Salcedo, rodeado de enemigos, observó que el cacique de aquella gente era el que les mantenía el ánimo con sus gritos y arrogancia. Si conseguía callarlo, los demás no tardarían en retirarse. Sin pensarlo un momento, se lanzó entre una maraña de nativos contra aquel hombre que agitaba su lanza y escudo, desgañitándose a cincuenta pasos de distancia.
Todo el valor que parecía mostrar el cacique desapareció, sin embargo, en cuanto Salcedo se le acercó. Se escabulló rápidamente entre los árboles.
Pero Salcedo comprendió en seguida que acababa de cometer un gran error. Se había quedado aislado, completamente solo, rodeado de enemigos. Las flechas y lanzas le llovían de todas partes.
De repente, al joven capitán le vino a la mente la muerte de Magallanes en Mactán. También él se había encontrado solo, rodeado de un grupo de indígenas, y aunque su armadura le había protegido, al final, un lanzazo en una pierna le impidió retirarse con los suyos. Salcedo confiaba en que a él no le ocurriera lo mismo. De todas formas, era cuestión de tiempo que alguna de aquellas lanzas o flechas le hiriera en un punto vulnerable. Por otro lado, su brazo mostraba ya cansancio. Apoyó su espalda en una roca providencial y desvió la punta de un afilado bambú que se dirigía hacia su garganta. El peto de su pecho subía y bajaba al tiempo que sus pulmones buscaban afanosamente un aire que parecía no existir. Gruesas gotas de un sudor pegajoso le caían sobre los ojos impidiéndole ver con claridad. Ante él solo había rostros salvajes sedientos de sangre, de su sangre.
En ese momento, cuando todo parecía ya perdido, vio como en un sueño un brillo que se filtraba a través de aquella maraña de brazos y piernas desnudos.
No había duda, era el reflejo del sol en las armaduras. Y eso sólo podía significar una cosa: los suyos venían en su ayuda.
—¡Hola capitán, no se os puede dejar solo, pardiez!
Era la voz inconfundible del joven Ignacio. Salcedo le habría sonreído si no hubiera tenido que quitarse de encima a dos indígenas que parecían dispuestos a acabar con él. Un momento después, la mitad de sus hombres habían formado un escudo humano a su alrededor, y, poco a poco, los aborígenes fueron cediendo desmoralizados al ver que sus flechas y lanzas poco podían contra aquellos hombres de hierro.
El claro de la selva, que momentos antes era un estallido de verdor, ahora aparecía salpicado de rojo, del rojo brillante de la sangre. Docenas de cuerpos medio desnudos yacían sobre el terreno desangrándose lentamente. Muchos estaban ya muertos, otros no tardarían en estarlo.
Salcedo se quitó el casco y se secó el sudor que le empapaba la frente. Se acercó al grupo que formaban sus aliados cebuanos, que eran los que habían recibido la peor parte, pues no tenían corazas para protegerles. La mitad habían muerto o no tardarían en hacerlo; otros diez, aunque heridos de diversa consideración, sobrevivirían. Entre los castellanos casi todos habían recibido alguna herida en las piernas o partes del cuerpo desprotegidas, dos soldados tenían heridas de gravedad en la cabeza y poco se podía hacer por ellos.
—Capitán, estáis sangrando.
Preocupado por los demás, Salcedo no se había dado cuenta de que él mismo había recibido varias heridas superficiales.
—No es nada —dijo restándole importancia—. En cuanto nos vendemos las heridas, nos acercaremos al poblado de esta gente. Tenemos que conseguir comida.
Según iban pasando las semanas y sus exiguas fuerzas descendían en número, Salcedo comprendió que su campaña carecía de eficacia mientras no dispusiera de un sólido punto de apoyo.
—Creo, caballeros —dijo a sus oficiales—, que tendremos que hacer lo que mi abuelo hizo, primero en Cebú y después en Manila: construir un fuerte sobre el que podamos apoyarnos, guarecernos y, sobre todo, dejar a nuestros heridos y enfermos.
—Estoy de acuerdo —intervino el alférez Hurtado—. Aunque debe ser un sitio en el que los nativos nos sean fieles y nos ayuden a construirlo.
Juan de Ayala se acarició la espesa barba.
—Sí, creo que es una buena idea. Hay que elegir un punto céntrico desde el que podamos acudir rápidamente a cualquier parte de la isla.
—¿Qué tal el pueblo de Vigan? —sugirió el sargento Jimeno.
Salcedo se acordaba perfectamente del poblado citado. Estaba en la provincia de Ilocos, una región en la que últimamente se producían a menudo incursiones de los traficantes de esclavos procedentes principalmente de China.
—Puede ser interesante —dijo—. Han sufrido muchos ataques de los traficantes de esclavos. Seguramente darán la bienvenida a un fuerte que les proteja.
—Fray Espinar y yo haremos una intensa campaña para atraernos las voluntades de los nativos —propuso fray Alvarado—. Estoy seguro de que nos escucharán.
