Ajeno al drama que estaba a punto de tener lugar en la nao
San Jerónimo
, que venía en su ayuda, Legazpi también empezaba a tener problemas con su gente.
La mayoría de los expedicionarios que se habían inscrito para ir a las Filipinas eran aventureros sin demasiados escrúpulos, no podían comprender la generosidad con la que el gobernador protegía a los naturales de las islas. Eran incapaces de entender que no se les consintiera apoderarse de sus haciendas o tomar las mujeres por la fuerza. Las privaciones, junto con la convicción de encontrarse incomunicados, aislados irremisiblemente, exasperaban el ya de por sí espíritu indisciplinado de la mayoría de ellos. La seguridad con que se expresaba Legazpi asegurándoles una pronta llegada de bastimentos y socorro de Nueva España no bastaban para levantar su deprimido espíritu.
Los primeros tanteos de conjura tuvieron lugar poco antes de cumplirse el año de la conquista.
El cabo de escuadra, Pablo Hernández, y un íntimo amigo suyo de nombre Juan María Carpintero, cabo de obra y maestre de la nao
San Pablo
, fueron el alma mater de la conspiración. Su descontento era cada día más palpable, y sus conversaciones y protestas más desabridas.
—¡No podemos quedarnos toda la vida en esta cochina isla!, ¡este hombre está loco, él y sus malditos frailes...!
Juan María Carpintero torció el gesto en una mueca.
—Pues la cosa está muy clara —dijo Juan María Carpintero—. Cogemos uno de los barcos y nos largamos de estas sucias islas.
—¿Y adónde iríamos?
Hernández se encogió de hombros.
—El mundo es ancho. Pero, antes de dejar este archipiélago definitivamente, sería cuestión de hacernos con todo el oro que pudiéramos conseguir, así como con unas cuantas mujeres. Podríamos venderlas como esclavas cuando nos aburramos de ellas.
Carpintero rió poniendo los ojos en blanco.
—¡Oye, eso suena genial! Tengo ganas de tener a un par de jovencitas a mi disposición. ¡Cómo me voy a poner!
Hernández siguió hablando como en un sueño.
—Después podríamos asaltar algunos juncos de Borneo, Luzón y Mindanao.
—¡Menudo estás tú hecho! —dijo jocoso Carpintero, con los ojos brillantes por el entusiasmo—. ¡Qué ideas se te ocurren! Pero, después habrá que pensar cómo volver a Castilla.
—Yo pienso establecerme en Francia como un rico mercader. Pero tienes razón, no me gustaría pasar el resto de mis días en estas latitudes.
—De alguna forma podríamos llegar al Estrecho de Magallanes...
—No sería fácil la travesía, ya sabes que los malditos vientos siempre soplan del sur.
—Pues, entonces, quizá pudiéramos atravesar los territorios de Guatemala o del Perú.
Hernández movió la cabeza dubitativo.
—Eso tampoco será nada fácil. Pero siempre podemos quedarnos en Malaca. Seguro que allá somos bien recibidos.
Según iban pasando los días, los conspiradores fueron procurándose más adeptos a su causa. Trabajando calladamente y a escondidas, Pablo Hernández, que tenía muchos amigos y soldados comprometidos, encabezaba la empresa. Por su parte, Juan María Carpintero, como maestre de la almirante, contaba con toda la artillería, pólvora y municiones de esta nao.
A mediados de noviembre se reunieron en un lugar secreto Hernández, Carpintero, el francés Pierre Plum, el piloto Fortún Jiménez, Jorge Griego, el maese Andrea y varios marineros portugueses.
—¿Cómo están las cosas? —preguntó Hernández.
—Ya he trasladado a la
San Juan
toda la pólvora y municiones que he podido —informó Carpintero—, sin levantar sospechas.
—¿Por qué no nos apoderamos de la
San Pablo
, que es mucho mayor?
—preguntó Griego.
—Es demasiado pesada y lenta —objetó Hernández—. Necesitamos rapidez para escapar si nos persiguen y al mismo tiempo agilidad para navegar entre las islas.
—Y para atrapar a nuestras presas no podemos depender de una vieja carraca —explicó Carpintero.
—La
San Juan
está a tope de avituallamientos —informó Andrea.
—Sólo me preocupa una cosa —dijo Hernández pensativo—. Tenemos que evitar que la almirante y las fragatas salgan tras nosotros.
—Eso es muy fácil de solucionar —replicó Fortún Jiménez con una media sonrisa—. Hacemos explosionar un barril de pólvora en cada una de ellas, y asunto concluido.
Durante toda la noche los conspiradores distribuyeron las tareas a cada uno y acordaron que el golpe tendría lugar el martes, día 27 de noviembre de 1565.
