preparando un banquete en su honor. Efectivamente, media docena de cabras y otros tantos corderos atravesados por estacas giraban lentamente encima de sus respectivas hogueras.
El olor a carne asada se extendía por todo el campamento excitando el apetito de los hambrientos expedicionarios.
—Los soldados esperan vuestras órdenes, capitán —dijo Juan de Ayala.
Salcedo repasó con una mirada atenta el campamento de sus soldados y aliados, que ocupaban una amplia llanura en las afueras del poblado. A poca distancia, un centenar de nativos se afanaban preparando el banquete. Todo parecía normal. Sin embargo, había una cosa que inquietaba al joven capitán: no parecían flotar en el ambiente las chanzas y risas que solían acompañar los preparativos de una fiesta. Incluso los niños parecían haber sido apartados de las hogueras.
—Hay algo que no acaba de gustarme, Juan. ¿Qué piensas del ambiente?, ¿dónde están los niños?, parece que los han recluido en sus casas.
—Ahora que lo mencionáis —respondió Ayala—, sí que hay algo raro. Los nativos enseñan los dientes en unas amplias sonrisas, pero enseguida evitan nuestra mirada. ¿Estarán preparando una traición?
—Avisa al sargento Jimeno. Que todos los hombres se mantengan atentos, con las armas a mano. Queda prohibido beber vino durante la cena. Los quiero a todos con la cabeza despejada. Dile a Bondo que quiero verle.
El jefe de los aliados se presentó al poco tiempo.
—¿Tú quieres ver a Bondo?
Salcedo puso una mano en el hombro del jefe cebuano.
—Quiero que estés muy atento a lo que pasa en este poblado. Hay algo que no me gusta. ¿Notas tú alguna cosa rara?
El nativo hizo un gesto de duda.
—Yo envío a hombres al poblado para observar. Luego digo. Ahora vosotros atentos.
Los preparativos del banquete estaban ya ultimados cuando Bondo se acercó a Salcedo, que estaba departiendo con Malimput. El aliado castellano se dirigió a Salcedo con una sonrisa, como si lo que le comunicaba fuera un parte de rutina.
—Vino envenenado —dijo—, no bebe.
Salcedo no movió un solo músculo de su rostro al recibir la noticia. Al contrario, respondió a la sonrisa de Bondo con otra sonrisa, y le dio un golpecito en el hombro.
—Gracias, Bondo. Beberemos agua.
Levantando la voz se dirigió a Juan de Ayala, que se encontraba a poca distancia.
—¡Juan! Avisa a todos los hombres que no prueben el vino, está envenenado.
A continuación se volvió hacia Malimput con una amplia sonrisa, como excusándose por haberle dejado un poco de lado. Con la ayuda de un intérprete se interesó por los problemas del pueblo, y mostró su extrañeza por la ausencia de niños. El comentario cogió al cacique un tanto a contrapié, y respondió azorado algo confuso acerca de una enfermedad infantil que los mantenía dentro de sus casas. Salcedo no insistió y acompañó a Malimput hacia el lugar donde estaban ya sentados los principales del pueblo sobre unas grandes alfombras multicolores.
Cada hombre tenía a su disposición un enorme cojín sobre el que se podía respaldar o apoyarse. La comida la servían las mujeres en grandes fuentes de madera tallada que colocaron entre los comensales.
Varias jóvenes, encargadas del vino, repartieron entre los expedicionarios cuencos de madera que a continuación llenaron del ácido vino de palmera de la región. Salcedo contempló de reojo la mirada un tanto inquieta que Malimput dirigía a los vasos de vino que todos los castellanos y sus aliados habían depositado en el suelo, a un lado. Nadie parecía tener prisa en beber.
Según transcurría la cena, las miradas de inquietud del cacique se transformaron en abierta preocupación, no exenta de temor, al ver que sus invitados no probaban el vino. El joven capitán castellano observaba un tanto divertido la cara pálida de Malimput, que apenas acertaba a balbucear respuestas incoherentes a las preguntas y comentarios de sus invitados.