En efecto, la campaña emprendida por los agustinos produjo notables resultados. Los indígenas de la región se volcaron, en ayuda de los castellanos, contentos de tener cerca un aliado poderoso, capaz de defenderlos de toda clase de enemigos. Antes de dos meses habían levantado entre todos un pequeño fuerte en el que Salcedo decidió dejar a veintisiete soldados, al mando del alférez Hurtado, y a uno de los clérigos.
El joven capitán estaba ansioso por continuar la expedición y explorar el extremo septentrional de Luzón, por lo que, en cuanto vio que el fuerte estaba más o menos terminado, reunió a todos los soldados en el pequeño patio de la fortaleza. No llegaban a cincuenta, justo la mitad de los que habían salido con él hacía seis meses.
A su lado, se apiñaban expectantes los nativos de Cebú que le habían acompañado durante toda la expedición. También ellos habían sufrido numerosas bajas. De los más de trescientos que habían partido de Manila, apenas quedaban cien en disposición de luchar.
—Quiero que sepáis —les comunicó—, que he decidido explorar todo el norte de Luzón. Sé que la costa está formada por altos acantilados de difícil acceso y que las tribus que habitan esas áreas son hostiles. Por si eso fuera poco, nosotros cada vez somos menos. No obstante —prosiguió—, terminaremos la exploración de la isla antes de volver a Manila.
El murmullo entre las filas de los soldados indicaba bien a las claras el poco entusiasmo que les causaba la decisión de su joven capitán. Los soldados llevaban muchos meses luchando y viviendo en un ambiente hostil y muchos de ellos se hallaban enfermos si no heridos; algunos, ambas cosas.
—Llevaré conmigo una veintena de hombres y a la mitad de nuestros aliados, los demás os quedaréis aquí para terminar la construcción del fuerte.
El 26 de julio doblaba Salcedo el cabo Bojeador al frente de su exigua flota. Como le habían informado, la costa estaba formada por impresionantes acantilados escarpados, que el mar, cuando se enfurecía, azotaba violentamente.
Sólo en algunas calas vieron pequeños poblados de pescadores, cuyos habitantes se internaban en la selva cada vez que desembarcaban los expedicionarios.
—No parece que en esta zona vayamos a ganar muchos amigos. —Juan de Ayala se apoyó en la popa de la fragata viendo alejarse la pequeña ensenada en la que habían desembarcado sin resultado.
—Sólo hay pequeñas poblaciones que no deberían causar problemas —
respondió Salcedo—. Creo que el trabajo más duro está hecho ya. Dentro de unos días terminaremos la circunvalación de la isla. Con un poco de suerte, estaremos en Manila dentro de una semana.
—Habrá que enviar tropas de refresco al fuerte —sugirió Ayala.
—Será lo primero que haga. En cuanto vea a mi abuelo, le pediré que envíe un destacamento.
—Pues a ver si tenemos suerte y estamos pronto en Manila. Tengo ganas de ver cómo va la construcción de la ciudad.
Sin embargo, las dificultades todavía no habían terminado para los expedicionarios. El 15 de agosto el cielo se oscureció súbitamente y se levantó un fortísimo viento que zarandeó las pequeñas naves como si fueran juguetes.
—¡Hay que alejarse de la costa! —gritó Salcedo.
Las enormes rocas puntiagudas de los acantilados se alzaban amenazadoras apenas a doscientos pasos de distancia. Con grandes esfuerzos, los tripulantes de la fragata consiguieron mantenerla a una distancia prudencial de las rocas. De los paraos no había ni señales. Durante todo el día, el viento sopló como si quisiera borrar de la faz de la tierra toda existencia. Enormes olas hacían peligrar la pequeña embarcación, que se debatía desesperadamente entre enormes masas de agua. El océano enfurecido amenazaba tragarse la nave de un momento a otro.
—¡Roca a estribor!
Salcedo dirigió la mirada rápidamente a su derecha. Efectivamente, justo a flor de agua se adivinaba la negrura de una roca que parecía acercarse a ellos por momentos.
—¡Todo a babor!
Aunque el timonel giró prestamente la caña siguiendo las órdenes del capitán, era demasiado tarde para salvar la nave. Con un crujido siniestro, las cuadernas del pequeño buque se hicieron astillas contra las afiladas aristas y un torrente de agua inundó en cuestión de segundos el interior del barco. Salcedo se encontró, de repente, solo en medio del mar embravecido, tratando desesperadamente de mantenerse a flote. Nunca se había molestado en aprender a nadar y ahora lo lamentaba profundamente. Parecía que todo había terminado para él. El agua del mar anegaba sus pulmones cada vez que intentaba coger una bocanada de aire, la vista se le nublaba. «¡Virgen Santa, intercede por un pecador que va a morir!», rogó.
De repente, un objeto le golpeó en la espalda. Con los ojos cegados por el agua salina vio que era un barril vacío. Se aferró a él con todas sus fuerzas.
