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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (80 page)

BOOK: Los navegantes
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Juan Fernández Híjar y el capitán Villarreal fueron los comisionados por el capitán Oñate para dar con el lugar donde pudiera encontrarse Alvarado.

Ambos hombres se separaron y fue Villarreal quien halló al adelantado don Pedro de Alvarado en Zaplotán y le hizo entrega de una carta del gobernador Cristóbal de Oñate. Según sus propias palabras, esta carta «estaba escrita con sangre y lágrimas de afligidos y muertos». En ella pedía que, con toda brevedad, le fuese a socorrer con su persona, caballos, soldados y arcabuceros porque estaba con los suyos cercado. Aseguraba que, de no socorrerle, sería muy difícil, por no decir imposible, defenderse de infinidad de indios guerreros que estaban en sus fortalezas y peñoles, y ya habían matado a muchos españoles de los de su compañía. Los supervivientes seguían resistiéndose, pero cada vez eran menos y escaseaba la pólvora.

El capitán Oñate terminaba su carta indicándole que, de salir victoriosos los indios chichimecos, todo el territorio conquistado de Nueva España corría un gran riesgo.

En cuanto Alvarado hubo leído la misiva, llamó a Urdaneta y se la entregó sin decir palabra.

Andrés leyó la misiva y levantó ojos interrogantes.

—¿Cuándo salimos? —preguntó.

Alvarado sonrió dándole al joven una palmada en el hombro.

—Eso es lo que me gusta de ti, Andrés. Siempre dispuesto a lanzarte a la aventura.

El Adelantado se volvió a Villarreal y le dijo en tono persuasivo y tranquilizador:

—Os daré una nota para que se la entreguéis al gobernador. Decid a su señoría que le beso las manos; que no tenga temor de cosa alguna, que voy a servirle y ayudarle con mi persona y hacienda, y que primero perderé la vida que le falte, y en especial en tal ocasión; que esta causa es mía y a eso he venido yo y todos mis soldados. Andad con Dios, que así se lo escribo, y yo seré allá tan presto como vos.

Sin perder un instante, Alvarado comenzó la distribución de su gente.

Asignó un capitán con cincuenta soldados para el pueblo de Autlán, con orden de que acudiese en socorro de la villa de La Purificación, de la que era capitán Juan Fernández de Hijar. En Zaplotán puso otro jefe con otros cincuenta soldados con encargo de acudir en socorro, si fuere menester, de los pueblos de Colima y provincia de Ávalos, colindante con Nueva Galicia. Otro grupo de cincuenta soldados fue destinado al pueblo de Erzatlán con el necesario capitán. Reservó otros veinticinco soldados para la laguna de Chapalac, distante siete leguas del valle de Tonalán. Pedro de Alvarado retuvo consigo cien soldados escogidos, más de la mitad a caballo, ballesteros y arcabuceros, para preparar lo que pensaba que sería la batalla decisiva contra los indios chichimecas. A su lado estaba Urdaneta.

La campaña resultó mucho más larga que lo que esperaba el Adelantado, pues aunque libró del cerco a que estaba sometido al capitán Oñate, los indios siguieron oponiendo resistencia en todo el territorio mediante pequeñas escaramuzas que iban desgastando a los castellanos.

Contra la opinión de Urdaneta y de algunos de sus capitanes, Alvarado, en cuyo temperamento y modo de ser no se equilibraba el valor con la imprudencia y temeridad, decidió proseguir la campaña en invierno, cuando los caminos resultaban impracticables por las lluvias y los caballos constituían más un peligro que una ayuda.

—Sería mejor esperar a que pase la estación invernal —señaló Andrés de Urdaneta—. Es muy difícil luchar en estas condiciones, la pólvora se moja y las armas se oxidan. Además, los caballos constituyen un peligro porque resbalan continuamente en las pendientes.

Alvarado levantó los ojos para mirar a un cielo encapotado del que caía una cortina de lluvia que lo anegaba todo, dejando los caminos convertidos en ciénagas. Sacudió la cabeza tozudamente.

—Seguiremos adelante, caeremos sobre los chichimecas cuando menos lo esperen y arrasaremos sus poblados principales. Para cuando venga el buen tiempo, la lucha habrá terminado.

Sin embargo, el destino había de negar al gran conquistador ver cumplidos sus deseos. Tres días más tarde, y tal como había advertido Urdaneta, uno de los caballos resbaló en una pendiente muy pronunciada y rodó sobre Alvarado despeñándolo al abismo. Pocos días después moría aquel hombre recio de tan discutida personalidad.

A la muerte del Adelantado, se eligió capitán de la expedición a Urdaneta.

Andrés no podía evitar pensar que se estaba repitiendo la historia. Ahí se encontraba, al frente de un centenar de hombres luchando por un territorio de la Corona. Sólo que en esta ocasión el enemigo no eran los portugueses, sino unos indios que, aunque muy superiores en número, tenían las de perder cuando se enfrentaban con corazas de acero y armas de fuego. A diferencia de los aztecas, los chichimecas no habían sido nunca particularmente guerreros, hasta que se habían visto forzados a defenderse cuando vieron amenazados sus territorios por los invasores blancos.