Al final de la cena, Juan de Ayala se dirigió a su capitán.
—¿No creéis que deberíamos prender a este hombre?
Salcedo negó con la cabeza.
—Espero que esto les haya servido de lección. Saben que estamos al corriente de sus planes y, sin tener que decírselo, saben también que les hemos perdonado la vida.
Ayala movió la cabeza, como dudando de que los nativos reaccionaran tan positivamente.
—De todas formas —comentó—, ordenaré que pongan doble guardia. No me fío de este Malimput.
La desconfianza del alférez castellano salvó a los expedicionarios, pues poco antes del alba los hombres de Malimput, aprovechando que los españoles estaban entregados al descanso, atacaron el campamento con todo sigilo.
—¡A las armas!, ¡nos atacan!
Los gritos de alarma de los centinelas, unidos al estampido de sus mosquetes, pusieron en un instante en movimiento a los castellanos y sus aliados.
Durante algún tiempo, la sorpresa del ataque, unida al número muy superior de atacantes, pusieron en peligro la integridad de la fuerza expedicionaria; Sin embargo, los soldados habían sido bien elegidos, eran hombres que no se asustaban fácilmente ni estaba en su vocabulario la palabra
pánico
.
Bajo las órdenes de sus oficiales, formaron rápidamente un círculo compacto, dentro del cual unos se colocaban sus armaduras, mientras otros les protegían. Al mismo tiempo, algunos hombres pudieron disparar sus mosquetes, que habían dejado cargados cumpliendo las órdenes del desconfiado alférez.
Poco a poco, la horda atacante fue aflojando la presión al ver que la sorpresa había dado paso a una tenaz y muy eficaz resistencia. Los cuerpos de los asaltantes se amontonaban formando una muralla humana que dificultaba más todavía el asalto al campamento castellano. Según pasaba el tiempo los fogonazos de los mosquetes se hacían más seguidos.
Jadeando fatigosamente y sin parar de asestar mandobles, Salcedo se acercó al sargento Jimeno.
—Sargento, consigue un par de hombres para cargar una culebrina... Que la disparen aunque sólo sea con pólvora.
Domingo Jimeno paró un golpe de lanza con la rodela y asintió.
—Bien, capitán.
Las órdenes fueron obedecidas rápidamente y un fogonazo seguido de un trueno retumbó por encima del griterío de la batalla.
El efecto fue demoledor. Si los nativos habían empezado a dudar de sus posibilidades, ahora el terror atenazó repentinamente sus brazos y piernas. Aquel estruendo y fogonazo en la penumbra del alba resultó aterrador. Como si se tratara de una señal, los nativos huyeron despavoridos. Atrás quedaron más de un centenar de muertos, entre ellos el traidor Malimput.
La característica principal de la campaña llevada a cabo por Salcedo fue la rapidez. Puso a prueba la resistencia de sus soldados una vez tras otra. Solamente la carencia de alimentos le disuadió de doblar el cabo Bojeador, en el extremo septentrional de Luzón.
—Los soldados están exhaustos —le advirtió Juan de Ayala—. Llevamos meses sin parar. Y en la última semana apenas hemos comido. Además —añadió señalando el horizonte—, creo que tenemos una tormenta encima. Más nos vale buscar el amparo de alguna cala.
Salcedo se recostó contra la baranda del puente de mando de la fragata.
Tras él seguía una multitud de diversas embarcaciones que formaban una armada heterogénea.
—Bien —asintió a regañadientes—, nos dirigiremos a tierra.
Aunque todos redoblaron esfuerzos para llegar a algún punto de la costa que les protegiera del fuerte viento, no pudieron evitar que las grandes olas que se levantaron hundieran dos de sus embarcaciones. Varios nativos desaparecieron bajo las aguas.
Una vez en tierra, después de asegurar los paraos en la playa lejos del alcance de las olas, y con las fragatas bien ancladas por proa y popa, Salcedo, incansable, eligió una docena de los arcabuceros más resistentes.