Juan María Carpintero, a pesar de sus bravuconadas, era un hombre temeroso y débil. En los días que siguieron, su conciencia no tuvo un momento de descanso. Por un lado, si salía todo bien, se veía viviendo a cuerpo de rey en su nativa Sevilla, pero por otro, una voz interior le advertía de lo arriesgado de la aventura. Las posibilidades de que saliera algo mal resultaban enormes. Los diez días que faltaban para el 27 de noviembre fueron para él los más largos y azarosos de su vida. Las noches se convirtieron en largas pesadillas en las que se veía a sí mismo colgando de lo alto de un mástil, sus ojos se desorbitaban y la lengua le colgaba amoratada. Una vez y otra se despertaba sobresaltado y bañado en un sudor frío. Según pasaban los días, el miedo fue ganando la partida. Cuando por fin llegó la noche del 26 al 27, Carpintero, horrorizado, se dio cuenta de que no podía seguir adelante con la conjura, el miedo bloqueaba su mente. ¡Tenía pánico a morir!
Los conjurados debían encontrarse a medianoche en una pequeña cueva en los acantilados cerca de la playa. Carpintero, temblando de pánico, no acudió.
Hernández, nervioso, veía como pasaban los minutos sin que su amigo acudiese a la cita. Cuando por fin mandó a alguien a buscarlo, no tardó en recibir malas noticias.
—No lo encuentro —dijo el enviado—. Parece como si se lo hubiera tragado la tierra. Su choza está completamente vacía.
Hernández se mordió el labio con nerviosismo.
—Lo que faltaba —exclamó rabioso—. ¿Qué le habrá ocurrido?
—¿Habrán descubierto nuestro plan? —preguntó en voz alta Griego.
El cabecilla negó con la cabeza.
—Ya estaríamos rodeados de soldados si sospechasen algo. Alguna cosa le ha ocurrido. Y el caso es que le necesitamos.
La espera se hizo larga e insoportable. Cuando el alba se adivinaba ya en el horizonte, Hernández dio, por fin, orden de posponer un día la operación.
—Nos volveremos a ver aquí mañana por la noche, a la misma hora.
Pero la ocasión se había ya esfumado. Esa misma mañana, Carpintero se presentó al maestre de campo y le descubrió la trama de la sublevación.
—Quiero que me prometáis el perdón —le pidió al maestre.
Mateo Saz, comprendiendo la importancia de lo que Carpintero le estaba revelando, no dudó un momento en concedérselo.
—Está bien —dijo—, tienes mi palabra. Dame nombres y detalles.
Según iba desgranando nombres y la lista aumentaba, la cara del maestre de campo iba poniéndose lívida. No era cuestión de media docena de desertores, sino de casi medio centenar de hombres. Si la sublevación hubiera tenido éxito, la expedición entera se habría venido abajo.
Mateo Saz se asomó a la puerta y llamó a un soldado de guardia.
—Quiero que custodies a este hombre —dijo—. No dejes que nadie entre ni salga de esta habitación.
A continuación, el maestre se acercó a la vivienda de Legazpi sin perder un segundo, pero al mismo tiempo sin apresurar el paso; era esencial que nadie se apercibiera de que ocurría algo extraño, y mucho menos de que él estaba al corriente de la sublevación.
—¡Capitán —exclamó al entrar—, debemos hablar urgentemente!
Legazpi dejó sobre la mesa la pluma de ganso con la que escribía y miró con gesto preocupado al hombre que acababa de entrar en su despacho. A pesar de estar a contraluz, se le veía pálido y nervioso.
—¿Qué pasa?, ¿qué ocurre?
—¡Una sublevación!
—¿Sublevación? ¿Quiénes se van a sublevar?
—Más de cuarenta. Pablo Hernández es el cabecilla.
—¿Cómo lo sabéis?
—El maestre Juan María Carpintero estaba con ellos. En el último momento, se ha echado atrás y ha delatado a sus compinches.
—¿Os ha dado más nombres?
—Sí, aquí tengo la lista.
Legazpi cogió el papel que le tendía Mateo y leyó rápidamente los nombres escritos en él. Mientras leía, su rostro se ensombreció, sus ojos, normalmente cálidos, se volvieron fríos como el hielo.
—Vais a salir de aquí —dijo sin perder la calma— simulando que nada anormal ocurre. Elegid agente de toda confianza para que monte guardia en los puntos estratégicos y poned doble vigilancia en el barracón de las armas. Los barcos deben estar custodiados sin dejar que nadie, absolutamente nadie, entre en ellos. Los soldados que monten guardia deben actuar con normalidad. Cuando todo esté bajo control, venid a verme y haced venir también a los demás oficiales, les pondré al corriente de lo que ocurre.
El hecho de doblar las guardias y no dejar que nadie entrara en los barcos proclamaba a los cuatro vientos que algo anormal ocurría. De todas formas, al mediodía la situación estaba ya bajo control. Soldados de toda confianza fuertemente armados vigilaban los puntos más estratégicos y el capitán Goiti, al frente de una patrulla, acudió a la choza de Hernández, pero éste había huido. El piloto francés Plum fue atrapado cuando se disponía a huir, y lo mismo le ocurrió a Jorge Griego.
Legazpi, convertido en juez severísimo, interrogó a ambos durante largo rato por separado. Entre balbuceos y contradicciones, los dos hombres terminaron por confesar todo lo que habían planeado.