Dos días más tarde, calmada ya la tempestad, Salcedo fue recogido por una embarcación que se dirigía a Manila, y el 21 de agosto de 1572, llegaba a la capital de Luzón ya repuesto de su odisea. Allí le esperaba una sorpresa desagradable.
La pequeña casa donde Legazpi había instalado su residencia estaba repleta de gente. Al acercarse el joven, el padre Rada salió a su encuentro.
—Me alegro de verte, hijo.
Salcedo le miró inquieto.
—¿Qué pasa, padre?, ¿qué hace aquí esta gente?
Fray Martín de Rada movió la cabeza apesadumbrado.
—Tu abuelo, hijo. Falleció anoche.
Juan de Salcedo se quedó mirando al clérigo con los ojos abiertos por la incredulidad. Por fin, consiguió balbucear.
—¡Mi... mi abuelo, muerto!
El cosmógrafo y matemático agustino que tanto había colaborado con Legazpi en los últimos años bajó la cabeza escondiendo una furtiva lágrima.
—Anoche. Me llamaron de madrugada, pero cuando llegué ya había entregado su alma a Dios.
—Pero..., pero mi abuelo se encontraba perfectamente cuando salí...
—De eso hace ya un año —le recordó el agustino—. De todas formas, nada hacía presagiar tan triste desenlace. Aunque bien es verdad que había recibido muchos disgustos últimamente que debilitaron su corazón.
—¿No llegó a recibir los últimos sacramentos?
El padre Rada movió la cabeza negativamente.
—Me temo que no. Pero sí que te puedo asegurar que hace cinco días, con motivo de la festividad de la Asunción de Nuestra Señora, hizo una confesión general conmigo y comulgó devotamente. Te aseguro, hijo, que su alma quedó limpia.
Salcedo asintió conmovido.
—Me gustaría verlo.
—Por supuesto. Acompáñame.
El conquistador de Filipinas yacía sobre su lecho cubierto con una mortaja morada. Sólo su rostro se hallaba descubierto. Sus rasgos estaban distendidos y en sus labios se distinguía una ligera sonrisa que inspiraba paz y sosiego.
—Cumplió con su deber, hijo.
Salcedo dirigió la mirada hacia el que había hablado. Era un hombre de unos cincuenta años, de rostro serio y mirada intensa. El joven le conocía, se llamaba Guido de Labezaris y era el tesorero de la expedición. A su lado se encontraban el factor de la Real Hacienda, Andrés de Mirandola, y el contador Andrés de Cauchela. Salcedo dirigió al tesorero una fugaz sonrisa como respuesta a su comentario, pero no dijo nada. Sus ojos estaban fijos en el rostro del difunto.
Allí estaba el hombre que hacía apenas nueve años había escrito al rey aceptando la misión de conquistar las islas Filipinas. El hombre que, a una edad avanzada, con una tripulación de indeseables y desalmados, había conseguido conquistar las islas Filipinas haciendo uso más de la bondad que de la espada.
A pesar del cansancio y la inquietud que atenazaba a Salcedo sobre la suerte que habían corrido sus compañeros, el joven capitán veló toda la noche el cadáver de su abuelo.
Por la mañana Guido de Labezaris se aproximó a él.
—Tú eres, hijo, su pariente más cercano aquí en Filipinas. Creo que deberías hacerte cargo de sus pertenencias.
—Lo haré después del entierro —respondió con tristeza Salcedo—. Me gustaría que me acompañarais vos, que fuisteis su amigo durante estos años.
—Te ayudaré con mucho gusto. De todas formas, ya sabes que tu abuelo ha muerto pobre. Yo diría que incluso endeudado.
Salcedo hizo un gesto de comprensión y asentimiento.
—Vendió toda su hacienda en Nueva España para llevar a cabo este proyecto. Era toda su ilusión. No esperaba riquezas ni honores, sólo quería salvar almas y conquistar tierras para nuestro emperador.
—Y lo ha conseguido, hijo. También te puedo decir que esperaba con ilusión tu regreso. Sabía que si tú tenías éxito en tu expedición, lo demás caería por su peso.
Salcedo se mordió los labios y movió la cabeza apesadumbrado.
—A mí también me hubiera gustado comunicarle que Luzón está prácticamente sometida a Castilla y que la mayor parte de los poblados nos apoyan. Hemos dejado una guarnición en el norte y esperan refuerzos.
Labezaris se pasó la palma de la mano por una recortada barba gris.
—Has hecho un buen trabajo, hijo; tú, y todos los que fueron contigo.
En ese momento se acercó Andrés de Mirandola y puso una mano sobre el hombro del joven.
—Creo que te alegrará saber que acaba de llegar a puerto un pesquero con algunos supervivientes de vuestro naufragio. Parece ser que la mayoría se salvaron.
Salcedo respiró profundamente al tiempo que cerraba los ojos.
—Gracias a Dios —dijo—. Iré a verles.