Salcedo suspiró.
—Bien. Plazca a Dios que estéis en lo cierto. Daré órdenes a los pilotos de mantener el rumbo nordeste.
A partir del día 10 se dejaron de ver las altas cumbres de las montañas de las últimas islas Filipinas. Empezaba la navegación monótona. A pesar de su confianza, Urdaneta oteaba continuamente en busca de indicios de vientos favorables. La
San Pedro
, mientras tanto, orzaba o navegaba de bolina con vientos adversos del este y nordeste.
El día 21, día de Corpus Christi, el vigía dio la voz de aviso:
—¡Islote a proa!
Los ojos de todos los navegantes se dirigieron al punto donde señalaba el vigía desde su atalaya. Efectivamente, a menos de una legua, justo delante de la proa, se levantaba un farallón. Desde la distancia tenía la forma de un barco anclado en medio del océano. Numerosas aves planeaban sobre aquella alta roca solitaria.
El piloto Rodrigo de Espinosa, que se hallaba de guardia, ordenó cambiar de rumbo para evitar sus rompientes.
—Convendría reducir vela, capitán. Y sobre todo poner un sondeador en proa.
—De acuerdo, maese Espinosa.
Mientras tanto, Urdaneta tomaba la altitud con el astrolabio. Esteban Rodríguez hacía lo mismo con el cuadrante. Era importante determinar la posición de la roca y situarla en la carta para evitar accidentes a futuros navegantes.
Encerrado en el arcón del capitán de la
San Pedro
había un libro que la Real Audiencia de Nueva España había dado a Urdaneta: un libro escrito por los astrónomos del Observatorio Real de España en el que se indicaba la altura del sol sobre el ecuador a mediodía durante todos los días del año y con cuatro años de antelación, Así, si se conseguía calcular la altura del sol al mediodía, con las tablas se podía averiguar a qué latitud se encontraban.
Cuando terminó sus mediciones, Urdaneta se volvió a Esteban Rodríguez.
—¿Y bien, Maese Rodríguez? ¿Cuál creéis que es la posición de la roca?
El piloto movió la cabeza dubitativo.
—Yo diría que veinte grados, y a trescientas leguas de Cebú.
—Creo que coincidimos plenamente. Así lo apuntaré en mis cartas.
La navegación prosiguió monótona y sin incidentes; unos pocos días de calma y otros de mar gruesa, cerrazón y aguaceros fueron los únicos detalles que señalar.
Al mes de navegación la nave había alcanzado los treinta grados y los vientos soplaban ya francamente de estribor, con lo que navegaban a la cuadra. El avance de la nave era muy superior al de los días precedentes.
En la mesa del capitán se reunían para comer los agustinos y los pilotos.
La carne y el pescado, así como la verdura fresca se habían acabado hacía ya días, y el menú consistía en arroz o maíz, pan seco y garbanzos rociados con un poco de vino de palmera.
—Bien, caballeros —preguntó Salcedo—, ¿cuál es vuestra opinión sobre el avance del barco?
Rodríguez tomó un sorbo de vino.
—Creo que ya hemos pasado lo peor. Los vientos están cambiando. El tenerlos de estribor nos facilita mucho el avance. Y si, con un poco de suerte, los tenemos a un largo o de popa, podríamos estar en Nueva España antes de tres meses.
—¿Qué distancia hemos recorrido?
—Seiscientas leguas —contestó Urdaneta.
—¿Seguís creyendo que debemos subir más al norte, padre?
Urdaneta asintió convencido.
—De eso no hay duda. Cuanto más al norte vayamos, mejor.
—Antes de dos semanas estaremos a cuarenta grados —comentó Espinosa.
—Ahí es donde encontraremos vientos a favor —dijo Urdaneta—, y sobre todo una corriente que nos empujará hacia el este.
El 20 de julio, Urdaneta se dirigió a Salcedo tras guardar el astrolabio.
—Cuarenta grados —dijo escuetamente—. Ya estamos en esos famosos cuarenta grados de latitud. Ahora hay que cambiar el rumbo al este. Con la ayuda de Dios, en dos meses estaremos ante las costas del Nuevo Mundo.
Los dos pilotos de a bordo, así como Urdaneta, comprobaban sus apuntes a diario, pero en todos ellos la carencia de novedades era la tónica general. Todos se limitaban a anotar las singladuras efectuadas. Entre quince y treinta leguas, según la fuerza y dirección del viento, era lo normal. A mediados de agosto hubo mar gruesa y aguaceros de mediana violencia, pero que solamente obligaron a amainar algunas velas de gavia y por el contrario proporcionaron un agua extra.
Con la ayuda de los chafaldetes que permitían doblar las velas recogieron en un cubo el agua de la lluvia.
Sin embargo, la ausencia de incidentes meteorológicos no significaba que no los hubiera de otro tipo.
—¿Cuántos enfermos tenemos, padre Urdaneta? —preguntó Salcedo.
El agustino se dejó caer pesadamente en el pequeño taburete y bebió un trago de agua maloliente.
