Algunos soldados, entre tanto, trataban de ponerse apresuradamente los petos y las corazas, mientras que otros, que no habían tenido tiempo para ello, se defendían como podían.
La confusión pronto se hizo terrible, pues los soldados no podían distinguir en la oscuridad entre enemigos y aliados, que también habían empezado a rechazar a los atacantes.
Goiti se hizo cargo rápidamente de la situación y empezó a dar órdenes.
—¡Formad un bloque! ¡Sargento, que nadie salga del perímetro del campamento! ¡Luchad hombro con hombro! ¡No os separéis! ¡Poneos todos los petos!
Poco a poco, los soldados castellanos organizaron una defensa eficaz y una vez que estuvieron todos equipados y protegidos con casco y coraza, formaron un muro infranqueable para los atacantes. Éstos pronto vieron la futilidad de sus esfuerzos y su moral de lucha decayó rápidamente al ver cómo sus armas no eran apenas efectivas contra las corazas de los soldados castellanos.
—¡Sargento, coged a diez hombres y usad los arcabuces.
Martínez llamó a diez soldados al centro del círculo y, protegidos por sus compañeros, cargaron rápidamente las armas y abrieron luego fuego a discreción.
Los fogonazos y estruendo de las armas acabaron con la poca moral de lucha que les quedaba a los hombres de Tondo y, aterrorizados, todos trataron de buscar su salvación en la huida.
Mientras los primeros rayos de sol se filtraban entre el follaje, los soldados hicieron recuento de sus bajas y heridos.
—Seis muertos, capitán.
—¿Y heridos?
—Unos veinte.
—¿Y entre nuestros aliados?
—Quince muertos y más de cincuenta heridos.
Goiti contempló el dantesco espectáculo que ofrecía el campo de batalla.
Los cuerpos de los que habían caído en la lucha yacían desparramados en mil posturas diferentes. De sus múltiples heridas goteaba lentamente sobre el follaje una sangre roja que resaltaba dramáticamente en el verdor de la vegetación.
Muchos de los caídos todavía se movían débilmente, más por reflejo muscular que por energía vital.
Los hombres de Tondo se habían llevado a sus heridos dejando un reguero de sangre que se perdía en la espesura.
A lo largo y ancho del campamento se improvisaban vendajes y se cortaban hemorragias aplicando torniquetes. Goiti observó que los nativos aplicaban a sus heridas grandes hojas que seleccionaban cuidadosamente en los arbustos de los alrededores.
—No sería mala idea seguir el ejemplo de los nativos —sugirió al sargento Martínez—. Ellos conocerán las plantas medicinales de la isla mejor que nosotros.
—Les pediré que nos den algunas para nuestros heridos —asintió Martínez.
La batalla, que tan desastrosos resultados ocasionó en los seguidores de Tondo, produjo un inmediato efecto calmante en el sector asignado a Goiti. Uno tras otro, los poblados fueron acatando el dominio castellano y sus jefes jurando lealtad al poderoso rey de Castilla.
Un golpe de fortuna contribuyó a que el capitán español consiguiera sus propósitos.
El jefe de los nativos aliados se acercó a Goiti sin poder disimular la excitación que se había apoderado de él.
—¡Capitán Goiti! —exclamó—. ¡Buenas noticias!
Goiti apartó la vista del pequeño poblado, que estaban a punto de abandonar, después del acto de sumisión.
—Dime, Budo. ¿Qué noticias son ésas?
—Tondo, aquí —exclamó con aire triunfal.
Goiti le puso una mano en el hombro.
—¿Estás seguro?
El hombre asintió sonriendo.
—Ahí, herido. En choza —dijo apuntando a una de las míseras cabañas que formaban la aldea.
Goiti llamó al sargento Martínez.
—Cinco hombres armados —dijo—, vamos a coger a Tondo.
Parece que está herido en aquella cabaña.
Una nativa con un niño a cuestas preparaba en la entrada un recipiente de mijo para la comida. Al ver acercarse a los soldados, trató de cerrarles el paso, pero el sargento Martínez la hizo a un lado sin muchos miramientos.
La oscuridad era casi absoluta en el pequeño habitáculo. Un fuerte hedor a orines, sudor y sangre golpeó el olfato de los soldados. Al fondo, sobre un lecho de hojas de palmera, yacía un hombre, que se les quedó mirando con ojos aterrorizados. Era evidente que Tondo veía acercarse su última hora.
Sin embargo, no estaba dentro de los planes del capitán ajusticiar al cabecilla.
—Tondo —dijo solemnemente—: Quedas arrestado en nombre de su majestad. Serás llevado a Manila y encarcelado. Legazpi decidirá qué hacer contigo.
JUAN DE SALCEDO
La misión encomendada al joven nieto de Legazpi estaba minada de dificultades.
Apenas con un centenar de soldados a los que se agregaron dos agustinos, Alvarado y Espinar, y con doscientos nativos formó una armada de paraos a cuyo frente iba una pequeña fragata con dos culebrinas.
