El combate fue breve. Antes incluso de que llegaran al abordaje y al cuerpo a cuerpo habían muerto veinte chinos en los furiosos cañoneos. Los dos navíos quedaron apresados con todas sus mercaderías, que consistían sobre todo en seda, algodón, hierro, acero, cobre y porcelana.
—¿Qué hacemos con los prisioneros, capitán?
Goiti se volvió hacia el contramaestre de la
San Juan
, Nicolás Rodríguez.
—Les devolveremos uno de los navíos para que puedan regresar a su patria.
Nos quedaremos con el que está menos dañado y con toda la mercancía.
—Nos vendrían muy bien los dos juncos —insinuó Rodríguez.
Goiti negó con la cabeza, fiel cumplidor de los mandatos de Legazpi.
—Nos conformaremos con uno.
A los chinos se les hizo saber por medio de señas que quedaban en libertad para volver a su país con uno de los juncos. Los prisioneros, que no podían dar crédito a su buena suerte, agradecieron con grandes reverencias la benevolencia de Goiti. Recogieron a sus muertos y heridos y se embarcaron en el dañado junco antes que los castellanos cambiaran de opinión.
La armada de Goiti se dirigió entonces a Manila. A su paso por Mindoro, Goiti sometió fácilmente a los habitantes de la isla sin hacer uso de la fuerza.
Al saber sus propósitos de ir a Luzón, el rey de Mindoro les aconsejó que desistieran de sus propósitos.
—La conquista de Luzón es imposible —explicó—. Los luzoneses son grandes guerreros. Nunca conseguiréis someterles.
—Agradezco sus consejos —replicó Goiti—, pero le aseguro que no hay nada imposible para los soldados del emperador.
Antes de la partida, se acercó a la escuadra un parao con cincuenta remeros.
—Somos de Batanga —explicaron señalando la península al sur de Manila—. Queremos ir con vosotros a Luzón. Ellos son nuestros enemigos.
Goiti les dio la bienvenida.
—De acuerdo. Uníos a la escuadra.
El que parecía mandar el parao se dirigió nuevamente al capitán castellano.
—Uno de los remeros es de Manila —dijo señalando a un hombre fornido de espesa barba negra—. Él te puede aconsejar dónde fondear.
—Estupendo —exclamó Goiti—. Le llevaremos en la
San Juan
. Será nuestro guía.
La escuadra no tardó en llegar a la maravillosa y extensa bahía de Manila.
—Es extraordinaria —exclamó Goiti absorto en el espectáculo grandioso que se abría ante los ojos de la escuadra.
En la desembocadura del río Pasig, encuadrada en un marco de verdor, se divisaban al fondo de la inmensa bahía los blancos edificios de una ciudad próspera que poco tenía que envidiar a cualquier población europea. Mansiones y palacetes se alternaban con grandes áreas dedicadas al esparcimiento, una ingente muchedumbre pululaba ruidosamente por entre sus abigarradas callejuelas. En el puerto, docenas de embarcaciones de todo tipo se mecían suavemente, mientras grandes barcazas descargaban sus mercancías y en la misma boca del río se levantaba un fuerte entre cuyas almenas se asomaban amenazadoras las negras bocas de una docena de lombardas.
—No tiene nada que ver con lo que hemos visto hasta ahora —murmuró Rodríguez—. Y además poseen armas de fuego —dijo señalando el fuerte.
Su guía batangués se acercó a ellos y señaló Manila.
—Manila está gran ciudad —declaró solemnemente—. Pero antes es mucho más importante. Mis abuelos dice que en el tiempo de sus abuelos Manila es perla de mares. Muchos barcos vienen de Japón para comerciar en Manila. Sedas, porcelanas y muchos productos de cobre y bronce.
Goiti asintió admirado.
—Interesantísimo —dijo quedamente—. Nunca hubiera pensado en encontrar algo parecido en este rincón del mundo.
El guía le señaló un punto de la bahía, tres millas al sur de Manila, donde se adivinaba un pequeño poblado con una playa de suaves arenas.
—Ahí Cavite —informó—. Mucho menos peligroso desembarcar allí. Aquí fuerte protege ciudad.
—Está bien —dijo Goiti—. Nos dirigiremos a esa playa. Cuéntame algo sobre el rey de Luzón.
El guía fijó su mirada en la gran ciudad.
—Dos rajaes comparten el mando en Manila —explicó—: el rajá Acha y sobrino Solimán. Musulmanes. El rajá Acha está persona sensata y muy querido por el pueblo. El joven Solimán está muy valiente y, ¿cómo dices? ...belicoso.
Solimán tiene gran harén, doscientas bellas mujeres.
—Claro —dijo irónico Goiti—, siempre conviene tener repuesto para todo.
—Después, más serio, indicó—: Quiero que vayas a ver a ese Solimán y le hagas saber que quiero hablar con él. También necesito que alguien vaya a ver a Acha.
Aconséjame algún hombre de confianza.
