—Una cosa es segura —respondió Albo—: No llegaremos a España sin provisiones y no queda absolutamente nada que comer.
Bustamante se rascó la cabeza pensativo.
—Has dicho antes, «en cuanto descubran quiénes somos». ¿Por qué tienen que saberlo?
—Explícate —pidió Elcano.
—Según deduzco, los portugueses no tienen nada en contra de un navío español que venga del Nuevo Mundo. Nuestro problema es que piensan que nosotros hemos invadido lo que consideran su territorio y no están dispuestos a que una nave española llegue a casa con un cargamento de especias de las Molucas.
—Eso es.
—¡Pues vengamos del nuevo mundo! ¿Sería muy difícil hacerles creer que hemos sufrido una terrible tempestad que nos ha hecho desviarnos de nuestra ruta y hemos venido a parar aquí?
Los tres hombres se miraron en silencio. La idea era arriesgada pero muy verosímil. Viendo el estado en que se encontraba la nave, nadie dudaría que habían atravesado un temporal terrible.
—Sí, pero ¿cómo les pagaríamos? —preguntó Juan de Acurio.
—Tenemos una fortuna en especias —le recordó Elcano.
—Si les ofrecemos especias sospecharán —dijo el contramaestre.
—Tienes razón. Usaremos el oro de Carballo. Reúne a los hombres, voy a explicarles el plan.
En cuando estuvieron todos los hombres que podían mantenerse en pie reunidos en cubierta, Elcano les habló:
—Escuchad atentamente. Vamos a acercarnos al puerto portugués de Cabo Verde a comprar provisiones —anunció—. Pretenderemos ser una nave española que viene del Nuevo Mundo. Si alguien os pregunta algo, le diréis que formamos parte de una armada de tres buques. Al paso de la línea equinoccial hemos sufrido una terrible tempestad que nos ha empujado hasta aquí. Nadie dudará de eso al contemplar el aspecto que ofrecemos. Los hombres que bajéis a puerto debéis ser discretos, nos va en ello la libertad y puede que incluso la vida. No habléis más de lo debido, no os acerquéis a una taberna.
»Ahora —continuó—, tenemos que conseguir llegar a la isla, lo cual no va a ser fácil, puesto que tenemos viento contrario.
La natural alegría de la tripulación se vio empañada por la persistencia de un fuerte viento de proa. Ante la desesperación de todos, el día 2 no lograron el mínimo avance sobre aquellas doce leguas. El día siguiente probó ser mucho peor; no sólo no adelantaron, sino que retrocedieron hasta una distancia de veinticuatro leguas. El día 4 navegaron de uno y otro bordo con viento del noroeste y, a pesar de todo, el día 5 la isla se encontraba a veintiocho leguas. La tortura del hambre se hacía insoportable para aquellos hombres que veían su salvación a apenas unas horas de navegación, y sin embargo, cada vez se encontraban más lejos. ¡Era como para volverse loco! El día 6 rebajaron la distancia a veinte leguas.
—Necesitaremos tres días más para llegar a puerto a este ritmo —comentó Albo acercándose a Elcano—. No sé si aguantaremos sin comer. Los hombres no tienen fuerzas para hacer la más mínima maniobra.
—Lo sé —asintió Elcano preocupado—, pero este maldito viento se ha propuesto no dejarnos avanzar. Cualquiera diría que el destino está en nuestra contra...
El destino, sin embargo, se apiadó de los navegantes y, por fin, el día 9 de julio de 1552, la
Victoria
fondeó en el puerto de la isla de Santiago, frente al poblado de Río Grande. Un suspiro de alivio salió de la boca de aquellos hombres famélicos y enfermos. Una emoción indescriptible hizo que a sus ojos se asomaran las lágrimas; sin poder contenerse se abrazaban, reían y lloraban a la vez.
Elcano, sin embargo, no las tenía todas consigo. Una vez que hubieron soltado las anclas y aferrado el aparejo con grandes esfuerzos, reunió en cubierta a todos los hombres que se podían mover. Una vez más, les recomendó la máxima discreción y les volvió a repetir la historia que debían contar.
Doce hombres, considerados de los más prudentes, bajaron al esquife al mando del contador Martín Méndez. Era tal el lamentable aspecto de la nave, con su mástil roto y el velamen destrozado, junto con el cadavérico y patético aspecto de los hombres que bajaron a tierra, que nadie puso en duda la veracidad de sus palabras. Ningún funcionario subió tampoco a investigar a bordo.
—¡Vuelve la chalupa, capitán!
No hacía falta el grito de aviso del grumete Juan de Arratia, los ojos de Elcano, así como del resto de la tripulación, estaban fijos en el puerto, temiendo ver en cualquier momento señales de que habían sido descubiertos.
Al acercarse el bote todos pudieron ver que iba cargado de sacos de arroz, varias gallinas recién sacrificadas, verdura, varias barricas de agua y una de vino.
—¿Qué tal os ha ido? —preguntó ansioso Elcano.