—Pasaremos la época de lluvias en Nueva Galicia —decidió el nuevo capitán general—. Con esta humedad, nuestras armas y corazas son más un estorbo que una ayuda.

Uno de los capitanes, Diego de Villaverde, asintió.

—Creo que es lo mejor que podemos hacer. El gobernador, Cristóbal de Oñate estará encantado de darnos alojamiento después de lo que hicimos por él.

Cristóbal de Oñate era un hombre de baja estatura, pero de aspecto fuerte y decidido. Su barba, otrora negra, se veía entrecruzada por largas hebras plateadas; sin embargo, en la rectitud de sus hombros no se adivinaba ningún atisbo de decadencia física, sus ademanes eran seguros y llenos de confianza.

—Me alegro de veros, caballeros —saludó a los recién llegados—. Ya ha llegado a mis oídos la triste noticia del fallecimiento de Alvarado. Era, sin duda, uno de los grandes capitanes que ha tenido Castilla.

—Era un gran hombre —asintió Urdaneta—. Ha sido una pérdida irreparable.

—¿Y vos sois el nuevo capitán, maese Urdaneta?

—Mientras dure la campaña.

—He dado órdenes de que vuestros soldados estén cómodamente alojados.

Espero tener el honor de disfrutar de vuestra compañía esta noche durante la cena, caballeros.

La mansión que habitaba el gobernador, aunque casi toda de madera, tenía unas enormes dimensiones. Una multitud de criados se afanaba en preparar la sala en la que una veintena de personas, las más importantes de la ciudad, acompañarían a los capitanes recién llegados. Entre los comensales se encontraban los venerables padres fray Agustín de Coruña y fray Julián de Armendáriz, ambos vestidos con los hábitos de la orden de san Agustín.

—Me alegra mucho conoceros, maese Urdaneta. He oído hablar tanto de vos y de vuestras hazañas que me da la impresión de que os conozco de toda la vida.

—Exageráis, sin duda, padre —respondió Andrés con una sonrisa—. No creo haber hecho méritos para que se hable tanto de mí.

El venerable monje le devolvió la sonrisa.

—Vuestras luchas contra los portugueses durante tantos años, en unas condiciones tan precarias, os han convertido en héroe.

—No era yo el que capitaneaba a los castellanos.

—Y, sin embargo, sois vos el que se ha hecho famoso.

—Guardo un grato recuerdo de aquellas islas.

—Tengo entendido que tuvisteis una hija.

—Sí. La llevé a Castilla conmigo. Vive con mis padres en Villafranca de Oria.

—¿Y, su... madre?

—Murió.

Cristóbal de Oñate se dirigió a Urdaneta desde el otro lado de la mesa, interrumpiendo la conversación.

—He oído decir que sois un gran cosmógrafo, maese Urdaneta.

Éste se encogió de hombros a la vez que sonreía.

—Es difícil decir cuándo se es buen cosmógrafo. Yo me limito a apuntar y tomar nota de todo lo que puede ser importante para la navegación.

—¿Y qué opináis de esta expedición que iba a llevar acabo Pedro de Alvarado?

Urdaneta se llevó un vaso de vino a los labios antes de responder.

—Es, sin duda, una expedición que debe llevarse a cabo.

—Pero vos no estáis en ella —exclamó fray Julián de Armendáriz—, cuando por derecho propio deberíais, si no estar al frente, al menos ir como asesor.

Urdaneta negó con la cabeza.

—Don Antonio de Mendoza me pidió que fuera en ella, pero me negué.

—¿Por qué?

—Pues porque la idea de esta expedición es dirigirse a Cebú, cuando todas esas islas caen dentro de la demarcación que el papa Alejandro VI otorgó a Portugal.

—¿Cómo lo sabéis, si ninguno de los grandes cosmógrafos del país se pone de acuerdo sobre ese tema?

—Yo he hecho mis propios cálculos y estoy convencido de que los portugueses tienen razón. Si tomo parte en una expedición será para explorar los territorios que, sin duda, existen mucho más al sur.

Oñate asintió lentamente.

—¿Y qué opináis del viaje de vuelta?

Urdaneta cortó con un cuchillo un trozo de pechuga de faisán y se sirvió unas cucharadas de maíz cocido antes de contestar.

—No veo ninguna dificultad. Estoy convencido de que podría hacerlo incluso con una carretilla.

—Y, sin embargo, hasta ahora todos los que lo han intentado han fracasado...

—Lo sé —asintió el de Villafranca—, y también sé el porqué de estos fracasos. Como en todas las cosas, hay que aprovechar los dones que nos brinda la naturaleza; en este caso, los vientos. Es inútil ir contra ellos, hay que buscarlos donde nos sean favorables.