El guía señaló a uno de los que habían venido con él de Batanga.
—Malim está hombre sensato —manifestó.
—Bien, Malim —dijo Goiti dirigiéndose a un hombre alto de mirada inteligente—, tú irás a ver al rajá Acha y le solicitarás una audiencia para el representante del rey castellano.
Uno de los paraos transportó a los dos embajadores hasta el puerto de Manila. El día transcurrió lentamente para los expedicionarios, que tenían los ojos clavados en el lejano puerto en espera del regreso del parao. Al anochecer, por fin, la pequeña embarcación se abrió paso entre la penumbra hasta la nave capitana.
Los dos embajadores saltaron a cubierta para dar su informe a Goiti. Las noticias de Malim eran muy esperanzadoras, Acha parecía dispuesto a entenderse con los españoles y estaría contento de recibir al representante del rey en cuanto éste tuviera a bien acercarse a Manila. Solimán, por el contrario, mostró un talante hostil; manifestó al embajador que los luzones distaban mucho de ser unos salvajes tatuados como los cebuanos.
—Él dice —explicó el guía— que luzanos dispuestos a morir matando si los españoles exigen algo contrario a honor.
—Bueno —murmuró Goiti—. Iré a ver a Acha mañana por la mañana.
Trataremos primero de conseguir algún aliado.
Durante la cena, Goiti explicó a los oficiales su plan de acercarse al palacio de Acha solo y sin escolta.
—Me llevaré a nuestro guía como intérprete —señaló—. Espero estar de vuelta al mediodía. Si no lo estoy, Andrés de Ibarra se hará cargo del mando y podrá obrar en consecuencia.
Rodríguez trató de disuadirle.
—Lo que te propones hacer es suicida. Te estás metiendo en la boca del lobo.
Goiti se llevó un vaso de vino a los labios y tomó un pequeño sorbo.
—Tengo la certeza de que Acha no es peligroso. Es un hombre muy mayor que goza de una salud muy precaria y parece dispuesto a avenirse a nuestras condiciones.
Andrés de Ibarra tampoco estaba muy contento con la decisión del joven capitán.
—Podrías, al menos, hacerte acompañar por una escolta. Una docena de soldados armados y con casco y coraza podrían imponer respeto.
—No quiero que crean que venimos a conquistar sus tierras por las armas.
Prefiero que piensen que venimos como amigos. Iré solo.
A la mañana siguiente, apenas había amanecido cuando Goiti fue informado de que se acercaba un junco. No parecía traer soldados a bordo ni había ninguna señal de actividad guerrera. Parecía más bien que traía un emisario.
Efectivamente, poco después un hombre vestido con ricos ropajes de seda se presentó ante Goiti.
—Me envía su excelencia el rajá Solimán —anunció solemnemente.
—Sed bienvenido —respondió el capitán español—, tomad asiento.
El hombre negó con la cabeza.
—Lo que tengo que deciros no me llevará mucho tiempo. Mi señor desea informaros de que ha tomado la resolución de no permitiros la entrada en el río Pasig, en cuya desembocadura se asienta la ciudad de Manila. Su excelencia el rajá Solimán se ha enterado de vuestro propósito de exigirle una contribución y no está dispuesto a pagar nada a ningún rey, por poderoso que sea y por muchos barcos que envíe.
Goiti esperó a que el emisario hubiese terminado.
—No deseamos ningún tributo —aclaró—, solamente queremos que nos ayudéis a sustentar a los españoles que vengan a poblar vuestra isla.
—No necesitamos que ningún español venga a poblar nuestra isla —
respondió el emisario secamente.
—Si os acogéis a la protección del rey de Castilla, no tendréis que temer nada de vuestros enemigos.
El embajador se encogió visiblemente de hombros, como dando a entender que no tenían enemigos a quienes temer.
—Se lo comunicaré a mi señor —dijo.
A su llegada al palacio del anciano rajá Acha, Goiti fue conducido a la gran sala de mármol donde tenían lugar las recepciones.
El joven se quedó atónito ante la deslumbrante belleza del lugar. Amplias columnas de mármol blanco se elevaban majestuosas formando bóvedas de estilo árabe, mientras que grandes ventanales cubiertos con cristales multicolores dejaban entrar la luz en un estallido de color.
Tal como le habían informado, Acha era un anciano de larga barba blanca y mirada bondadosa. Recibió a Goiti sentado en un amplio cojín; lucía una túnica blanca de seda adornada con ribetes de oro. En el turbante brillaba un rubí rojo de incalculable valor. Le acompañaban seis altos dignatarios que se mantenían respetuosamente de pie a sus espaldas.
Goiti hizo una reverencia a modo de saludo y por medio del intérprete saludó al rajá como representante del rey de Castilla, el rey más poderoso del mundo, aseguró.
El anciano Acha inclinó la cabeza y asintió mientras escuchaba el saludo del joven.
—¿Qué deseas de nosotros? —preguntó cuando éste hubo terminado.
—Vuestra amistad.