—¡Muchos! —dijo con voz cansada—. Y cada día más.
—Todos de lo mismo, ¿no?
Urdaneta revolvió con una cuchara de madera el potingue que le habían servido en el plato y se llevó una cucharada a la boca tratando de no mostrar la sensación de repugnancia que le ocasionó.
—Sí. Los síntomas son los de la «peste de mar» y diarreas.
—Vos conocéis muy bien esos síntomas, ¿no es verdad?
El agustino asintió con pesar.
—El primer contacto que tuve con esta enfermedad fue en el viaje a las Molucas. Juan Sebastián Elcano murió de ella.
—¿Qué creéis que la ocasiona?
—Sin duda, la falta de verduras y fruta. En cuanto el enfermo empieza a tomar caldos de verdura se pone bien enseguida. Por eso insistí tanto en traer todas las verduras que fueran posibles, incluyendo los ajos, que son los que mejor combaten la enfermedad.
La entrada de fray Andrés de Aguirre interrumpió momentáneamente la conversación. Rodrigo de Espinosa le saludó.
—¿Y bien, padre, habéis terminado vuestra ronda como enfermero?
El compañero de Urdaneta mostraba, al igual que éste, muestras de haber estado muchas horas cuidando enfermos.
—Todas las enfermedades son malas —dijo—, pero ésta es particularmente horrible. Los enfermos no pueden moverse a causa de los dolores tan agudos en las articulaciones, y después, las encías...
—Es increíble cómo crecen, ¿verdad? —comentó Rodríguez.
Fray Aguirre asintió.
—Por encima de los dientes. Los pobres enfermos no pueden cerrar la boca, que está ocupada por una masa horrible de carne putrefacta.
El rostro de Salcedo se ensombreció.
—No tardaremos en tener las primeras muertes...
El capitán de la
San Pedro
no se equivocó. El 1 de septiembre, justo tres meses después de la salida, murió el primer marinero enfermo. Tras un pequeño responso por parte de Urdaneta, el cuerpo del desdichado fue arrojado por la borda con un lastre atado a los pies. Mientras el cuerpo desaparecía lentamente debajo de la superficie, no había nadie a bordo que no pensara si él no sería el siguiente...
Dos días más tarde murió otro. Poco a poco iban enfermando uno tras otro los marineros. Los dos agustinos se multiplicaban en sus labores de enfermeros. Tenían que cambiar y limpiar a casi cien enfermos que ocupaban cada rincón del barco.
Sin embargo, el tercer día ocurrió algo que levantó los ánimos de los tripulantes. A las siete de la mañana, Espinosa, que estaba de guardia como piloto, descubrió una bruma que indicaba, sin lugar a dudas, la presencia de tierra. Esto fue confirmado inmediatamente por la presencia de grandes aves que sobrevolaron el barco.
—¡Tierra! —gritó con voz trémula—. ¡Es tierra! ¡Nueva España!
A los gritos de Espinosa, Salcedo se precipitó fuera de su camarote.
—¡Debe de ser una isla —le informó el piloto—, si es así, y si vos no os oponéis, le llamaremos la Deseada, pues nunca en mi vida he deseado ver algo con más intensidad!
Era evidente que la tierra continental estaba ya al alcance de los navegantes. Sin embargo, también era obvio que las fuerzas de los marineros estaban llegando a su límite. Ciento cincuenta hombres yacían sobre las cubiertas y en las bodegas sin poder moverse. Los dos agustinos, a quienes la enfermedad parecía respetar milagrosamente, se multiplicaban para atender las necesidades tanto físicas como espirituales de los enfermos. Limpiaban, cambiaban ropas, oían en confesión, daban absoluciones, celebraban exequias; parecían tener una fuente de energía inagotable.
El 10 de septiembre, el piloto mayor, Esteban Rodríguez, cayó enfermo.
—Aguantad, maese Rodríguez, aguantad —le animó Urdaneta—. No podéis dejarnos ahora que estamos tan cerca. Además —añadió sonriendo forzadamente—, tenemos que comparar nuestras anotaciones.
El piloto plegó los labios en una mueca al tratar de sonreír.
—En eso no hay quien os gane, padre. Sois el mejor cosmógrafo que he conocido.
—Apuesto a que antes de una semana —dijo animosamente Urdaneta—
divisamos tierra.
—Hecho —contestó débilmente el piloto—. Os invito a cenar si ganáis.
Urdaneta ganó la apuesta. El 18 de septiembre fueron avistadas las tierras septentrionales de Nueva España.
—He ganado la apuesta —anunció Urdaneta al piloto enfermo—, estamos ante la costa septentrional de Nueva España. Ahora sólo tenemos que costear hasta llegar a puerto.
Esteban Rodríguez no respondió. Se limitó a cerrar los ojos indicando haberle oído, pero no le quedaban fuerzas para hacer ningún comentario. Además, las encías le habían crecido tanto que no le permitían articular palabra.
La noche del 25 al 26 murió el maestre de la nao y al día siguiente el piloto mayor, Esteban Rodríguez.