—¿Y vos lo sabéis?

—Sí.

Mientras tanto, en el puerto de La Navidad se preparaba la expedición de Villalobos. Se habían reclutado un total de trescientos ochenta hombres entre soldados y marineros, que tripularían seis navíos: la
Santiago
, que enarbolaba la insignia de la capitana; las naos
San Jorge, San Juan de Letrán
y
San Antonio
, la galeota
San Cristóbal
y el bergantín
San Martín
.

Al igual que para los grandes viajes descubridores, se dictaron para esta expedición ordenanzas especiales. Se prescribía a Villalobos la prestación del pleito homenaje a la usanza de Castilla, después del cual, él por su parte, tomaría juramento a los capitanes, caballeros, soldados, pilotos, maestres y marineros enrolados. Se recomendaba a Villalobos el buen trato a sus subordinados, se señalaba como uno de los principales objetivos de la empresa, la averiguación del mejor derrotero para el regreso. Las instrucciones eran minuciosas acerca de este importante punto: Villalobos debía comunicar con la mayor reserva y secreto las noticias concernientes a este derrotero. Tampoco debía olvidar que la expedición tenía por fin promover la exaltación de la fe católica entre países infieles. Debería tratar a los indígenas con moderación y cariño, pero «confiar poco en ellos».

Los soldados debían abstenerse de saltar a tierra con armas, y no debían matar los animales domésticos de los indígenas ni penetrar en sus casas para evitar familiaridades peligrosas con las mujeres de aquéllos. Villalobos debería excusar cuanto pudiera la asistencia a las comidas o banquetes que le brindasen los indígenas. Esta orden estaba inspirada, sin duda, en el recuerdo del trágico banquete de la isla filipina de Cebú que costó la vida a gran parte de los mandos de la expedición magallánica. Los expedicionarios estaban obligados a confesarse antes de partir y al mayor respeto a los religiosos y capellanes de la Armada. La blasfemia estaba prohibida severamente. Si el blasfemo era hidalgo podía ser castigado con el abandono en tierra; si no era hidalgo, se le podía cortar la lengua.

La ración de agua en circunstancias normales, aparte de la ración colectiva para el caldero, era de media azumbre para cada soldado, tres cuartillos a los marineros y cuartillo y medio a los negros. La ración de galleta y carne, a razón de libra y media diaria de pan y una de carne a los soldados, y dos libras de galletas para cada tres indios. Las instrucciones preveían todas las posibilidades de una larga navegación: los motivos, la separación de los navíos del convoy, las incidencias de los desembarcos.

La escuadra levó anclas el 1 de noviembre de 1542 del puerto de La Navidad, en las costas de Nueva España.

Ya a los ocho días dieron vista los navegantes a la primera isla: la que nombraron de Santo Tomé. Tres días más tarde arribaron a otra que llamaron la Nublada, y ochenta leguas más adelante vieron la isla de Rocapartida y luego el Placer de siete brazas y los Bajos de Villalobos, en el archipiélago de Revilla Gigedo.

Luego la expedición prosiguió su recorrido sin ver tierra hasta el día de Navidad, cuando descubrieron el archipiélago del Coral, al que llamaron así porque las anclas, al ser levantadas, arrastraron consigo finas ramas de este producto calcáreo. La expedición se detuvo en estas islas para proveerse de leña y agua y prosiguió después sus descubrimientos a través de un grupo de islas, también de peregrina hermosura, pertenecientes al archipiélago de las Carolinas.

El 23 de enero la expedición avistó a la altura de 10 grados una pequeña isla cubierta de palmeras. Los habitantes salieron a recibirles besando el signo de la cruz que formaban con los dedos de manera ostensible. El asombro de los expedicionarios no tuvo límites cuando se oyeron saludados en castellano con un:

«Buenos días, Matalotes». La isla recibió ese mismo nombre. A los tres días, navegando a la misma altura, descubrieron otra isla que llamaron de Arrecifes.

El 2 de febrero de 1543, después de costear bellos parajes pertenecientes a la isla de Luzón, Villalobos arribó a Mindanao, que, por su extensión, produjo una profunda impresión a los navegantes. Su admiración quedó condensada en el nombre que la designaron: Cesarea Karoli.

La
San Cristóbal
que había sido separada anteriormente de la escuadra por un furioso temporal, se unió al grueso de la armada al sur de Mindanao, después de navegar en solitario casi cinco meses. Su llegada produjo júbilo entre los expedicionarios, empeñados en aquellos momentos en una dura lucha con los habitantes, que se negaban a suministrarles los más necesarios alimentos. Los indígenas usaban en la lucha toda clase de armas, sobre todo lanzas y flechas con la punta envenenada. El hambre se llegó a hacer sentir en la escuadra sobremanera. Los navegantes habían llegado al extremo de considerar manjares muy apetecibles no sólo los perros y ratones, sino hasta las culebras, lagartos y hojas de los árboles.

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