—Vamos a explorar el interior para ver si encontramos comida —gritó a Juan de Ayala por encima de la fuerza del viento—. Llevaremos una veintena de los hombres de Bondo.
—Bien —respondió Ayala—. Mientras tanto, levantaremos un campamento e intentaremos pescar algo cuando se calmen las aguas.
Salcedo contempló las altas palmeras doblándose bajo el impulso de un viento huracanado. Había visto ya unas cuantas tempestades desde que llegó a las Filipinas y sabía que el huracán no duraría. Además, cuando se adentraran en la selva el efecto del viento se amortiguaría mucho. Lo peor era la lluvia, una cortina de agua que caía sin cesar y que lo anegaba todo. Los soldados tenían que proteger la pólvora y las armas para que se mojaran lo menos posible. Acuciado por la necesidad, el destacamento de Salcedo se adentró en la espesura desafiando las iras del averno.
Durante dos días los expedicionarios siguieron el cauce de un río. Salcedo sabía que tarde o temprano encontrarían algún poblado en sus orillas. Sus esperanzas se vieron confirmadas al tercer día. El viento había amainado y la lluvia había cesado completamente el día anterior. Los expedicionarios habían podido, por fin, encender hogueras durante la noche y secar la pólvora.
Uno de los nativos que se había adelantado para explorar volvió a la carrera hacia Salcedo.
—Poblado —dijo entrecortadamente—. Allí. Hombres armados, muchos. Venir hacia aquí.
Salcedo miró a su alrededor buscando un lugar fácilmente defendible.
Hacía escasos minutos que habían atravesado un claro en la selva. Formarían un cerco en el medio, lejos de los árboles.
—¡Seguidme todos! —gritó.
Apenas habían dejado su impedimenta en el suelo y clavado sus horquillas en la tierra reblandecida por las lluvias, cuando aparecieron los primeros indígenas. No llegaron en tropel, sino que se acercaron cautelosamente por entre los árboles.
El sol lucía ya alto, casi en el cenit, y de la tierra, todavía empapada, se elevaba una especie de neblina que daba al claro elegido por Salcedo un aire fantasmagórico.
—Debe de haber unos trescientos, capitán —calculó uno de los soldados.
Salcedo volvió la cabeza hacia el que había hablado. Se llamaba Ignacio y era de Fuenterrabía. Era poco más joven que él mismo y le había elegido por el demostrado valor en anteriores batallas. Su voz no estaba alterada en absoluto por el miedo, sencillamente parecía estar comentando un hecho.
—Sí —respondió Salcedo—. Parece que vamos a estar ocupados el día de hoy. No disparéis hasta que nos ataquen.
Los soldados habían formado un gran círculo separados por dos pasos.
Todos los castellanos se habían puesto sus armaduras y cascos, habían apoyado los arcabuces en sus horquillas y tenían sus rodelas y espadas a los pies. Sabían que en cuanto dispararan sus armas, no tendrían tiempo para volver a cargarlas.
Los veinte aliados nativos se encontraban dentro del círculo blandiendo nerviosos sus lanzas y jabalinas. Sus escudos, hechos de corteza de árbol, eran mayores que las rodelas castellanas.
De repente, a una señal del que parecía ser el jefe, los aborígenes se lanzaron con grandes alaridos contra el círculo de defensores.
—¡Fuego!
El tronar de los doce arcabuces produjo un efecto devastador entre los atacantes. Algunos de los arcabuceros habían cargado sus armas con dos balas unidas por un alambre, lo que producía efectos mortíferos a corta distancia, pues un solo disparo podía producir tres o cuatro bajas en el enemigo. El estampido de las armas de fuego silenció los gritos y detuvo el avance de los indígenas, que por un momento parecieron desconcertados.
Sin embargo, los gritos de su jefe hicieron que pronto recobraran el ánimo y volvieran a cargar contra los soldados castellanos. Esta vez tendrían que defenderse con sus espadas. Poco a poco, el círculo defensivo fue ampliándose y dispersándose a lo largo y ancho del claro de la selva.