Al amanecer del día 1 de octubre, la
San Pedro
se hallaba sobre el puerto de La Navidad. Espinosa, el piloto de guardia, informó al capitán del navío.
—Estamos a poca distancia del puerto de La Navidad, capitán. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
Salcedo contempló a lo lejos las luces del pequeño puerto del que habían salido once meses antes. Estaba todavía fresco en su memoria lo malsano del lugar y las pocas condiciones que reunía para una asistencia hospitalaria.
—¿Con cuántos hombres contamos con fuerzas suficientes para hacer una maniobra, maese Espinosa?
El piloto movió la cabeza con aire dubitativo. Él mismo se hallaba al límite de sus fuerzas.
—No creo que lleguemos a treinta, capitán.
—¿Aguantaremos unos días más hasta llegar a Acapulco?
—Tenemos el viento a favor. Podríamos estar allí en muy poco tiempo.
—Nos arriesgaremos. Iremos a Acapulco, maese Espinosa. Nuestros enfermos estarán mucho mejor atendidos que aquí.
El día 8 de octubre, en el momento de penetrar en la bahía de Acapulco, no llegaban a dieciocho los hombres que estaban en condiciones de trabajar. Sin fuerzas para efectuar la más pequeña maniobra, los supervivientes cortaron la eslinga y demás cordajes móviles que sujetaban las velas, con lo que éstas se desplomaron ruidosamente sobre cubierta.
La nave perdió lentamente velocidad y se meció suavemente en el centro de la gran bahía. El viaje de vuelta había durado cuatro meses y ocho días.
Veintiséis hombres habían muerto, entre ellos uno de los tres nativos que había enviado Legazpi. Pero lo importante era que se había conseguido abrir una nueva ruta: Ya era posible la colonización de las islas Filipinas.
Curiosamente, apenas a media legua, se mecía suavemente una pequeña nave de aspecto familiar.
—¡Por todos los santos —exclamó Salceda—, pero si es la patache
San Lucas
!
Por los mismos días, casi en la otra punta del mundo, Legazpi mandaba llamar al maestre de campo.
—Quiero que tratéis a los prisioneros lo mejor posible —indicó.
—Están siendo tratados correctamente, capitán —respondió el maestre.
—Voy a enviar a uno de los prisioneros con un mensaje, ¿cuál me recomendáis?
Mateo no lo dudó mucho.
—Hay una nativa que es esclava de otra muy principal, también prisionera.
Ella podía ser una buena mensajera.
—Bien. Hacedla venir.
La nativa era una joven atractiva de unos veinte años; sus ojos, grandes y oscuros, denotaban el temor que la embargaba. No se hacía muchas ilusiones respecto a su futuro. Ante su sorpresa, Legazpi la hizo sentarse en un taburete, le sonrió y, con la ayuda de uno de los borneys, se dirigió a ella:
—No voy a hacerte daño —le dijo—, al contrario, te voy a dejar en libertad.
La joven se quedó mirando con incredulidad al hombre que le hablaba.
Legazpi esperó hasta que el moro hubo terminado de traducir sus palabras y continuó:
—Quiero que vayas a ver a los familiares de los prisioneros y que les informes del trato excelente de que son objeto, nada más que eso.
La joven asintió sin terminar todavía de creerse lo que le estaba sucediendo. En vez de caer en manos de los soldados y verse violada una y otra vez por ellos, le concedían la libertad. En un impulso se arrojó al suelo, cogió la mano de Legazpi y la llevó a su cabeza en acto de sumisión y agradecimiento.
El capitán general la ayudó a levantarse y le indicó la puerta.
—Eres libre —dijo—, ahora vete.
La táctica de Legazpi no tardó en surtir efecto. A los pocos días, un curioso personaje de edad muy avanzada, que dijo llamarse Okan Hamete, se presentó ante Legazpi diciendo que venía de parte de Tupas.
Legazpi le recibió en el patio del fuerte y, ante el asombro general, volvió a repetir sus exhortaciones anteriores.
—Dile a Tupas —informó al emisario— que queremos ser sus amigos. No venimos en son de guerra, sino de paz.
Okan Hamete asintió.
—¿Cuánto oro queréis por el rescate de los prisioneros?
Legazpi negó con la cabeza.
—No queremos nada por ellos. Lo único que deseamos es que todos los cebuanos se declaren vasallos del rey de Castilla, Felipe II.
Hamete no podía dar crédito a lo que oía. No era normal que alguien rechazara la posibilidad de conseguir un buen rescate. Tampoco le entraba en la cabeza que no violaran a las mujeres prisioneras, pues todavía recordaba el viejo nativo las costumbres licenciosas de los expedicionarios de Magallanes, que habían conseguido que los nativos, corroídos por los celos, degollaran a los invitados castellanos en el célebre banquete.
—Transmitiré a Tupas vuestras palabras —dijo.
—Dile también que poseemos los medios suficientes para aniquilar a los cebuanos, pero que no tenemos intención de hacerlo porque deseamos vivir en paz con vosotros.