—La tenéis. ¿Y qué nos dais a cambio?
—Nuestra protección contra vuestros enemigos.
—¿Y qué tributo nos costaría esa protección?
—El único tributo que deseamos es el sustento de los españoles que vengan a poblar la isla.
—¿No buscáis oro ni plata?
—Lo obtendremos a cambio de nuestras mercancías.
El anciano asintió complacido. En medio de lo malo, la conquista castellana no comportaba apenas ningún sacrificio. De todas formas, tampoco les quedaba ninguna alternativa. No se hacía ninguna ilusión en cuanto al resultado de un enfrentamiento con los soldados castellanos. Más valía llegar a un acuerdo de buen grado que por la fuerza.
—Haremos inmediatamente la ceremonia del sangramiento —dijo—.
Puedes contar con nuestra amistad.
—¿Y qué me decís de vuestro sobrino Solimán?
El anciano movió la cabeza dubitativamente.
—Solimán es muy testarudo —dijo—. No se le convence fácilmente.
Hablaré con él, pero no garantizo nada.
El regreso de Goiti indemne a la escuadra produjo un gran alivio entre los soldados, recelosos de alguna emboscada a su jefe. Pero los buenos oficios del anciano rajá con su sobrino no dieron los resultados apetecidos. Durante los días siguientes, Goiti recibió a muchos mensajeros que le prevenían de que Solimán sólo aguardaba para atacarle el primer aguacero, contando con que el agua inutilizara los arcabuces españoles al apagar sus yescas.
El viejo rajá Acha confirmaba por medio de un emisario la forma en que su sobrino había planeado el ataque.
—El rajá Solimán —explicó el embajador— atacará por tierra, mientras que el cacique de un pueblo cercano está preparando un ataque naval.
—Y, por lo que veo, eso se llevará a cabo en cuanto empiece a llover —dijo Goiti.
—Sí. Mi señor me ordena deciros que él mantendrá su amistad y os ayudará en lo que pueda.
—Le agradecemos su fidelidad y le aseguramos que también nosotros la mantendremos. Si tenéis alguna otra información de los movimientos de Solimán, los recibiremos con mucho interés.
—Os mantendremos informados.
Al día siguiente del mensaje del rajá Acha aparecieron en la bahía algunos juncos que suscitaron la consiguiente alarma entre los castellanos.
Inmediatamente, Goiti envió uno de sus paraos en servicio de reconocimiento y luego se dirigió al capitán de los soldados, Andrés de Ibarra.
—Mantén alerta a los soldados. Haz correr la voz. Si no hay peligro evidente dispararemos un cañonazo, si los juncos vienen en son de guerra mandaré disparar dos.
Al poco rato regresaron los ocupantes del parao informando de que los juncos eran pacíficos mercaderes de Malaca, por lo que Goiti ordenó disparar una lombarda.
Ante la sorpresa de los expedicionarios, el resultado del cañonazo no pudo ser más sorprendente. Por un lado, las lombardas del fuerte comenzaron a disparar casi al unísono como si hubieran estado esperando aquella señal, y uno de los disparos alcanzó la
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a pesar de la distancia, aunque sin graves consecuencias. Por otro lado, de repente empezaron a aparecer una gran cantidad de embarcaciones de todo tipo, que distaban mucho de ser los pacíficos juncos malayos. Era evidente que había un plan combinado que el cañonazo había precipitado.
Inmediatamente Goiti dio la orden de ataque.
—¡Capitán Ibarra! —gritó—. ¡Hay que tomar el fuerte! ¡Adelante!
Mientras la artillería de la escuadra mantenía a raya a las embarcaciones atacantes, los soldados de Ibarra se dirigían por tierra hacia el fuerte acompañados por sus aliados de Cebú.
Los defensores del fuerte contaban con trece lombardas que podrían llegar a ser muy efectivas para impedir que navíos enemigos se acercaran al río Pasig, pero que eran prácticamente inútiles contra un ataque por tierra. Por otro lado, los luzanos no contaban con arcabuces.
El disparo de estas armas mortíferas produjo verdadero pánico entre los defensores del fuerte, que se veían impotentes para defenderse de ellas. Los arcabuceros castellanos se situaron fuera del alcance de las armas arrojadizas de los luzanos, mientras que ellos, sin embargo, tenían a tiro a cualquiera que se asomara por encima de las defensas.
A mediodía los defensores optaron por la huida por mar.
Ibarra envió a los nativos a escalar los muros y abrir las puertas. Poco después, dueño ya del fuerte, se asomó a los baluartes. El espectáculo que se contemplaba desde lo alto de las defensas era impresionante. Varias docenas de embarcaciones intentaban testarudamente acercarse a la escuadra de Goiti, pero la artillería de la
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y de la fragata hacía estragos entre los atacantes. Docenas de cuerpos destrozados por la metralla flotaban a lo largo y ancho de la bahía, tiñendo sus aguas de rojo. Ibarra miró a su alrededor.