El contador Martín Méndez sonrió.
—Se han creído la historia. Nadie ha puesto ninguna pega. Mañana tenemos que volver a por más provisiones... A propósito —añadió indeciso—, ha habido algo que me ha dejado perplejo.
—¿Qué? —preguntó Elcano inquieto.
—Hoyes miércoles, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Pues los portugueses aseguran que es jueves.
Francisco Albo, que estaba escuchando, intervino en el diálogo.
—No puede ser. Día tras día he llevado a cabo mis anotaciones en mi diario.
Hoy es miércoles, 10 de julio.
Pigafetta, que también estaba allí, confirmó ,las palabras del piloto:
—Yo también he tomado anotaciones diarias, y puedo afirmar que, efectivamente, hoy es miércoles.
El contador de la nao se encogió de hombros y sacó un papel del bolsillo.
—Pues vedlo vosotros mismos. Éste es el recibo que me han dado por las compras. Como veréis, indica jueves, 11 de julio de 1522.
—Pues no entiendo nada —confesó Elcano—. ¿Cómo podemos habernos
«comido» un día?
—Podría ser —dijo lentamente Albo—, que al navegar siempre hacia el oeste, siguiendo el curso del sol, con cada grado de avance perdiésemos cuatro minutos. Así que al recorrer trescientos sesenta grados, perdemos un día completo...
—Bueno —dijo Elcano—, mejor será que discutamos eso con el estómago lleno. Vamos a la cocina...
Antes de media hora ya se extendía por toda la nave el delicioso olor a carne asada. Nadie podía esperar a que se terminaran de hacer las aves, manos ansiosas esperaban al pie del fogón arrancando trozos de los animales medio crudos. El hambre atroz que les retorcía las tripas hacía que nadie se preocupara por abrasarse los dedos o la boca. Mientras tanto, a los enfermos se les preparaba un caldo de verduras.
Elcano estableció una doble guardia durante la noche.
—¿Crees que puede haber algún peligro? —preguntó Juan de Acurio.
—Cualquiera puede sospechar algo en cualquier momento y venir a husmear. Prefiero estar prevenido. Estaré mucho más tranquilo cuando hayamos subido más provisiones a bordo.
Los mismos hombres que habían ido a tierra el día anterior salieron con el bote en busca de las provisiones que les habían prometido. Las horas transcurrieron lentamente para los hombres que esperaban a bordo. Elcano paseaba por el castillo de popa tratando de disimular su impaciencia, cualquier imprudencia, cualquier frase jactanciosa de los hombres que habían saltado a tierra podría perderles a todos. Con los ojos fijos en el muelle, observaba con atención cualquier movimiento de gente sospechoso que pudiera indicar un ataque de los portugueses a la
Victoria
. Por fin, a media tarde, el esquife del barco se dirigió con remada pausada hacia ellos. Venía a rebosar de sacos de arroz, verduras y aves.
—¿Algún problema? —preguntó el guipuzcoano a Martín Méndez.
—No, ni uno.
—¿No han preguntado nada sobre la procedencia del barco y del oro?
—No parece preocuparles mucho a los del almacén de aprovisionamientos el origen de nada, y más teniendo en cuenta lo generosamente que se les paga.
A pesar de las frases de tranquilidad del contador de la nao, Elcano no las tenía todas consigo. Después de cenar se dirigió a Juan de Acurio.
—Vamos a levar anclas y pasar la noche fuera del puerto —anunció—, no estoy del todo tranquilo.
El contramaestre señaló la mar picada a su alrededor.
—Pues vamos a tener una noche movidita, parece que viene una borrasca.
El guipuzcoano asintió.
—Lo sé. Eso, al menos, nos asegura que no tendremos una visita inoportuna de los portugueses.
Al día siguiente, la barca partió en busca de víveres por tercera vez. Tal como el día anterior, las horas transcurrieron lentamente. A media tarde, Elcano llamó a Albo y Juan de Acurio.
—Vamos a entrar en el puerto —dijo—, a ver qué ha pasado con nuestros hombres. Tenían que estar aquí hace tiempo...
Juan de Acurio contempló las olas que se levantaban con el viento recio que soplaba del oeste.
—¿Mando preparar los cañones?
—Sí —respondió Elcano—. No nos dejaremos coger. Si tenemos que luchar, lucharemos.
La
Victoria
cruzó la barra de la bahía y se acercó lentamente a tierra.
—Se acerca una barcaza, capitán.
Elcano ya había visto el enorme bote que se acercaba repleto de gente; y, aunque todavía estaba lejos, se adivinaba que iban armados.
—Me temo que ha ocurrido lo peor —exclamó Francisco Albo.
—Alguien se ha debido ir de la lengua —masculló Juan de Acurio—. ¿Qué hacemos, Juan Sebastián?
—Nos acercaremos un poco más, a ver qué quieren.
Pronto resultó evidente lo que los portugueses querían.
—Eh, vosotros, los de la
Victoria
—gritó un hombre fornido con un arcabuz en la mano—, echad el ancla. Queremos subir a bordo.