El alférez Juan de Ayala, un joven de aspecto delicado poco más veterano que Juan de Salcedo, comandaba la embarcación, mientras que el sargento de infantería Domingo Jimeno, hombre de hercúleos brazos y formidable bigote, estaba al mando del regimiento.
El primer objetivo de los expedicionarios eran los pueblos de Cainta y Taytay, ambos junto al lago Bay, no muy lejos de la costa.
En el pequeño camarote de la fragata, Salcedo se reunió con sus dos oficiales.
—Dejaremos las embarcaciones en la playa, vigiladas por una docena de nativos —dijo señalando un lugar en un tosco mapa trazado a mano—. Los demás nos dirigiremos a Cainta, a orillas del lago.
—¿Llevamos las culebrinas? —preguntó Juan de Ayala.
—Sí, por supuesto. Tengo entendido que ambos pueblos están protegidos por empalizadas.
Efectivamente, al día siguiente al atardecer, los expedicionarios pudieron comprobar con sus propios ojos la veracidad de los informes que les habían proporcionado sus aliados nativos. El lago tenía unas diez millas de perímetro y a sus orillas se levantaban los dos poblados, uno en cada extremo. Ambos estaban protegidos por troncos de unos tres metros de altura terminados en punta y unidos por fuertes lianas.
—Nos dirigiremos primero a Cainta —dijo Salcedo—, a ver qué tal nos reciben...
Según se acercaban los soldados pudieron comprobar que la recepción no iba a ser muy cariñosa. Los grandes portalones del poblado estaban cerrados y sobre la empalizada se asomaban cientos de caras, ansiosas unas, atemorizadas otras. Pero en todas se leía una firme determinación de pelear para defender lo suyo.
El padre Espinar se acercó a Salcedo.
—Dejad que intentemos ganarles por la vía pacífica —dijo—. El padre Alvarado y yo nos acercaremos a la empalizada para pedir su colaboración.
—Si podéis conseguirlo será un bien para todos —aceptó Salcedo—. Necesitaréis algún intérprete.
—Kondo se ha ofrecido voluntario —dijo Alvarado señalando a un joven nativo de ojos vivarachos.
—Bien, pues adelante.
Los dos clérigos y el intérprete se acercaron a la puerta principal, sobre la que se agolpaba una multitud de defensores. Durante algún tiempo el joven Kondo tradujo las palabras de los agustinos ofreciendo la amistad de los castellanos a los caintanos y prometiéndoles la protección no sólo del rey de Castilla, sino también las enseñanzas de una nueva y más humana religión basada en el amor y la caridad. Era evidente que los nativos no entendían una religión que les prometía paz y amor mientras tenían a escasos cien pasos las negras bocas de las dos culebrinas apuntándoles.
El clamor que se levantó en las empalizadas fue la contundente respuesta de los defensores, acallando las palabras de los clérigos y su intérprete, mientras agitaban en el aire lanzas y alfanjes.
—Lo siento —musitó Salcedo—, tendremos que usar la fuerza.
—He mandado colocar las dos culebrinas apuntando al portalón —dijo Juan de Ayala—. No creo que tarde mucho en caer.
—Bien —concedió Salcedo—, pues disparad cuando queráis. Fuego a discreción.
En ese momento el sargento Jimeno señaló a lo lejos.
—Parece que los habitantes de Taytay quieren participar en la fiesta.
Salcedo volvió la cabeza. Del pueblo situado al otro lado del lago salía una ingente multitud de hombres armados que, evidentemente, acudían en ayuda de los sitiados.
—Tendremos que dividir nuestras fuerzas en dos frentes —murmuró el capitán—. ¡Bueno!, ¡sargento Jimeno!, divide a los soldados en dos grupos, unos mirando al pueblo y los otros dando la cara a los que vienen por la retaguardia.
Muy pronto, la mitad de los castellanos apoyaba los arcabuces en sus horquillas apuntando a las empalizadas, mientras la otra mitad lo hacía en dirección contraria. Sus aliados hicieron otro tanto a su lado.
—¡Disparad las culebrinas contra los atacantes! —ordenó Salcedo—, quizás eso les disuada de acercarse demasiado...
El ronco tronar de las dos culebrinas rasgó el límpido aire matinal, reverberando una y otra vez en las cercanas colinas. Las dos pesadas bolas de hierro, impulsadas por la explosión de la pólvora, describieron un arco de fuego y cayeron entre los nativos de Taytay.
Por un momento, la enorme mortandad causada por las balas de cañón detuvo el avance de los atacantes. Se les veía claramente atemorizados tanto por el ruido causado por las culebrinas como por la efectividad de los disparos.
—¡Salen los de Cainta, capitán!
Efectivamente, en ese momento, los defensores del poblado decidieron hacer una incursión para coger a los castellanos entre dos fuegos. Con un enorme griterío abrieron las puertas del poblado y se abalanzaron contra las tropas castellanas, que les aguardaban a apenas cien pasos de distancia.