—Haced venir a los agustinos —solicitó Legazpi tras escucharlos—. Estos hombres necesitan confesarse. Serán ajusticiados.
Ni las súplicas ni los lloros de los condenados sirvieron para ablandar el corazón del capitán general, que se daba perfecta cuenta de que si quería que la expedición llegase a buen término, no podía consentir que una cosa semejante volviera a ocurrir. El escarmiento tenía que ser ejemplar.
Cuando el sol empezaba ya a declinar en el horizonte, Legazpi hizo formar a todos los componentes de la expedición en el patio del fuerte. A continuación, los reos fueron conducidos ante la formación fuertemente custodiados.
Legazpi leyó la condena con voz firme: «Yo, Miguel López de Legazpi, capitán general de la expedición a las Filipinas, con la autoridad a mí concedida por su majestad Felipe II Rey de Castilla, condeno a morir ahorcados por sedición e intento de motín a los acusados Pierre Plum y Jorge Griego. Dios tenga piedad de sus almas.»
El maestre de campo, como comandante de las tropas, fue el encargado de llevar a cabo la ejecución.
Antes de medianoche, una patrulla mandada por Juan de la Isla se presentó al capitán general con el calafate Andrea, otro de los cabecillas. Legazpi le interrogó lo mismo que a los otros dos, delante del escribano Juan de Lazcano y, una vez más, hizo venir a los agustinos para que le confesaran. Mientras tanto, el capitán general firmaba la condena a muerte del calafate.
Cuando fray Pedro de Gamboa hubo terminado de confesar al reo se dirigió al capitán general.
—Espero que le concedáis al prisionero la gracia de esperar hasta mañana para la ejecución —dijo—. Ya es medianoche.
La intención de Legazpi era ordenar su ejecución inmediatamente, pero, ante la petición del agustino, controló su ira.
—Bien, padre —dijo a regañadientes—, le ejecutaremos mañana al amanecer.
La maniobra hábil y oportuna de fray Pedro de Gamboa consiguió no sólo prolongar la ejecución del reo, sino que a la mañana siguiente, los ruegos de los tres agustinos convencieran a un atribulado Legazpi de la inutilidad de ordenar la muerte de otro ser humano.
—Al fin y al cabo —argumentó fray Martín de Rada—, Andrea no ha sido sino uno más de los muchos que tomaron parte en el levantamiento. Si le ejecutáis a él, tendríais que ordenar el ajusticiamiento de muchos de los hombres que estaban anoche formados en la explanada.
—Creo que los hombres os respetarán y querrán más si os mostráis magnánimo a la hora de impartir justicia —le apoyó fray Diego de Herrera—. Ya hicisteis ejecutar a dos hombres ayer y quizá tengáis que hacerlo también con Pablo Hernández, que parece ser el verdadero cabecilla. ¡Dejad vivir a este hombre! Un poco a regañadientes, Legazpi accedió a los ruegos de los agustinos.
Mientras tanto, Pablo Hernández, que había presenciado lo ocurrido en el interior del fuerte desde lo alto de un árbol, vio cómo Andrea salvaba la vida gracias a la intercesión de los agustinos. El cabo de escuadra había visto con desesperación cómo todos los planes que tan cuidadosamente había elaborado durante meses se habían derrumbado a su alrededor; todos sus sueños de grandeza se habían esfumado. Ahora sólo le quedaban dos opciones: esconderse en la selva o entregarse. No se hacía ilusiones respecto a la primera: subsistir en aquel medio hostil sería casi imposible; además, los nativos le entregarían a Legazpi en cuanto le vieran. La única vía que le quedaba era entregarse y confiar en la benevolencia del capitán general. Si había perdonado a Andrea por la intercesión de los agustinos, acudiría a ellos para que hicieran lo mismo por él.
Esa misma noche, se presentó sigilosamente en la choza de los clérigos, que no se mostraron excesivamente sorprendidos de verle. En realidad, le estaban esperando.
—Pasad, Pablo Hernández —le invitó fray Diego de Herrera—. ¿Qué podemos hacer por vos?, ¿queréis confesaros?
El cabo de escuadra negó con la cabeza hoscamente.
—Quiero que me deis un hábito de la orden.
—¿Creéis que así podríais salvar la vida?
—Legazpi no se atreverá a matarme si me hago fraile.
—Me temo que eso no es solución —replicó fray Pedro—. Nadie puede convertirse de repente en hombre de Dios sólo por llevar puesto un hábito. Debéis buscar otra manera de salvación.
—Pedid a Legazpi mi perdón —solicitó Hernández con voz temblorosa.
—Podéis estar seguro, hijo mío, de que así lo haremos —intentó sosegarle fray Diego—, pero... me temo que no resultará. Vos sois el cabecilla del grupo, y eso os hace responsable de la sublevación. Legazpi ya ha dictado un bando que, al tiempo que promete a los indígenas un premio por vuestra captura, prohíbe terminantemente a los expedicionarios ofreceros ningún tipo de ayuda.