—¿Para qué? —respondió Elcano
—Queremos saber quiénes sois y de dónde venís.
—Ya lo sabéis. Venimos de las Indias, de Santa Isabel. ¿Dónde están nuestros hombres?
—Están prisioneros. Uno de ellos nos ha contado que venís de las Molucas.
Acercaos al puerto o abordaremos el barco por la fuerza.
Elcano señaló tres cañones que apuntaban a la barcaza. Los servidores mantenían la mecha encendida.
—Mucha fuerza tendréis que usar si queréis que nos rindamos.
Al ver las negras bocas de las bombardas apuntándoles a escasos metros, hubo un movimiento de pánico entre los portugueses. El tono del hombre ya no era el mismo cuando volvió a hablar.
—Pondré en conocimiento del gobernador vuestra negativa a entregaros.
La chalupa dio la vuelta y se dirigió a tierra.
Francisco Albo señaló un par de barcos portugueses que se aprestaban a levar anclas a marchas forzadas.
—No quisiera ser agorero, pero me temo que si nos quedamos un poco más ya no saldremos nunca.
Elcano asintió apesadumbrado. Le dolía tener que dejar a trece compatriotas prisioneros cuando ya estaban a punto de terminar el viaje.
—¡Vámonos! —gritó—. ¡A toda vela!
La tripulación largó todo el trapo de que disponía todavía la
Victoria
y la nave enfiló hacia la barra. Más allá, les esperaba el océano, el último escollo, pero quizás el más difícil de salvar. Veintidós hombres, mal alimentados, muchos de ellos enfermos, tendrían que manejar un barco que hacía agua por todos los sitios.
LA VUELTA
La
Victoria
navegó durante todo el día y la noche siguiendo la dirección del viento para ganar velocidad y alejarse lo más posible de la isla. Por fin, cuando Elcano consideró que la distancia resultaba suficiente, orientó la nave para evitar las rutas frecuentadas, aunque eso supusiera alejarse de las Canarias. Así, el 15 y 16 de julio navegaron con rumbos del tercer cuadrante.
La alegría se había desvanecido por completo, dando paso a la angustia y preocupación. La situación era dramática. Según pasaban los días, la nave hacía más agua, lo que obligaba al funcionamiento de las bombas sin interrupción. El único carpintero que les quedaba, Ricarte de Normandía, estaba entre los prisioneros de los portugueses.
En la mesa del capitán, los rostros denotaban preocupación. Los cuatro comensales masticaban con desgana el insípido y maloliente mejunje que se habían servido.
—¿A qué nivel está el agua, Juan? —preguntó Elcano disimulando un gesto de disgusto al tragar lo que tenía en la boca.
—Parecido a ayer, estamos consiguiendo mantener el agua controlada; el único problema es que cada vez nos quedan menos fuerzas, los hombres están agotados.
Elcano asintió. Lo sabía muy bien, pues al igual que los demás tomaba el relevo en la bomba de achique siguiendo un turno riguroso, cada hora se relevaban dos hombres. Lo que en normales circunstancias habría sido un trabajo rutinario, para ellos resultaba agotador. Había que añadir a ello el manejo de las velas, el gobierno del timón, la cocina, e incluso alguien tenía que estar de vigía en la cofa del palo mayor. Elcano había insistido en ello, pues no se fiaba de los portugueses.
—Me temo que lo nuestro es una carrera contra el reloj —comentó Bustamante, secándose la boca con el dorso de la mano—. Por lo que veo, no vamos a las Canarias.
—Imposible —respondió Elcano—. Tenemos vientos contrarios y una buena parte de los barcos portugueses esperándonos.
Albo confirmó las palabras del capitán.
—Subiremos hasta la altura de las Azores. Desde allí cogeremos los vientos del oeste hacia la península.
—¿Y eso, en días, qué significa?
Elcano y Albo se miraron; por fin el guipuzcoano respondió.
—¿Quién sabe?, un mes, quizá.
—Eso con suerte —repuso el piloto.
Bustamante levantó una cucharada del engrudo negruzco de su plato y meneó la cabeza dudosamente.
—¿Y cómo vamos a manejar la bomba las veinticuatro horas del día comiendo esto?
—Lo malo será cuando falte —sentenció Juan de Acurio.
Hubo un silencio incómodo que denotaba el estado de ánimo de los cuatro hombres. Por fin el curandero habló:
—¿Ayudaría algo el arrojar por la borda unas toneladas de lastre?
—¿De lastre? —demandó Elcano—. No tenemos lastre.
—Tenemos un cargamento completo de especias —corrigió Bustamente—.
¿Qué pasaría si arrojáramos la mitad de la carga al mar?
—Nunca permitiré que se arroje el cargamento por la borda —replicó serio Elcano—. Antes nos iremos al fondo con él.
—Me lo figuraba. ¡Bueno! —suspiró el emeritense—. Al menos tendremos una tumba que valdrá una fortuna...