—¡Fuego!
Cincuenta mosquetes abrieron fuego, causando a tan corta distancia un enorme número de muertos y heridos. No había tiempo para recargar los mosquetes.
—¡Las espadas!
Los soldados depositaron horquillas y mosquetes en el suelo y sacaron sus espadas.
—¡Hombro con hombro!, ¡no dejéis huecos!
Cien soldados castellanos formaban un bloque compacto que recordaba las falanges macedonias o las tortugas romanas, sólo que los castellanos no usaban los enormes escudos macedónicos o romanos, sino pequeñas rodelas para la protección del rostro, el resto del cuerpo lo protegían sus brillantes armaduras.
La visión de aquellos hombres acorazados, prácticamente invulnerables, era desmoralizadora para los luzanos, pues, aunque muy superiores en número, sus lanzas y flechas no conseguían apenas hacer mella en aquellas infernales protecciones.
Otra clase de lucha, completamente distinta, soportaban los aliados de los castellanos, que se hallaban esparcidos por todo el campo de batalla, inmersos en la vorágine de una lucha sin cuartel en la que era difícil saber quién era quién.
Poco a poco, sin embargo, la batalla se fue decantando por el lado de los expedicionarios, que ya no se limitaban a defenderse, sino que muchos de ellos, protegidos por sus compañeros, disparaban sus arcabuces abriendo enormes brechas en las filas atacantes. Por otra parte, las culebrinas, silenciosas durante la lucha cuerpo a cuerpo, habían empezado a disparar contra las defensas de la ciudad. Y aunque sus disparos no afectaban al resultado de la batalla, el ruido de los cañonazos infundía pavor a los luzanos.
Al cabo de algún tiempo, el ligero retroceso, paso a paso, de los isleños se convirtió en una retirada abierta, y poco después pasó a ser una huida masiva en la que los luzanos confiaban en la velocidad de sus piernas para ponerse a salvo.
—¡Dejadles huir! —ordenó Salcedo—. No quiero una masacre.
Antes de que los españoles llegaran a las puertas de la ciudad, que nadie se había molestado en cerrar, docenas de canoas con familias enteras portando todos sus enseres se alejaban de la orilla del lago buscando su salvación en la huida.
La ciudad estaba desierta, salvo un puñado de ancianos. Salcedo, por medio de un intérprete, les explicó que no tomaría represalias ni contra ellos ni contra ninguno de los habitantes de Cainta. Podían volver tranquilamente a sus casas cuando quisieran. Solamente quería que acataran el vasallaje del rey Felipe.
Al día siguiente, Salcedo se acercó con sus soldados a Taytay, dejando a los nativos aliados en Cainta.
El resultado fue muy parecido en ambas ciudades, y Salcedo consiguió su objetivo a los pocos días. Muy tímidamente al principio, luego masivamente, los habitantes regresaron a sus viviendas en vista de la magnanimidad del capitán castellano.
El nieto de Legazpi, siguiendo las directrices de su abuelo, prohibió terminantemente el saqueo de las viviendas de los nativos.
De vuelta a las naves, la flota de Salcedo se dirigió a lo largo de la costa y sometió a los pequeños pueblos costeros e incluso hizo incursiones al interior.
Eran numerosísimas las poblaciones en esta parte de la isla, algunas de ellas de considerable tamaño.
En la mayoría de los casos, el joven capitán utilizó los servicios que, como pacíficos intermediarios, le prestaron los misioneros agustinos agregados a los soldados. Los padres Alvarado y Espinar resultaron ser en todo momento inestimables colaboradores para el capitán Salcedo. Después del sometimiento, en la mayoría de los casos pacífico, de esta parte de la isla, Salcedo decidió dirigirse a Llocos y Cagayán, las regiones más septentrionales de Luzón.
La pintoresca flota alcanzó su objetivo —la punta de Bolinao, en Pangasinan— en el preciso momento en que un junco chino se disponía a zarpar.
El jefe de los aliados se acercó a Salcedo, que desde la fragata observaba las maniobras de los chinos con indiferencia.
—Esclavos —dijo Bondo—, lleva esclavos a China.
Salcedo se volvió sorprendido hacia el nativo.
—¿Quieres decir que ese barco está lleno de esclavos?
—Este tipo de juncos coge esclavos que luego vende en China o Malaca.
—¡Voto al cielo! —exclamó Salcedo indignado—. Eso no lo consentiré.
El alférez Juan de Ayala se acercó a los dos hombres.
—¿Queréis que dé orden de cortar el paso al junco, capitán?
—Sí, pardiez, no dejéis que esos desalmados escapen.
La flota se abrió en abanico a las órdenes de Ayala, mientras los soldados se ponían sus armaduras y cargaban los mosquetes. Al mismo tiempo los artilleros subían rápidamente de la bodega bolas de hierro y pólvora para las culebrinas.